6 de Junio 2010. MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. DOMINGO DE LA X SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. SOLEMNIDAD DEL SANTÍSIMO CUERPO Y SANGRE DE CRISTO. DIA NACIONAL DE CARIDAD (CÁRITAS) 2ª semana del Salterio. (Ciclo C).. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS. Norberto ob, Marcelino Champagnat pb, Rafael Guízar ob, Artemio y Paulina mrs.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Génesis 14, 18-20. Sacó pan y vino.
Sal 109 R/. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
1Co 11, 23-26. Cada vez que coméis y bebéis, proclámais la Muerte del Señor.
Lc 9, 11b-17. Comieron todos y se saciaron.
La primera lectura de hoy constituye una especie de prefiguración sacerdotal-eucarística en la misteriosa persona de Melquisedec; la segunda lectura nos hace pasar de la imagen a la realidad, a través de la catequesis eucarística de Pablo a la comunidad de Corinto; finalmente, el evangelio nos recuerda que la eucaristía es y debe ser siempre expresión y fuente de caridad: nace del amor de Cristo y se vuelve fundamento del amor entre los fieles reunidos en torno al Pan donado por Jesús y distribuido por sus discípulos entre los hermanos.
La eucaristía sostiene toda la vida de la comunidad creyente. Mientras hacemos presente el “amor hasta el extremo” por el que Jesús ofreció su vida en la cruz (pasado), nos comprometemos a formar un sólo cuerpo animado por la fe y la caridad solidaria (presente), “mientras esperamos su venida gloriosa” (1 Cor 11,26) (futuro).
La primera lectura (Gen 14,18-20) es un antiguo texto, originalmente quizás de naturaleza política-militar, en el que el misterioso personaje Melquisedec rey de Salem ofrece a Abraham un poco de pan y vino. Se trata de un gesto de solidaridad: a través de aquel alimento, Abraham y sus hombres pueden reponerse después de volver de la batalla contra cuatro reyes (Gen 14,17). El pasaje, sin embargo, parece contener una escena de carácter religioso, siendo Melquisedec un sacerdote según la praxis teológica oriental.
El gesto podría contener un matiz de sacrificio o de rito de acción de gracias por la victoria. El v. 19, en efecto, conserva las palabras de una bendición. Las palabras de Melquisedec y su gesto ofrecen una nueva luz sobre la vida de Abraham: sus enemigos han sido derrotados y su nombre es ensalzado por un rey-sacerdote. El capítulo 7 de la Carta a los Hebreos ha construido una reflexión en torno a Cristo Sacerdote a la luz de este misterioso texto del Génesis, según la línea teológica ya presente en las palabras que el Sal 110,4 dirige al rey-mesías: “Tú eres sacerdote para siempre al modo de Melquisedec”.
La segunda lectura (1Cor 11,23-26) pertenece a la catequesis que Pablo dirige a la comunidad de Corinto en relación con la celebración de las asambleas cristianas, donde los más poderosos y ricos humillaban y despreciaban a los más pobres. Pablo aprovecha la oportunidad para recordar una antigua tradición que ha recibido sobre la cena eucarística, ya que el desprecio, la humillación y la falta de atención a los pobres en las asambleas estaban destruyendo de raíz el sentido más profundo de la Cena del Señor.
Se coloca así en sintonía con los profetas del Antiguo Testamento que habían condenado con fuerza el culto hipócrita que no iba acompañado de una vida de caridad y de justicia (cf. Am 5,21-25; Is 1,10-20), como también lo hizo Jesús (cf. Mt 5,23-24; Mc 7,9-13). La Eucaristía, memorial de la entrega de amor de Jesús, debe ser vivida por los creyentes con el mismo espíritu de donación y de caridad con que el Señor “entregó” su cuerpo y su sangre en la cruz por “vosotros”.
La lectura paulina nos recuerda las palabras de Jesús en la última cena, con las que cuales el Señor interpretó su futura pasión y muerte como “alianza sellada con su sangre” (1 Cor 11,25) y “cuerpo entregado por vosotros” (1 Cor 11,24), misterio de amor que se actualiza y se hace presente “cada vez que coman de este pan y beban de este cáliz” (1 Cor 11,26). La fórmula del cáliz eucarístico, semejante a la fórmula de la última cena en Lucas (Mateo y Marcos reflejan una tradición diversa), está centrada en el tema de la nueva alianza, que recuerda el célebre paso de Jer 31,31-33. Cristo establece una verdadera alianza que se realiza no a través de la sangre de animales derramada sobre el pueblo (Ex 24), sino con su propia sangre, instrumento perfecto de comunión entre Dios y los hombres.
La celebración eucarística abraza y llena toda la historia dándole un nuevo sentido: hace presente realmente a Jesús en su misterio de amor y de donación en la cruz (pasado); la comunidad, obediente al mandato de su Señor, deberá repetir el gesto de la cena continuamente mientras dure la historia “en memoria mía” (1Cor 11,24) (presente); y lo hará siempre con la expectativa de su regreso glorioso, “hasta que él venga” (1 Cor 11,26) (futuro). El misterio de la institución de la Eucaristía nace del amor de Cristo que se entrega por nosotros y, por tanto, deberá siempre ser vivido y celebrado en el amor y la entrega generosa, a imagen del Señor, sin divisiones ni hipocresías.
El evangelio (Lucas 9,10-17) relata el episodio de la multiplicación de los panes, que aparece con diversos matices también en los otros evangelios (¡dos veces en Marcos!), lo que demuestra no sólo que el evento posee un alto grado de historicidad, sino que también es fundamental para comprender la misión de Jesús.
Jesús está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente pobre, enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús se dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban” (v. 11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce el diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al caer el día.
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.
Al final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La respuesta de Jesús: “dadles vosotros de comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de alimento, sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los discípulos al interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los discípulos, aquella tarde cerca de Betsaida y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, están llamados a colaborar con Jesús preocupándose por conseguir el pan para sus hermanos. Después de que los discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando a los discípulos para los distribuyeran entre la gente” (v. 16).
El gesto de “levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de Jesús que vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la berajá hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza por el don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús no bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc 7,19), sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos los dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo indiscutiblemente recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de nuevo sentido el pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo sacramental de su vida y su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por los suyos.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico (Ex 16,12; Sal 22,27; 78,29; Jer 31,14). Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado (Ex 16; 2Re 4,42-44). Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
En el texto, como hemos visto, se sobreponen diversos niveles de significado. El milagro realizado por Jesús lo presenta como el profeta de los últimos tiempos. Al mismo tiempo el evento anticipa el gesto realizado por Jesús en la última cena, cuando el Señor dona a la comunidad en el pan y el vino el signo sacramental de su presencia.
Por otra parte, el don del pan en el desierto inaugura el tiempo nuevo de la fraternidad, que prefigura la plenitud de la comunión escatológica en plenitud. Además se pone en evidencia, como hemos señalado antes, el papel esencial de los discípulos de Jesús como mediadores del reino. A través de aquellos que creemos en el Señor debería llegar a todos los hombres el pan que del bienestar material que permite una vida digna de hijos de Dios, el pan de la esperanza y de la gratuidad del amor, y sobre todo el pan de la Palabra y de la Eucaristía, sacramento de la presencia de Jesús y de su amor misericordioso en favor de todos los hombres.
PRIMERA LECTURA.
Génesis 14, 18-20
Sacó pan y vino
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abrán, diciendo: "Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos." Y Abrán le dio un décimo de cada cosa.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 109, 1. 2. 3. 4
R/.Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies." R.
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos. R.
"Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora." R.
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec." R.
SEGUNDA LECTURA
1Corintios 11, 23-26
Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor
Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía."
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía."
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 9, 11b-17
Comieron todos y se saciaron
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: "Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado."
Él les contestó: "Dadles vosotros de comer."
Ellos replicaron: "No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío."
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: "Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta."
Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA.
Génesis 14, 18-20. Sacó pan y vino.
Sal 109 R/. Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
1Co 11, 23-26. Cada vez que coméis y bebéis, proclámais la Muerte del Señor.
Lc 9, 11b-17. Comieron todos y se saciaron.
La primera lectura de hoy constituye una especie de prefiguración sacerdotal-eucarística en la misteriosa persona de Melquisedec; la segunda lectura nos hace pasar de la imagen a la realidad, a través de la catequesis eucarística de Pablo a la comunidad de Corinto; finalmente, el evangelio nos recuerda que la eucaristía es y debe ser siempre expresión y fuente de caridad: nace del amor de Cristo y se vuelve fundamento del amor entre los fieles reunidos en torno al Pan donado por Jesús y distribuido por sus discípulos entre los hermanos.
La eucaristía sostiene toda la vida de la comunidad creyente. Mientras hacemos presente el “amor hasta el extremo” por el que Jesús ofreció su vida en la cruz (pasado), nos comprometemos a formar un sólo cuerpo animado por la fe y la caridad solidaria (presente), “mientras esperamos su venida gloriosa” (1 Cor 11,26) (futuro).
La primera lectura (Gen 14,18-20) es un antiguo texto, originalmente quizás de naturaleza política-militar, en el que el misterioso personaje Melquisedec rey de Salem ofrece a Abraham un poco de pan y vino. Se trata de un gesto de solidaridad: a través de aquel alimento, Abraham y sus hombres pueden reponerse después de volver de la batalla contra cuatro reyes (Gen 14,17). El pasaje, sin embargo, parece contener una escena de carácter religioso, siendo Melquisedec un sacerdote según la praxis teológica oriental.
El gesto podría contener un matiz de sacrificio o de rito de acción de gracias por la victoria. El v. 19, en efecto, conserva las palabras de una bendición. Las palabras de Melquisedec y su gesto ofrecen una nueva luz sobre la vida de Abraham: sus enemigos han sido derrotados y su nombre es ensalzado por un rey-sacerdote. El capítulo 7 de la Carta a los Hebreos ha construido una reflexión en torno a Cristo Sacerdote a la luz de este misterioso texto del Génesis, según la línea teológica ya presente en las palabras que el Sal 110,4 dirige al rey-mesías: “Tú eres sacerdote para siempre al modo de Melquisedec”.
La segunda lectura (1Cor 11,23-26) pertenece a la catequesis que Pablo dirige a la comunidad de Corinto en relación con la celebración de las asambleas cristianas, donde los más poderosos y ricos humillaban y despreciaban a los más pobres. Pablo aprovecha la oportunidad para recordar una antigua tradición que ha recibido sobre la cena eucarística, ya que el desprecio, la humillación y la falta de atención a los pobres en las asambleas estaban destruyendo de raíz el sentido más profundo de la Cena del Señor.
Se coloca así en sintonía con los profetas del Antiguo Testamento que habían condenado con fuerza el culto hipócrita que no iba acompañado de una vida de caridad y de justicia (cf. Am 5,21-25; Is 1,10-20), como también lo hizo Jesús (cf. Mt 5,23-24; Mc 7,9-13). La Eucaristía, memorial de la entrega de amor de Jesús, debe ser vivida por los creyentes con el mismo espíritu de donación y de caridad con que el Señor “entregó” su cuerpo y su sangre en la cruz por “vosotros”.
La lectura paulina nos recuerda las palabras de Jesús en la última cena, con las que cuales el Señor interpretó su futura pasión y muerte como “alianza sellada con su sangre” (1 Cor 11,25) y “cuerpo entregado por vosotros” (1 Cor 11,24), misterio de amor que se actualiza y se hace presente “cada vez que coman de este pan y beban de este cáliz” (1 Cor 11,26). La fórmula del cáliz eucarístico, semejante a la fórmula de la última cena en Lucas (Mateo y Marcos reflejan una tradición diversa), está centrada en el tema de la nueva alianza, que recuerda el célebre paso de Jer 31,31-33. Cristo establece una verdadera alianza que se realiza no a través de la sangre de animales derramada sobre el pueblo (Ex 24), sino con su propia sangre, instrumento perfecto de comunión entre Dios y los hombres.
La celebración eucarística abraza y llena toda la historia dándole un nuevo sentido: hace presente realmente a Jesús en su misterio de amor y de donación en la cruz (pasado); la comunidad, obediente al mandato de su Señor, deberá repetir el gesto de la cena continuamente mientras dure la historia “en memoria mía” (1Cor 11,24) (presente); y lo hará siempre con la expectativa de su regreso glorioso, “hasta que él venga” (1 Cor 11,26) (futuro). El misterio de la institución de la Eucaristía nace del amor de Cristo que se entrega por nosotros y, por tanto, deberá siempre ser vivido y celebrado en el amor y la entrega generosa, a imagen del Señor, sin divisiones ni hipocresías.
El evangelio (Lucas 9,10-17) relata el episodio de la multiplicación de los panes, que aparece con diversos matices también en los otros evangelios (¡dos veces en Marcos!), lo que demuestra no sólo que el evento posee un alto grado de historicidad, sino que también es fundamental para comprender la misión de Jesús.
Jesús está cerca de Betsaida y tiene delante a una gran muchedumbre de gente pobre, enferma, hambrienta. Es a este pueblo marginado y oprimido al que Jesús se dirige, “hablándoles del reino de Dios y sanando a los que lo necesitaban” (v. 11). A continuación Lucas añade un dato importante con el que se introduce el diálogo entre Jesús y los Doce: comienza a atardecer (v. 12). El momento recuerda la invitación de los dos peregrinos que caminaban hacia Emaús precisamente al caer de la tarde: “Quédate con nosotros porque es tarde y está anocheciendo” (Lc 24,29). En los dos episodios la bendición del pan acaece al caer el día.
El diálogo entre Jesús y los Doce pone en evidencia dos perspectivas. Por una parte los apóstoles que quieren enviar a la gente a los pueblos vecinos para que se compren comida, proponen una solución “realista”. En el fondo piensan que está bien dar gratis la predicación pero que es justo que cada cual se preocupe de lo material. La perspectiva de Jesús, en cambio, representa la iniciativa del amor, la gratuidad total y la prueba incuestionable de que el anuncio del reino abarca también la solución a las necesidades materiales de la gente.
Al final del v. 12 nos damos cuenta que todo está ocurriendo en un lugar desértico. Esto recuerda sin duda el camino del pueblo elegido a través del desierto desde Egipto hacia la tierra prometida, época en la que Israel experimentó la misericordia de Dios a través de grandes prodigios, como por ejemplo el don del maná. La actitud de los discípulos recuerda las resistencias y la incredulidad de Israel delante del poder de Dios que se concretiza a través de obras salvadoras en favor del pueblo (Ex 16,3-4).
La respuesta de Jesús: “dadles vosotros de comer” (v. 13) no sólo es provocativa dada la poca cantidad de alimento, sino que sobre todo intenta poner de manifiesto la misión de los discípulos al interior del gesto misericordioso que realizará Jesús. Los discípulos, aquella tarde cerca de Betsaida y a lo largo de toda la historia de la Iglesia, están llamados a colaborar con Jesús preocupándose por conseguir el pan para sus hermanos. Después de que los discípulos acomodan a la gente, Jesús “tomó los cinco panes y los dos peces, levantó los ojos al cielo, pronunció la bendición, los partió y se los iba dando a los discípulos para los distribuyeran entre la gente” (v. 16).
El gesto de “levantar los ojos al cielo” pone en evidencia la actitud orante de Jesús que vive en permanente comunión con el Dios del reino; la bendición (la berajá hebrea) es una oración que al mismo tiempo expresa gratitud y alabanza por el don que se ha recibido o se está por recibir. Es digno de notar que Jesús no bendice los alimentos, pues para él “todos los alimentos son puros” (Mc 7,19), sino que bendice a Dios por ellos reconociéndolo como la fuente de todos los dones y de todos los bienes. El gesto de partir el pan y distribuirlo indiscutiblemente recuerda la última cena de Jesús, en donde el Señor llena de nuevo sentido el pan y el vino de la comida pascual, haciéndolos signo sacramental de su vida y su muerte como dinamismo de amor hasta el extremo por los suyos.
Al final todos quedan saciados y sobran doce canastas (v. 17). El tema de la “saciedad” es típico del tiempo mesiánico. La saciedad es la consecuencia de la acción poderosa de Dios en el tiempo mesiánico (Ex 16,12; Sal 22,27; 78,29; Jer 31,14). Jesús es el gran profeta de los últimos tiempos, que recapitula en sí las grandes acciones de Dios que alimentó a su pueblo en el pasado (Ex 16; 2Re 4,42-44). Los doce canastos que sobran no sólo subraya el exceso del don, sino que también pone en evidencia el papel de “los Doce” como mediadores en la obra de la salvación. Los Doce representan el fundamento de la Iglesia, son como la síntesis y la raíz de la comunidad cristiana, llamada a colaborar activamente a fin de que el don de Jesús pueda alcanzar a todos los seres humanos.
En el texto, como hemos visto, se sobreponen diversos niveles de significado. El milagro realizado por Jesús lo presenta como el profeta de los últimos tiempos. Al mismo tiempo el evento anticipa el gesto realizado por Jesús en la última cena, cuando el Señor dona a la comunidad en el pan y el vino el signo sacramental de su presencia.
Por otra parte, el don del pan en el desierto inaugura el tiempo nuevo de la fraternidad, que prefigura la plenitud de la comunión escatológica en plenitud. Además se pone en evidencia, como hemos señalado antes, el papel esencial de los discípulos de Jesús como mediadores del reino. A través de aquellos que creemos en el Señor debería llegar a todos los hombres el pan que del bienestar material que permite una vida digna de hijos de Dios, el pan de la esperanza y de la gratuidad del amor, y sobre todo el pan de la Palabra y de la Eucaristía, sacramento de la presencia de Jesús y de su amor misericordioso en favor de todos los hombres.
PRIMERA LECTURA.
Génesis 14, 18-20
Sacó pan y vino
En aquellos días, Melquisedec, rey de Salén, sacerdote del Dios altísimo, sacó pan y vino y bendijo a Abrán, diciendo: "Bendito sea Abrán por el Dios altísimo, creador de cielo y tierra; bendito sea el Dios altísimo, que te ha entregado tus enemigos." Y Abrán le dio un décimo de cada cosa.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 109, 1. 2. 3. 4
R/.Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec.
Oráculo del Señor a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies." R.
Desde Sión extenderá el Señor el poder de tu cetro: somete en la batalla a tus enemigos. R.
"Eres príncipe desde el día de tu nacimiento, entre esplendores sagrados;
yo mismo te engendré, como rocío, antes de la aurora." R.
El Señor lo ha jurado y no se arrepiente: "Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec." R.
SEGUNDA LECTURA
1Corintios 11, 23-26
Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor
Hermanos: Yo he recibido una tradición, que procede del Señor y que a mi vez os he transmitido:
Que el Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo, tomó un pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía."
Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía."
Por eso, cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 9, 11b-17
Comieron todos y se saciaron
En aquel tiempo, Jesús se puso a hablar al gentío del reino de Dios y curó a los que lo necesitaban.
Caía la tarde, y los Doce se le acercaron a decirle: "Despide a la gente; que vayan a las aldeas y cortijos de alrededor a buscar alojamiento y comida, porque aquí estamos en descampado."
Él les contestó: "Dadles vosotros de comer."
Ellos replicaron: "No tenemos más que cinco panes y dos peces; a no ser que vayamos a comprar de comer para todo este gentío."
Porque eran unos cinco mil hombres.
Jesús dijo a sus discípulos: "Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta."
Lo hicieron así, y todos se echaron.
Él, tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente. Comieron todos y se saciaron, y cogieron las sobras: doce cestos.
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Génesis 14,18-20
Podría ser útil señalar que la breve introducción litúrgica a esta perícopa inserta el encuentro entre Abrán y la misteriosa figura de Melquisedec dentro de los acontecimientos de Génesis 14. El autor de este capítulo une Abrán a la historia de los grandes reinos de oriente (cf. Vv. 1-12): Lot ha sido hecho prisionero en una de las batallas por la supremacía sobre el territorio, y sólo Abrán, pariente suyo, consigue liberarle y recuperar el botín sustraído al rey de Sodoma, que por ello querrá mostrare agradecido a Abrán por el desenlace de esta empresa (cf. Vv. 13-16.21-24).
De modo semejante, tiene también lugar el encuentro con un sacerdote que no es asimilable a ninguna institución israelita: Melquisedec, rey de Salem. Esta figura ha sido interpretada por la tradición de varios modos: como figura del rey David (cf. Sal 110) —y por consiguiente del Mesías— y, no en último lugar, como figura del sacerdocio de Cristo, que supera el sacerdocio levítico (cf. Heb 5—7). Es probable que se trate, en realidad, de una transcripción mítica de la figura del sumo sacerdote en el período siguiente al exilio y tome de él todas las prerrogativas (reales y sacerdotales). Para quedarnos en el fragmento que se nos propone hoy, vale la pena detenernos en dos gestos que éste realiza. En primer lugar, la ofrenda del pan y el vino. Con ello realiza un rito que tiene un significado particular en el interior de la fenomenología de las religiones. Si el gesto de la ofrenda significa gratitud al «Dios altísimo» (v. 18) por la riqueza de los dones de la tierra y por el alimento que ella pone a disposición de la humanidad, al mismo tiempo se convierte en una invitación dirigida a la divinidad para que participe en un banquete de comunión, a fin de compartir los productos de la creación: el pan como signo de fuerza y el vino como signo de alegría.
En segundo lugar, la bendición. La bendición bíblica no es un gesto de hechicería, un augurio de benevolencia, una promesa vacía: bendecir pretende significar una palabra eficaz que lleva salvación y paz a quien es bendecido. Para Abrán, ser bendecido es convertirse en un gran pueblo, tener un nombre grande y una gran descendencia en todas las familias de la tierra (cf. Gn 12,1-3). A partir de ahí se comprende que la fuente de la bendición sólo puede ser la Palabra eficaz de Dios; sólo de Dios puede partir la bendición. Con la fuerza de esta bendición, el que ha sido bendecido por Dios puede, a su vez bendecir a Dios, para llevar de nuevo a él su propia existencia (cf. este doble valor de la bendición en los vv. 19ss o, en el Nuevo Testamento, en Ef. 3,3). De este modo, ofrenda y bendición, comunión y salvación, vienen a formar una unidad entre ellas, convirtiéndose en signo del cumplimiento de las promesas.
Comentario del Salmo 109.
Ciudad del Vaticano, 26 de noviembre de 2003. Publicamos las palabras que pronunció Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles en la que meditó sobre el Salmo 109, «El mesías, rey y sacerdote».
1. Hemos escuchado uno de los Salmos más famosos en la historia de la cristiandad. El Salmo 109, que la Liturgia de las Vísperas nos propone cada domingo, es citado repetidamente por el Nuevo Testamento. De manera particular se aplican a Cristo los versículos 1 y 4, siguiendo la antigua tradición judía, que había transformado este himno de canto real davídico en Salmo mesiánico.
La popularidad de esta oración se debe también a su recitación constante en las Vísperas del domingo. Por este motivo, el Salmo 109, en la versión latina de la «Vulgata», ha sido objeto de numerosas y espléndidas composiciones musicales que han salpicado la historia de la cultura occidental. La liturgia, según la praxis elegida por el Concilio Vaticano II, ha recortado del texto original hebreo del Salmo, que por cierto sólo tiene 63 palabras, el violento versículo 6. Recalca la tonalidad de los «Salmos de imprecación» y describe al rey judío cuando avanza en una especie de campaña militar, aplastando a sus adversarios y juzgando a las naciones.
2. Dado que tendremos la oportunidad de volver a meditar en otras ocasiones sobre este Salmo, por el frecuente uso que hace de él la Liturgia, nos contentaremos por el momento con ofrecer una mirada de conjunto.
En él se pueden distinguir con claridad dos partes. La primera (Cf. versículos 1-3) contiene un oráculo dirigido por Dios a quien el Salmista llama «mi Señor», es decir, al rey de Jerusalén. El oráculo proclama la entronización del descendiente de David «a la derecha» de Dios. El Señor, de hecho, se le dirige con estas palabras: «siéntate a mi derecha» (versículo 1). Probablemente nos encontramos ante la referencia a un rito, según el cual, el elegido se sentaba a la derecha del Arca de la Alianza para recibir el poder de gobierno del rey supremo de Israel, es decir, del Señor.
3. Como telón de fondo se perciben fuerzas hostiles, neutralizadas por una conquista victoriosa: los enemigos son representados a los pies del soberano, que camina solemnemente entre ellos, rigiendo el cetro de su autoridad (Cf. versículos 1-2). Ciertamente es el reflejo de una situación política concreta, que se daba en los momentos del paso de poder de un rey a otro, con la rebelión de algunos subalternos y con intentos de conquista. Pero el texto hace referencia a un enfrentamiento de carácter general entre el proyecto de Dios, que actúa a través de su elegido, y los designios de quienes quisieran afirmar un poder hostil y prevaricador. Se da el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal, que tiene lugar en las vicisitudes históricas, a través de las cuales Dios se manifiesta y nos habla.
4. La segunda parte del Salmo contiene, sin embargo, un oráculo sacerdotal, que también tiene por protagonista al rey davídico (Cf. versículos 4-7). Garantizada por un solemne juramento divino, la dignidad real abarca también la sacerdotal. La referencia a Melquisedec, rey-sacerdote de Salem, es decir, la antigua Jerusalén (Cf. Génesis 14), busca justificar quizá el sacerdocio particular del rey junto al sacerdocio oficial levítico del templo de Sión. Es sabido, además, que la Carta a los Hebreos se basará precisamente en este oráculo --«Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Salmo 109, 4)-- para ilustrar el perfecto y particular sacerdocio de Jesucristo.
Examinaremos después más a fondo el Salmo 109, con un análisis de cada uno de los versículos.
5. Como conclusión, sin embargo, queremos volver a leer el versículo inicial del Salmo con el oráculo divino: «siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies». Lo haremos con Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en su Sermón sobre Pentecostés hace este comentario: «Según nuestra costumbre, el trono se ofrece a quien, tras haber realizado una empresa, al llegar vencedor, merece sentarse en un puesto de honor. Del mismo modo, el hombre Jesucristo, al vencer con su pasión al diablo, abriendo con su resurrección los reinos bajo tierra, llegando victorioso al cielo, al haber realizado una empresa, escucha de Dios Padre esta invitación: "Siéntate a mi derecha". No hay por qué sorprenderse por el hecho de que el Padre le ofrezca el trono al hijo, que por naturaleza es de la misma sustancia del Padre... El Hijo se sienta a la derecha porque, según el Evangelio, están las ovejas, mientras que a la izquierda están los cabritos. Es necesario, por tanto, que el primer Cordero esté en el lugar de las ovejas y que su Cabeza inmaculada tome posesión con anticipación del lugar destinado al rebaño inmaculado que le seguirá»
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, se leyó esta síntesis de la intervención del Papa y después el pontífice pronunció su saludo a los fieles en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas: La primera parte de este famoso salmo que hemos escuchado se refiere a la entronización del Elegido a la derecha del Señor. Con su poder se podrá someter a los enemigos del bien y llevar a cabo los designios divinos de salvación.
En la segunda parte se añade el juramento solemne de Dios, que otorga al Elegido la dignidad real y la sacerdotal, no vinculada a pretensión alguna por parte del ser humano.
Por el sentido mesiánico, que ya desde antiguo tuvo este Salmo, el cristianismo lo ha aplicado a Cristo, sentado a la derecha del Padre, que por su misterio pascual es vencedor de todo mal y mediador verdaderamente único para toda la humanidad.
Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 11,23-26
La interpretación de la eucaristía que Pablo nos ofrece es muy antigua. Los verbos empleados —“transmitir”, “recibir” (cf. v. 23) — pretenden ser la garantía de que las palabras que el fragmento conecta con el Señor Jesús son auténticas: se trata, en efecto, de términos usados para describir la enseñanza rabínica, que estaba sometida a unas reglas de transmisión precisas (cf. también 1 Cor 15,3). Precisamente, esta cadena ininterrumpida de tradición es lo que permite interpretar a Pablo con autoridad la cena eucarística frente a la comunidad de Corinto.
Esta vivaz comunidad, en efecto, participaba en la cena eucarística sin plantearse la pregunta del significado real de la misma. Esta se había convertido en un momento de simple fiesta y encuentro, sin conexión con la historia de Jesús (cf. w. 18-21). Precisamente, esta conexión es lo que Pablo pretende subrayar con su intervención.
Desde esta perspectiva, la cena cristiana se convierte en memorial de una historia: la historia del Maestro de Nazaret, que, en el momento de la “entrega” (cf. v. 23; Lc 22,1-6.22.48 y passim), compartió con los suyos un banquete de comunión y, ofreciendo pan y vino en la cena, interpretó su propia historia como el comienzo de una nueva alianza entre Dios y su pueblo (v. 25). Las palabras de Jesús están dotadas de un vigoroso realismo, hasta tal punto que el recuerdo no se queda simplemente en el pasado, sino que entra en el presente para transformarlo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía» (v. 25). El comentario final a nuestro fragmento retorna exactamente esta sugerencia: la cena eucarística se convierte en anuncio de la eficacia de la muerte y de la resurrección de Jesús en toda la historia: pasada, presente y futura.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,11b-17
A diferencia de los otros evangelios sinópticos (cf. Mt 14,13-21; 15,32-39; Mc 6,30-44; 8,1-10), Lucas presenta una sola vez la escena de la multiplicación de los panes, y hace una síntesis magistral de ella, leyéndola desde diferentes puntos de vista.
En primer lugar, interpreta el milagro en sentido escatológico: éste forma parte de la realización de las promesas de Dios en la historia de su pueblo. Los profetas del Antiguo Testamento ya habían tenido la posibilidad de multiplicar el alimento para las personas que lo necesitaban (cf. 2 Re 4,42-44); la escena evangélica pone de relieve que el gesto realizado por Jesús no sólo recupera aquellos acontecimientos, sino que los perfecciona con un incremento casi en progresión geométrica (cf. por ejemplo, las «cien personas» de 2 Re 4,43 comparadas con los cien grupos de cincuenta personas de nuestro texto: v. 14). Lo bueno que pasó en el pasado tiene lugar ahora de manera perfecta.
Por otra parte, aparece una interpretación eclesial. Los discípulos se dan cuenta de la necesidad de la muchedumbre y se convierten en mediadores respecto al Maestro, pensando en salir del trance con poco gasto (cf. la reacción de los discípulos en él v. 13: evidentemente, un argumento por reducción al absurdo). Jesús, sin embargo, parte de otro razonamiento: de la sencillez del anuncio evangélico en el interior de la situación concreta: «Dadles vosotros de comer» (v. 13). El había sido, efectivamente, el primero en acoger a las muchedumbres cuando, mientras buscaba un lugar para retirarse, le siguieron casi importunándole (cf. v. 10ss): «Jesús acogió a las muchedumbres y estuvo hablándoles del Reino de Dios y curando a los que lo necesitaban» (v. 11). El milagro de la multiplicación de los panes y de los peces prosigue esta óptica: no se trata de organizar a una muchedumbre o de obtener grandes efectos, sino de salir al encuentro en primera persona de las necesidades reales de la historia, de ponerse al servicio del crecimiento global de la humanidad en cada uno.
Por último, podemos señalar cómo subraya Lucas la lectura eucarística de este milagro: el día, que comienza a declinar (v. 12), recuerda al lector la noche del encuentro entre los discípulos de Emaús y el Resucitado (cf. Lc 24,29); la secuencia de las acciones realizadas (v. 16) corresponde a la descripción de la cena de Emaús (cf. 24,30); el compartir el pan y los peces está ligado directamente con el ministerio de Jesús (véase la apertura de la perícopa) y con el recuerdo de la pasión (cf. 9,18ss). De este modo, también la celebración eucarística adquiere todo su significado de «memorial» a partir de las palabras y las acciones de Jesús y se convierte en “bendición” dentro de la historia de la comunidad que se pone a seguir al Salvador.
Estamos leyendo unos fragmentos bíblicos en el marco de una fiesta particular que pone en el centro de la reflexión de la comunidad de los creyentes y también de todo el mundo un signo concreto. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué dedicamos un domingo a reflexionar sobre el significado de la eucaristía? ¿Por qué mostramos a todos este «secreto» nuestro como el centro de nuestra vida cristiana? Es menester que intentemos ofrecer una respuesta a estas preguntas a la luz de la palabra de Dios que hemos leído.
De entrada, diremos que el signo del pan y del vino eucarísticos constituye el centro de nuestra vida cristiana porque salvan nuestro pasado. Conectan nuestra historia con una historia «diferente», con la historia de un hombre que pasó en medio de su gente y anunció con obras y palabras la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Conectan nuestra historia, nuestro pan y nuestro vino de ayer con una persona que nos ha dado, finalmente, una palabra verdadera, atestiguando con su propia vida y su propia muerte el valor de la verdad. Unen nuestra historia con un hombre que ha salvado su propio momento de vida, manifestando de este modo que era Hijo de Dios.
Ahora bien, eso no basta. El pan y el vino de la eucaristía hablan también de salvación para nuestro presente. Precisamente, mientras acogemos en nuestra vida ese pan y ese vino, nos damos cuenta de un amor que nos sostiene, nos damos cuenta de que nuestra vida tiene un fundamento, un alimento, la posibilidad de ser y de existir; de que se convierte en encuentro real con nuestro sueño de siempre, un encuentro hecho de amor y de comunión, de paz y de bendición: compartir el pan y el vino en la misma mesa es el gran signo que nos permite comprender cómo la bendición de Dios continúa hoy en nuestra historia, en nuestro pan y en nuestro vino de hoy.
Por último, el pan y el vino salvan también nuestro futuro: nuestra historia no encuentra ya un cielo cerrado encima de ella; nuestra jornada ya no se extiende simplemente entre una aurora y un ocaso; nuestra vida ya no es algo que transcurre con angustia entre un nacimiento y una muerte. Cuando caemos en la cuenta de que nuestra historia, nuestro pan y nuestro futuro de mañana son este cuerpo y esta sangre, cuando, al renovar el gesto de Jesús, anunciamos su retorno, cuando el pan de cada día se vuelve frente a nosotros el pan del futuro, podemos aferrar el anuncio que nos dice que la Palabra inaudita se dice precisamente en nuestro día y, con él, la bendición de nuestro camino.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,11b-17, para nuestros Mayores. Comieron todos y se saciaron.
Celebramos una fiesta que debe ser muy entrañable a nuestros corazones, porque es la fiesta del grandísimo don que nos hizo Jesús antes de su pasión. La generosidad del Señor se manifiesta en el evangelio de hoy, y todavía más en la segunda lectura, que cuenta la última Cena. La primera lectura, tomada del libro del Génesis, nos proporciona una luz complementaria sobre este profundo misterio.
En el evangelio apreciamos la generosidad de Jesús. Es mucha la gente que le ha seguido para escuchar su palabra y pedirle que cure a sus enfermos. El día empieza a declinar, y la gente tiene hambre. Dada la situación, los discípulos le proponen a Jesús una solución realista, plena de sentido común: piensan que ha llegado el momento de despedir a la muchedumbre, a fin de que se vaya a los pueblos de alrededor en busca de alimento y alojamiento.
Sin embargo, Jesús les propone una solución completamente distinta; dice a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Los discípulos señalan a Jesús que es imposible encontrar el alimento suficiente para tanta gente: sólo tienen cinco panes y dos peces. Pero Jesús les ordena: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta». A continuación, coge con sus manos el poco alimento del que dispone y se pone en relación con el Padre celestial —levanta los ojos al cielo y pronuncia la bendición—, y así abre el camino para la multiplicación de los panes. Después, parte los cinco panes, los da a los discípulos, para que los distribuyan a la gente. Así, todos pudieron comer hasta saciarse.
Este milagro manifiesta el poder de Jesús y, al mismo tiempo, su generosidad. Todo viene de su unión con el Padre: Jesús levanta los ojos al cielo y pronuncia la bendición, porque «toda dádiva buena y todo don perfecto baja del cielo, del Padre de los astros», como dice Santiago (1,17). Jesús está unido siempre al Padre con un amor agradecido, filial; por eso puede realizar milagros.
Sin embargo, este episodio es, en realidad, un episodio profético, que anuncia otra multiplicación: la del pan eucarístico, que constituye una manifestación mucho más importante de la generosidad del corazón de Jesús. Al decir a sus discípulos «Haced esto en memoria mía» (Lucas 22,19 y par.; 1 Corintios 11,24), Jesús abrió el camino para la multiplicación del pan eucarístico.
Pablo nos cuenta en la segunda lectura la institución de la Eucaristía en la Última Cena. El comienzo del fragmento, «El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo...», nos recuerda las circunstancias dolorosas e injustas en que Jesús instituyó la Eucaristía. Sabe que va a ser entregado. Sabemos por los evangelios que ya lo había anunciado explícitamente: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar, uno que come conmigo» (Marcos 14,18 y par.). Ahora, consciente de toda su pasión como consecuencia de la entrega y, por consiguiente, de todos los sufrimientos y humillaciones que deberá padecer, Jesús los asume por anticipado y los convierte en ocasión de una entrega completa de sí mismo. Es decir, toma por anticipado el elemento de ruptura (la entrega, el sufrimiento, la muerte) para transformarlo en elemento de alianza. Tomando la copa, dice: «Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre».
Se trata de una transformación extraordinaria, de una transformación que manifiesta toda la generosidad del corazón de Jesús. El tuvo la capacidad de apoyarse en las circunstancias más contrarias y dolorosas para ir hasta el extremo del amor. Dar el propio cuerpo y la propia sangre es un exceso de amor, que nosotros nunca podremos comprender de manera suficiente. Cuando recibimos la Comunión, recibimos en nosotros el mismo dinamismo de amor que Jesús manifestó en la Última Cena. En consecuencia, también nosotros debemos ser capaces de apoyarnos en las injusticias, las ofensas, todo lo que es contrario al amor, para obtener la victoria sobre la muerte, en unión con Cristo.
La Eucaristía tiene la finalidad de introducirnos en el reino del amor y de hacernos capaces de vencer en cualquier circunstancia, incluso en las más injustas, dolorosas y humillantes. La alegría de Jesús estará en nuestros corazones si estamos unidos a él en su misterio eucarístico. La primera lectura nos ofrece una luz complementaria. Nos presenta el episodio en que Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Existe, por tanto, una relación entre este episodio del libro del Génesis y la institución eucarística, en la que Jesús ofrece también el pan y el vino. En este episodio podemos señalar también otro detalle: Melquisedec es sacerdote del Dios altísimo. Poniendo este elemento en relación con la institución de la Eucaristía, podemos comprender que Jesús se comportara en la Última Cena como un sacerdote.
En realidad, ofreció un sacrificio, el sacrificio más perfecto que pueda haber. Aceptó que su cuerpo y su sangre fueran inmolados para propagar el amor de Dios por todo el mundo, para vencer a la muerte, al pecado, y brindar a todos los hombres la posibilidad de avanzar victoriosamente en la misma dirección. El sacrificio de Jesús es el más perfecto que pueda haber. Las inmolaciones de animales eran sacrificios imperfectos, en la medida en que los animales carecen de conciencia. El sacrificio de un animal implicaba, a buen seguro, una pérdida para su propietario, y en este sentido se puede hablar de «sacrificio»; pero desde el punto de vista de la mediación con Dios, no tenía ningún valor real.
El sacrificio de Cristo, en cambio, tiene un valor real de mediación, de fundación de la nueva alianza. Nos pone en relación con Dios y con los hermanos de un modo insuperable. Acojamos en nosotros este don magnífico del Señor, esta manifestación de su infinita generosidad. Acojámoslo con agradecimiento, pero implicando también nuestra generosidad. En efecto, no se trata de recibir la Eucaristía de un modo pasivo, sino también activo. Debemos aceptar que su dinamismo transforme toda nuestra vida en una ofrenda generosa a Dios por el bien de nuestros hermanos.
Comentario del Santo Evangelio: (Lc 9,11b-17), de Joven para Joven. Vida y comunión con Dios
En su evangelio, Lucas presenta con frecuencia a Jesús aceptando la invitación a un banquete, hablando del banquete en sus parábolas o invitando él mismo al banquete. El banquete tiene una gran importancia en la obra de Jesús. El primer personaje que invita a Jesús es el publicano Leví. En su casa, Jesús se sienta a la mesa con publicanos y pecadores, suscita la indignación de los fariseos y declara que no ha venido para rechazar a los pecadores, sino para llamarlos a la conversión (5,28-32). El último personaje con quien Jesús se sienta a la mesa, siendo él quien se invita, es el publicano Zaqueo. También a Zaqueo le lleva Jesús la salvación: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (19,10). Entre estos dos encuentros, Jesús es invitado algunas veces por fariseos (7,36; 11,37; 14,1). En estos casos, el banquete es una ocasión para discutir sobre sus puntos de vista tan diversos. Respecto al banquete en el reino de Dios, Jesús narra la parábola de la invitación a una gran cena (14,15.24). Pero Jesús invita además al banquete. Hace preparar el banquete pascual y celebra la Pascua con sus doce apóstoles, insertando en este contexto la Eucaristía: en el pan da a los apóstoles su cuerpo, que es entregado por ellos; en el vino les da su sangre, que es derramada por ellos (22,19-20). También en la cena con los dos discípulos de Emaús es Jesús quien preside el banquete, parte el pan y lo distribuye (24,30.35). La multiplicación de los panes para los cinco mil en el desierto es igualmente un banquete vespertino, en el que Jesús hace de anfitrión y se reserva la presidencia.
Los doce apóstoles, que acaban de regresar de su primera misión (9,1-6.10), conocen perfectamente lo que los hombres necesitan. Proponen a Jesús que los despida, para que se dispersen y busquen comida y alojamiento en las aldeas vecinas. Es ciertamente hermoso constatar la gran fuerza de atracción que Jesús tiene, reuniendo en torno a sí a tantos hombres que acuden a él para escuchar su mensaje sobre el reino de Dios y ser curados de sus males. Pero los discípulos saben que todo hombre tiene necesidad primordial de alimento. Lo quiera o no, el hombre depende del alimento; si desea sobrevivir, debe buscar algo que pueda comer. A esta necesidad básica responde también la primera tentación del diablo a Jesús: para que pudiera saciar su hambre, le invita a transformar una piedra en un trozo de pan. Ya en esta ocasión declara Jesús que el hombre no debe dejarse dominar por esta necesidad primaria y que su vida tiene otra dimensión: «No sólo de pan vive el hombre» (4,4). Esta necesidad tiene igualmente un significado fundamental para la relación entre los hombres, para la guerra y la paz. La necesidad puede impulsarlos a trabajar unidos, a ocuparse en común de la producción de alimentos y a gozar de la comida en un banquete compartido. Pero puede impulsarlos también a luchar entre sí por el alimento, a perseguir e incluso a exterminar al otro por razón de la tierra, del agua o de los elementos básicos para la subsistencia.
Jesús está de acuerdo con los Doce en que los hombres necesitan comer. Pero, en lugar de aceptar su propuesta, les encomienda una tarea: «Dadles vosotros de comer» (9,13). Los Doce ven sólo la posibilidad de ir ellos mismos, en lugar de la muchedumbre, a comprar la comida. A partir de aquí, una vez que las posibilidades humanas han quedado esclarecidas, Jesús es quien lo determina todo, aunque contando en todo momento con el servicio de sus discípulos. Ellos han de preocuparse de que los hombres no sigan formando una gran masa, sino que se reúnan en grupos de cincuenta, dispuestos como para un banquete. Jesús actúa después como el padre de la casa: da gracias a Dios creador, de quien proviene toda vida y también todo alimento, y parte los cinco panes que hay allí. Pero de nuevo pide la colaboración de los discípulos. Recibiendo de él los trozos de pan, ellos son los que deben repartirlos entre todos los presentes. Jesús les capacita para llevar a cabo la tarea encomendada: «Dadles vosotros mismos de comer». Igual que en el futuro han de anunciar el mensaje de Jesús, así han de transmitir también a los hombres la Eucaristía.
El efecto de lo que los discípulos hacen por encargo de Jesús se refleja en el resultado: además de quedar todos saciados, se recogen doce cestos de pan con las sobras. Jesús se ha preocupado de la necesidad básica del alimento, dándolo de manera sobreabundante, y ha hecho de aquella muchedumbre de personas una comunidad grande, unida en amistad y rebosante de alegría. En otras ocasiones, Jesús ha curado a enfermos concretos y los ha librado de su sufrimiento. Ha mostrado que es sensible a las necesidades de los hombres, que quiere ayudarlos y curarlos y que tiene poder para llevar a cabo su propósito. Pero no son las enfermedades corporales las que constituyen el mayor mal de los hombres, sino la ruptura de su relación con Dios. Por eso dice Jesús al paralítico antes de curarlo: «Tus pecados te son perdonados» (5,20). La misión, la tarea específica de Jesús, no es otra que la de reconducir a los hombres a Dios, la de reconciliarlos con él. En la comunión con Dios se les otorga la plena salvación. Las curaciones de enfermos son signos de esta tarea fundamental de Jesús.
En el gran banquete, Jesús no se preocupa ya de cada uno de los hombres en particular. Como en su mensaje y en su enseñanza, él se dirige a toda la muchedumbre. Tiene poder para socorrer las necesidades de la muchedumbre y hacer de ella una gran comunidad. Su deseo es que estos hombres puedan vivir, y que puedan vivir en la paz y la amistad. Por eso erige a sus discípulos en ayudantes e intermediarios. Su don llega al pueblo por medio de ellos. La actuación de Jesús es de nuevo un signo. El no tiene la misión de ofrecer continuamente a los hombres pan para la vida terrena. El objetivo de su misión es la comunión de los hombres con Dios. Sólo en la unión vital con Dios reciben ellos la vida verdadera, la vida que no acaba. Y si viven esta unión con Dios, entonces forman entre sí una comunidad fraterna. El gran banquete manifiesta que Jesús puede mostrar el camino hacia esta comunión con Dios y que puede dar esta comunión. Quien se acerca a él, quien escucha su mensaje sobre el reino de Dios, quien vive según sus enseñanzas, quien cree en él y está vitalmente unido a él, este recibe como don suyo la comunión con Dios. La misión de los discípulos es la de vivir en comunión con Jesús, dejándose guiar por sus instrucciones y conduciendo así a los hombres hacia él.
Lo que el gran banquete anuncia, se confirma y se mantiene continuamente presente y vivo en la Eucaristía. En el centro de la Eucaristía está la comunión con Jesús como camino hacia la plenitud de vida, hacia la comunión con Dios. En el pan y en el vino, Jesús da a sus discípulos su cuerpo y su sangre (22,19-20), es decir, a sí mismo. Es el cuerpo que ha dado y la sangre que ha derramado; es Jesús, que ofrece la propia vida para reconciliar a los hombres con Dios y otorgarles la comunión con Dios. Cuando en el pan comen su cuerpo y en el vino beben su sangre, ellos quedan unidos a él del modo más íntimo posible y obtienen de él la vida, la comunión con Dios. Asignando a los discípulos el encargo de hacer aquello en memoria suya (22,19), Jesús les dice que la Eucaristía ha de acompañar siempre, durante todo el tiempo de la Iglesia, tanto a ellos como a todos los que ellos introduzcan en el seguimiento de Jesús.
La Eucaristía da la comunión con Jesús y con Dios no de un modo visible, sino en la fe. Pero Jesús ha anunciado también el banquete en el reino de Dios (22,16.18). Allí se realizará plenamente lo que ha indicado en el gran banquete y ha dado en la Eucaristía. Quien resucita con Jesús, vivirá con él en comunión con Dios Padre y experimentará así la plenitud de la vida.
Elevación Espiritual para este día.
Cristo libera a los esclavos y los hace hijos de Dios porque, al ser él mismo hijo y libre de todo pecado, los hace partícipes de su cuerpo, de su sangre, de su espíritu y de todo lo que es suyo. De este modo, recrea, libera y diviniza, fundiendo su mismo ser con el nuestro: intacto, libre y verdaderamente Dios. Así, el sagrado convite hace de Cristo, que es la verdadera justicia, un bien nuestro, más aún de lo que son nuestros los bienes de la naturaleza; de modo que nos gloriemos de lo que es suyo, nos complazcamos en sus empresas como si fueran nuestras y, por último, tomemos de ellas el nombre, si custodiamos la comunión con él.
Si llamamos enfermedad y curación a lo que nos sucede, él no sólo va al enfermo, se digna mirarle, tocarle y hacer por él personalmente todo lo necesario para la cura, sino que él mismo se convierte en fármaco, en dieta y en todo cuanto puede contribuir a la salud. Si, en cambio, se habla de nueva creación, es él quien con su ser y con su carne renueva lo que falta, es él quien sustituye a nuestro ser corrupto.
Reflexión Espiritual para el día.
El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde en el pueblo de Dios se escucha la Escritura cuya exégesis mesiánica nos proporcionó Jesús, y, por consiguiente, allí donde se respeta la Escritura y se obedece su Palabra, que encuentra su expresión actual en la asamblea de la comunidad. Eso significa: allí donde se vive la vida cotidiana bajo el lema de la voluntad de Dios.
El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde se celebra el banquete mesiánico, al que Jesús quiso invitarnos precisamente a todos, a los justos y a los pecadores, a los sanos y a los enfermos, a los invitados de la primera hora y los que tardan en llegar, es decir, allí donde se ha hecho posible, a continuación, la integración y la unanimidad de aquellos que quieren ponerse al servicio de la construcción del pueblo de Dios. Eso significa: allí donde al convivium, o sea, al banquete de la eucaristía, le corresponde de nuevo el convivir, o sea, la convivencia de los creyentes que precede y sigue a la eucaristía, y encuentra su síntesis festiva en la celebración de semana en semana, de una fiesta a la otra.
El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde se vuelve vital la fe en que el hombre no vive sólo de pan, sino que vive, en primer lugar, de la Palabra de Dios, de su promesa y de la voluntad de aquel que se ha creado un pueblo al que debe llevar a una tierra que mano leche y miel. Eso significa que el milagro tiene lugar asimismo allí donde los creyentes se atreven a dar pruebas de su propia fe y a ponerla a prueba.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Abraham y Melquisedec.
Abraham yMelquisedec. La bendición de Melquisedec para el Dios de Abraham y para éste recurren en el epílogo de un informe bélico, recógido en Gén 14. Este capítulo resulta extraño en el conjunto de las tradiciones abrahamíticas. No se ve claro su objetivo. Tal vez sea el de situar al patriarca en la historia general de su tiempo.
Los nombres de los cuatro reyes y su invasión del valle del Jordán no tienen eco en la Biblia ni, hoy por hoy, fuera de ella. Si es un recuerdo legendarizado de la invasión aramea en Canaán, tendría, en efecto, que ver con los patriarcas, que vienen de Mesopotamia en esos movimientos. Pero la soledad del dato hace que carezca de interés para situar a Abraham en la historia. Por lo demás, a Abraham se refiere sólo de rechazo, en cuanto que se ve comprometido a defender a Lot. Se dice que Abraham mueve su gente desde el sur hacia el norte y que rescata a su sobrino. Con ocasión de ese movimiento pasa por Salem (Jerusalem) y se encuentra con Melquisedec, su rey y sacerdote del Altísimo.
Si el interés histórico del capítulo es insignificante, el interés pragmático y teológico, sobre todo de su epílogo, resulta más patente. Israel destaca ahí rasgos de la persona de su primer antepasado: su valentía de guerrero, su compromiso con los suyos, su generosidad al rehusar la parte que le pertenece del botín. Quizá ese detalle quiere aclarar que los bienes de Abraham no son don de los cananeos, sino bendición de Dios. Pero el interés primordial del episodio está indudablemente en fijar precedentes de relación con Jerusalén, el lugar santo en donde se venera al Dios Altísimo.
La teología jerosolimitana y davídica proyectó sus raíces hacia atrás, en ese paso de Abraham por la ciudad. En ella recibe hospitalidad y la bendición de su rey-sacerdote. El significado de Jerusalén para Israel, la capital religiosa y política desde los días de David, explica el interés por esos precedentes. El hecho de que se los cree de artificio se trasluce en el lenguaje un tanto enigmático con que se presenta elepisodio. Pero la creación no fuerza los datos más allá 1e lo verosímil.
Históricamente verosímil es la figura de Melquisedec, cuyo nombre coincide con la onomástica de reyes jerosolimitanos atestiguada en las cartas de El-Amarna. El nombre divino El-Elión es, efectivamente, el nombre del Dios venerado en esa ciudad de los jebuseos. Al ser asumido por Israel, ese nombre deviene un apelativo de Yavé, el Dios Altísimo. En el relato se lo encuentra en la ambivalencia: es el Dios alabado por Melquisedec, su sacerdote, y es también el Dios que protege a Abraham. Este hace suya la alabanza de aquél.
La actitud de Abraham ante el rey-sacerdote cananeo es amistosa, como lo es también a la inversa. El gesto de la oferta de pan y vino es gesto de hospitalidad y ofrenda al que vuelve de la batalla; lo es también para los hombres de Abraham, y éste la recibe para ellos. Abraham, por su parte, paga a Melquisedec el diezmo, lo cual significa que reconoce su sacerdocio. Las circunstancias de la conquista de Jerusalén por David, la asimilación de su población y posiblemente la aceptación del sacerdote jebuseo Sadot como sacerdote de Yavé son razones de la actitud ante esos cananeos, tan diversa de la atestiguada en otros relatos.
El episodio funda sobre lejanos precedentes la sacralidad de Jerusalén, un lugar que fuera de ahí no tiene legitimación, como otros lugares santos, en una manifestación de Dios a los patriarcas. Melquisedec es quizá recordado en el Salmo 110. Pero lo es, sobre todo, en Heb 7, 1-17, para fundamentar un desarrollo teológico del sacerdocio de Cristo. Si, con todo, Melquisedec es un desconocido, su gesto y su bendición son significativos +
Podría ser útil señalar que la breve introducción litúrgica a esta perícopa inserta el encuentro entre Abrán y la misteriosa figura de Melquisedec dentro de los acontecimientos de Génesis 14. El autor de este capítulo une Abrán a la historia de los grandes reinos de oriente (cf. Vv. 1-12): Lot ha sido hecho prisionero en una de las batallas por la supremacía sobre el territorio, y sólo Abrán, pariente suyo, consigue liberarle y recuperar el botín sustraído al rey de Sodoma, que por ello querrá mostrare agradecido a Abrán por el desenlace de esta empresa (cf. Vv. 13-16.21-24).
De modo semejante, tiene también lugar el encuentro con un sacerdote que no es asimilable a ninguna institución israelita: Melquisedec, rey de Salem. Esta figura ha sido interpretada por la tradición de varios modos: como figura del rey David (cf. Sal 110) —y por consiguiente del Mesías— y, no en último lugar, como figura del sacerdocio de Cristo, que supera el sacerdocio levítico (cf. Heb 5—7). Es probable que se trate, en realidad, de una transcripción mítica de la figura del sumo sacerdote en el período siguiente al exilio y tome de él todas las prerrogativas (reales y sacerdotales). Para quedarnos en el fragmento que se nos propone hoy, vale la pena detenernos en dos gestos que éste realiza. En primer lugar, la ofrenda del pan y el vino. Con ello realiza un rito que tiene un significado particular en el interior de la fenomenología de las religiones. Si el gesto de la ofrenda significa gratitud al «Dios altísimo» (v. 18) por la riqueza de los dones de la tierra y por el alimento que ella pone a disposición de la humanidad, al mismo tiempo se convierte en una invitación dirigida a la divinidad para que participe en un banquete de comunión, a fin de compartir los productos de la creación: el pan como signo de fuerza y el vino como signo de alegría.
En segundo lugar, la bendición. La bendición bíblica no es un gesto de hechicería, un augurio de benevolencia, una promesa vacía: bendecir pretende significar una palabra eficaz que lleva salvación y paz a quien es bendecido. Para Abrán, ser bendecido es convertirse en un gran pueblo, tener un nombre grande y una gran descendencia en todas las familias de la tierra (cf. Gn 12,1-3). A partir de ahí se comprende que la fuente de la bendición sólo puede ser la Palabra eficaz de Dios; sólo de Dios puede partir la bendición. Con la fuerza de esta bendición, el que ha sido bendecido por Dios puede, a su vez bendecir a Dios, para llevar de nuevo a él su propia existencia (cf. este doble valor de la bendición en los vv. 19ss o, en el Nuevo Testamento, en Ef. 3,3). De este modo, ofrenda y bendición, comunión y salvación, vienen a formar una unidad entre ellas, convirtiéndose en signo del cumplimiento de las promesas.
Comentario del Salmo 109.
Ciudad del Vaticano, 26 de noviembre de 2003. Publicamos las palabras que pronunció Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles en la que meditó sobre el Salmo 109, «El mesías, rey y sacerdote».
1. Hemos escuchado uno de los Salmos más famosos en la historia de la cristiandad. El Salmo 109, que la Liturgia de las Vísperas nos propone cada domingo, es citado repetidamente por el Nuevo Testamento. De manera particular se aplican a Cristo los versículos 1 y 4, siguiendo la antigua tradición judía, que había transformado este himno de canto real davídico en Salmo mesiánico.
La popularidad de esta oración se debe también a su recitación constante en las Vísperas del domingo. Por este motivo, el Salmo 109, en la versión latina de la «Vulgata», ha sido objeto de numerosas y espléndidas composiciones musicales que han salpicado la historia de la cultura occidental. La liturgia, según la praxis elegida por el Concilio Vaticano II, ha recortado del texto original hebreo del Salmo, que por cierto sólo tiene 63 palabras, el violento versículo 6. Recalca la tonalidad de los «Salmos de imprecación» y describe al rey judío cuando avanza en una especie de campaña militar, aplastando a sus adversarios y juzgando a las naciones.
2. Dado que tendremos la oportunidad de volver a meditar en otras ocasiones sobre este Salmo, por el frecuente uso que hace de él la Liturgia, nos contentaremos por el momento con ofrecer una mirada de conjunto.
En él se pueden distinguir con claridad dos partes. La primera (Cf. versículos 1-3) contiene un oráculo dirigido por Dios a quien el Salmista llama «mi Señor», es decir, al rey de Jerusalén. El oráculo proclama la entronización del descendiente de David «a la derecha» de Dios. El Señor, de hecho, se le dirige con estas palabras: «siéntate a mi derecha» (versículo 1). Probablemente nos encontramos ante la referencia a un rito, según el cual, el elegido se sentaba a la derecha del Arca de la Alianza para recibir el poder de gobierno del rey supremo de Israel, es decir, del Señor.
3. Como telón de fondo se perciben fuerzas hostiles, neutralizadas por una conquista victoriosa: los enemigos son representados a los pies del soberano, que camina solemnemente entre ellos, rigiendo el cetro de su autoridad (Cf. versículos 1-2). Ciertamente es el reflejo de una situación política concreta, que se daba en los momentos del paso de poder de un rey a otro, con la rebelión de algunos subalternos y con intentos de conquista. Pero el texto hace referencia a un enfrentamiento de carácter general entre el proyecto de Dios, que actúa a través de su elegido, y los designios de quienes quisieran afirmar un poder hostil y prevaricador. Se da el eterno enfrentamiento entre el bien y el mal, que tiene lugar en las vicisitudes históricas, a través de las cuales Dios se manifiesta y nos habla.
4. La segunda parte del Salmo contiene, sin embargo, un oráculo sacerdotal, que también tiene por protagonista al rey davídico (Cf. versículos 4-7). Garantizada por un solemne juramento divino, la dignidad real abarca también la sacerdotal. La referencia a Melquisedec, rey-sacerdote de Salem, es decir, la antigua Jerusalén (Cf. Génesis 14), busca justificar quizá el sacerdocio particular del rey junto al sacerdocio oficial levítico del templo de Sión. Es sabido, además, que la Carta a los Hebreos se basará precisamente en este oráculo --«Tú eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec» (Salmo 109, 4)-- para ilustrar el perfecto y particular sacerdocio de Jesucristo.
Examinaremos después más a fondo el Salmo 109, con un análisis de cada uno de los versículos.
5. Como conclusión, sin embargo, queremos volver a leer el versículo inicial del Salmo con el oráculo divino: «siéntate a mi derecha, y haré de tus enemigos estrado de tus pies». Lo haremos con Máximo de Turín (siglo IV-V), quien en su Sermón sobre Pentecostés hace este comentario: «Según nuestra costumbre, el trono se ofrece a quien, tras haber realizado una empresa, al llegar vencedor, merece sentarse en un puesto de honor. Del mismo modo, el hombre Jesucristo, al vencer con su pasión al diablo, abriendo con su resurrección los reinos bajo tierra, llegando victorioso al cielo, al haber realizado una empresa, escucha de Dios Padre esta invitación: "Siéntate a mi derecha". No hay por qué sorprenderse por el hecho de que el Padre le ofrezca el trono al hijo, que por naturaleza es de la misma sustancia del Padre... El Hijo se sienta a la derecha porque, según el Evangelio, están las ovejas, mientras que a la izquierda están los cabritos. Es necesario, por tanto, que el primer Cordero esté en el lugar de las ovejas y que su Cabeza inmaculada tome posesión con anticipación del lugar destinado al rebaño inmaculado que le seguirá»
[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, se leyó esta síntesis de la intervención del Papa y después el pontífice pronunció su saludo a los fieles en castellano:]
Queridos hermanos y hermanas: La primera parte de este famoso salmo que hemos escuchado se refiere a la entronización del Elegido a la derecha del Señor. Con su poder se podrá someter a los enemigos del bien y llevar a cabo los designios divinos de salvación.
En la segunda parte se añade el juramento solemne de Dios, que otorga al Elegido la dignidad real y la sacerdotal, no vinculada a pretensión alguna por parte del ser humano.
Por el sentido mesiánico, que ya desde antiguo tuvo este Salmo, el cristianismo lo ha aplicado a Cristo, sentado a la derecha del Padre, que por su misterio pascual es vencedor de todo mal y mediador verdaderamente único para toda la humanidad.
Comentario de la Segunda lectura: 1 Corintios 11,23-26
La interpretación de la eucaristía que Pablo nos ofrece es muy antigua. Los verbos empleados —“transmitir”, “recibir” (cf. v. 23) — pretenden ser la garantía de que las palabras que el fragmento conecta con el Señor Jesús son auténticas: se trata, en efecto, de términos usados para describir la enseñanza rabínica, que estaba sometida a unas reglas de transmisión precisas (cf. también 1 Cor 15,3). Precisamente, esta cadena ininterrumpida de tradición es lo que permite interpretar a Pablo con autoridad la cena eucarística frente a la comunidad de Corinto.
Esta vivaz comunidad, en efecto, participaba en la cena eucarística sin plantearse la pregunta del significado real de la misma. Esta se había convertido en un momento de simple fiesta y encuentro, sin conexión con la historia de Jesús (cf. w. 18-21). Precisamente, esta conexión es lo que Pablo pretende subrayar con su intervención.
Desde esta perspectiva, la cena cristiana se convierte en memorial de una historia: la historia del Maestro de Nazaret, que, en el momento de la “entrega” (cf. v. 23; Lc 22,1-6.22.48 y passim), compartió con los suyos un banquete de comunión y, ofreciendo pan y vino en la cena, interpretó su propia historia como el comienzo de una nueva alianza entre Dios y su pueblo (v. 25). Las palabras de Jesús están dotadas de un vigoroso realismo, hasta tal punto que el recuerdo no se queda simplemente en el pasado, sino que entra en el presente para transformarlo: «Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre; cuantas veces bebáis de él, hacedlo en memoria mía» (v. 25). El comentario final a nuestro fragmento retorna exactamente esta sugerencia: la cena eucarística se convierte en anuncio de la eficacia de la muerte y de la resurrección de Jesús en toda la historia: pasada, presente y futura.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,11b-17
A diferencia de los otros evangelios sinópticos (cf. Mt 14,13-21; 15,32-39; Mc 6,30-44; 8,1-10), Lucas presenta una sola vez la escena de la multiplicación de los panes, y hace una síntesis magistral de ella, leyéndola desde diferentes puntos de vista.
En primer lugar, interpreta el milagro en sentido escatológico: éste forma parte de la realización de las promesas de Dios en la historia de su pueblo. Los profetas del Antiguo Testamento ya habían tenido la posibilidad de multiplicar el alimento para las personas que lo necesitaban (cf. 2 Re 4,42-44); la escena evangélica pone de relieve que el gesto realizado por Jesús no sólo recupera aquellos acontecimientos, sino que los perfecciona con un incremento casi en progresión geométrica (cf. por ejemplo, las «cien personas» de 2 Re 4,43 comparadas con los cien grupos de cincuenta personas de nuestro texto: v. 14). Lo bueno que pasó en el pasado tiene lugar ahora de manera perfecta.
Por otra parte, aparece una interpretación eclesial. Los discípulos se dan cuenta de la necesidad de la muchedumbre y se convierten en mediadores respecto al Maestro, pensando en salir del trance con poco gasto (cf. la reacción de los discípulos en él v. 13: evidentemente, un argumento por reducción al absurdo). Jesús, sin embargo, parte de otro razonamiento: de la sencillez del anuncio evangélico en el interior de la situación concreta: «Dadles vosotros de comer» (v. 13). El había sido, efectivamente, el primero en acoger a las muchedumbres cuando, mientras buscaba un lugar para retirarse, le siguieron casi importunándole (cf. v. 10ss): «Jesús acogió a las muchedumbres y estuvo hablándoles del Reino de Dios y curando a los que lo necesitaban» (v. 11). El milagro de la multiplicación de los panes y de los peces prosigue esta óptica: no se trata de organizar a una muchedumbre o de obtener grandes efectos, sino de salir al encuentro en primera persona de las necesidades reales de la historia, de ponerse al servicio del crecimiento global de la humanidad en cada uno.
Por último, podemos señalar cómo subraya Lucas la lectura eucarística de este milagro: el día, que comienza a declinar (v. 12), recuerda al lector la noche del encuentro entre los discípulos de Emaús y el Resucitado (cf. Lc 24,29); la secuencia de las acciones realizadas (v. 16) corresponde a la descripción de la cena de Emaús (cf. 24,30); el compartir el pan y los peces está ligado directamente con el ministerio de Jesús (véase la apertura de la perícopa) y con el recuerdo de la pasión (cf. 9,18ss). De este modo, también la celebración eucarística adquiere todo su significado de «memorial» a partir de las palabras y las acciones de Jesús y se convierte en “bendición” dentro de la historia de la comunidad que se pone a seguir al Salvador.
Estamos leyendo unos fragmentos bíblicos en el marco de una fiesta particular que pone en el centro de la reflexión de la comunidad de los creyentes y también de todo el mundo un signo concreto. ¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué dedicamos un domingo a reflexionar sobre el significado de la eucaristía? ¿Por qué mostramos a todos este «secreto» nuestro como el centro de nuestra vida cristiana? Es menester que intentemos ofrecer una respuesta a estas preguntas a la luz de la palabra de Dios que hemos leído.
De entrada, diremos que el signo del pan y del vino eucarísticos constituye el centro de nuestra vida cristiana porque salvan nuestro pasado. Conectan nuestra historia con una historia «diferente», con la historia de un hombre que pasó en medio de su gente y anunció con obras y palabras la presencia de Dios en la historia de la humanidad. Conectan nuestra historia, nuestro pan y nuestro vino de ayer con una persona que nos ha dado, finalmente, una palabra verdadera, atestiguando con su propia vida y su propia muerte el valor de la verdad. Unen nuestra historia con un hombre que ha salvado su propio momento de vida, manifestando de este modo que era Hijo de Dios.
Ahora bien, eso no basta. El pan y el vino de la eucaristía hablan también de salvación para nuestro presente. Precisamente, mientras acogemos en nuestra vida ese pan y ese vino, nos damos cuenta de un amor que nos sostiene, nos damos cuenta de que nuestra vida tiene un fundamento, un alimento, la posibilidad de ser y de existir; de que se convierte en encuentro real con nuestro sueño de siempre, un encuentro hecho de amor y de comunión, de paz y de bendición: compartir el pan y el vino en la misma mesa es el gran signo que nos permite comprender cómo la bendición de Dios continúa hoy en nuestra historia, en nuestro pan y en nuestro vino de hoy.
Por último, el pan y el vino salvan también nuestro futuro: nuestra historia no encuentra ya un cielo cerrado encima de ella; nuestra jornada ya no se extiende simplemente entre una aurora y un ocaso; nuestra vida ya no es algo que transcurre con angustia entre un nacimiento y una muerte. Cuando caemos en la cuenta de que nuestra historia, nuestro pan y nuestro futuro de mañana son este cuerpo y esta sangre, cuando, al renovar el gesto de Jesús, anunciamos su retorno, cuando el pan de cada día se vuelve frente a nosotros el pan del futuro, podemos aferrar el anuncio que nos dice que la Palabra inaudita se dice precisamente en nuestro día y, con él, la bendición de nuestro camino.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,11b-17, para nuestros Mayores. Comieron todos y se saciaron.
Celebramos una fiesta que debe ser muy entrañable a nuestros corazones, porque es la fiesta del grandísimo don que nos hizo Jesús antes de su pasión. La generosidad del Señor se manifiesta en el evangelio de hoy, y todavía más en la segunda lectura, que cuenta la última Cena. La primera lectura, tomada del libro del Génesis, nos proporciona una luz complementaria sobre este profundo misterio.
En el evangelio apreciamos la generosidad de Jesús. Es mucha la gente que le ha seguido para escuchar su palabra y pedirle que cure a sus enfermos. El día empieza a declinar, y la gente tiene hambre. Dada la situación, los discípulos le proponen a Jesús una solución realista, plena de sentido común: piensan que ha llegado el momento de despedir a la muchedumbre, a fin de que se vaya a los pueblos de alrededor en busca de alimento y alojamiento.
Sin embargo, Jesús les propone una solución completamente distinta; dice a los discípulos: «Dadles vosotros de comer». Los discípulos señalan a Jesús que es imposible encontrar el alimento suficiente para tanta gente: sólo tienen cinco panes y dos peces. Pero Jesús les ordena: «Decidles que se echen en grupos de unos cincuenta». A continuación, coge con sus manos el poco alimento del que dispone y se pone en relación con el Padre celestial —levanta los ojos al cielo y pronuncia la bendición—, y así abre el camino para la multiplicación de los panes. Después, parte los cinco panes, los da a los discípulos, para que los distribuyan a la gente. Así, todos pudieron comer hasta saciarse.
Este milagro manifiesta el poder de Jesús y, al mismo tiempo, su generosidad. Todo viene de su unión con el Padre: Jesús levanta los ojos al cielo y pronuncia la bendición, porque «toda dádiva buena y todo don perfecto baja del cielo, del Padre de los astros», como dice Santiago (1,17). Jesús está unido siempre al Padre con un amor agradecido, filial; por eso puede realizar milagros.
Sin embargo, este episodio es, en realidad, un episodio profético, que anuncia otra multiplicación: la del pan eucarístico, que constituye una manifestación mucho más importante de la generosidad del corazón de Jesús. Al decir a sus discípulos «Haced esto en memoria mía» (Lucas 22,19 y par.; 1 Corintios 11,24), Jesús abrió el camino para la multiplicación del pan eucarístico.
Pablo nos cuenta en la segunda lectura la institución de la Eucaristía en la Última Cena. El comienzo del fragmento, «El Señor Jesús, en la noche en que iban a entregarlo...», nos recuerda las circunstancias dolorosas e injustas en que Jesús instituyó la Eucaristía. Sabe que va a ser entregado. Sabemos por los evangelios que ya lo había anunciado explícitamente: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar, uno que come conmigo» (Marcos 14,18 y par.). Ahora, consciente de toda su pasión como consecuencia de la entrega y, por consiguiente, de todos los sufrimientos y humillaciones que deberá padecer, Jesús los asume por anticipado y los convierte en ocasión de una entrega completa de sí mismo. Es decir, toma por anticipado el elemento de ruptura (la entrega, el sufrimiento, la muerte) para transformarlo en elemento de alianza. Tomando la copa, dice: «Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre».
Se trata de una transformación extraordinaria, de una transformación que manifiesta toda la generosidad del corazón de Jesús. El tuvo la capacidad de apoyarse en las circunstancias más contrarias y dolorosas para ir hasta el extremo del amor. Dar el propio cuerpo y la propia sangre es un exceso de amor, que nosotros nunca podremos comprender de manera suficiente. Cuando recibimos la Comunión, recibimos en nosotros el mismo dinamismo de amor que Jesús manifestó en la Última Cena. En consecuencia, también nosotros debemos ser capaces de apoyarnos en las injusticias, las ofensas, todo lo que es contrario al amor, para obtener la victoria sobre la muerte, en unión con Cristo.
La Eucaristía tiene la finalidad de introducirnos en el reino del amor y de hacernos capaces de vencer en cualquier circunstancia, incluso en las más injustas, dolorosas y humillantes. La alegría de Jesús estará en nuestros corazones si estamos unidos a él en su misterio eucarístico. La primera lectura nos ofrece una luz complementaria. Nos presenta el episodio en que Melquisedec, rey de Salem, ofreció pan y vino. Existe, por tanto, una relación entre este episodio del libro del Génesis y la institución eucarística, en la que Jesús ofrece también el pan y el vino. En este episodio podemos señalar también otro detalle: Melquisedec es sacerdote del Dios altísimo. Poniendo este elemento en relación con la institución de la Eucaristía, podemos comprender que Jesús se comportara en la Última Cena como un sacerdote.
En realidad, ofreció un sacrificio, el sacrificio más perfecto que pueda haber. Aceptó que su cuerpo y su sangre fueran inmolados para propagar el amor de Dios por todo el mundo, para vencer a la muerte, al pecado, y brindar a todos los hombres la posibilidad de avanzar victoriosamente en la misma dirección. El sacrificio de Jesús es el más perfecto que pueda haber. Las inmolaciones de animales eran sacrificios imperfectos, en la medida en que los animales carecen de conciencia. El sacrificio de un animal implicaba, a buen seguro, una pérdida para su propietario, y en este sentido se puede hablar de «sacrificio»; pero desde el punto de vista de la mediación con Dios, no tenía ningún valor real.
El sacrificio de Cristo, en cambio, tiene un valor real de mediación, de fundación de la nueva alianza. Nos pone en relación con Dios y con los hermanos de un modo insuperable. Acojamos en nosotros este don magnífico del Señor, esta manifestación de su infinita generosidad. Acojámoslo con agradecimiento, pero implicando también nuestra generosidad. En efecto, no se trata de recibir la Eucaristía de un modo pasivo, sino también activo. Debemos aceptar que su dinamismo transforme toda nuestra vida en una ofrenda generosa a Dios por el bien de nuestros hermanos.
Comentario del Santo Evangelio: (Lc 9,11b-17), de Joven para Joven. Vida y comunión con Dios
En su evangelio, Lucas presenta con frecuencia a Jesús aceptando la invitación a un banquete, hablando del banquete en sus parábolas o invitando él mismo al banquete. El banquete tiene una gran importancia en la obra de Jesús. El primer personaje que invita a Jesús es el publicano Leví. En su casa, Jesús se sienta a la mesa con publicanos y pecadores, suscita la indignación de los fariseos y declara que no ha venido para rechazar a los pecadores, sino para llamarlos a la conversión (5,28-32). El último personaje con quien Jesús se sienta a la mesa, siendo él quien se invita, es el publicano Zaqueo. También a Zaqueo le lleva Jesús la salvación: «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (19,10). Entre estos dos encuentros, Jesús es invitado algunas veces por fariseos (7,36; 11,37; 14,1). En estos casos, el banquete es una ocasión para discutir sobre sus puntos de vista tan diversos. Respecto al banquete en el reino de Dios, Jesús narra la parábola de la invitación a una gran cena (14,15.24). Pero Jesús invita además al banquete. Hace preparar el banquete pascual y celebra la Pascua con sus doce apóstoles, insertando en este contexto la Eucaristía: en el pan da a los apóstoles su cuerpo, que es entregado por ellos; en el vino les da su sangre, que es derramada por ellos (22,19-20). También en la cena con los dos discípulos de Emaús es Jesús quien preside el banquete, parte el pan y lo distribuye (24,30.35). La multiplicación de los panes para los cinco mil en el desierto es igualmente un banquete vespertino, en el que Jesús hace de anfitrión y se reserva la presidencia.
Los doce apóstoles, que acaban de regresar de su primera misión (9,1-6.10), conocen perfectamente lo que los hombres necesitan. Proponen a Jesús que los despida, para que se dispersen y busquen comida y alojamiento en las aldeas vecinas. Es ciertamente hermoso constatar la gran fuerza de atracción que Jesús tiene, reuniendo en torno a sí a tantos hombres que acuden a él para escuchar su mensaje sobre el reino de Dios y ser curados de sus males. Pero los discípulos saben que todo hombre tiene necesidad primordial de alimento. Lo quiera o no, el hombre depende del alimento; si desea sobrevivir, debe buscar algo que pueda comer. A esta necesidad básica responde también la primera tentación del diablo a Jesús: para que pudiera saciar su hambre, le invita a transformar una piedra en un trozo de pan. Ya en esta ocasión declara Jesús que el hombre no debe dejarse dominar por esta necesidad primaria y que su vida tiene otra dimensión: «No sólo de pan vive el hombre» (4,4). Esta necesidad tiene igualmente un significado fundamental para la relación entre los hombres, para la guerra y la paz. La necesidad puede impulsarlos a trabajar unidos, a ocuparse en común de la producción de alimentos y a gozar de la comida en un banquete compartido. Pero puede impulsarlos también a luchar entre sí por el alimento, a perseguir e incluso a exterminar al otro por razón de la tierra, del agua o de los elementos básicos para la subsistencia.
Jesús está de acuerdo con los Doce en que los hombres necesitan comer. Pero, en lugar de aceptar su propuesta, les encomienda una tarea: «Dadles vosotros de comer» (9,13). Los Doce ven sólo la posibilidad de ir ellos mismos, en lugar de la muchedumbre, a comprar la comida. A partir de aquí, una vez que las posibilidades humanas han quedado esclarecidas, Jesús es quien lo determina todo, aunque contando en todo momento con el servicio de sus discípulos. Ellos han de preocuparse de que los hombres no sigan formando una gran masa, sino que se reúnan en grupos de cincuenta, dispuestos como para un banquete. Jesús actúa después como el padre de la casa: da gracias a Dios creador, de quien proviene toda vida y también todo alimento, y parte los cinco panes que hay allí. Pero de nuevo pide la colaboración de los discípulos. Recibiendo de él los trozos de pan, ellos son los que deben repartirlos entre todos los presentes. Jesús les capacita para llevar a cabo la tarea encomendada: «Dadles vosotros mismos de comer». Igual que en el futuro han de anunciar el mensaje de Jesús, así han de transmitir también a los hombres la Eucaristía.
El efecto de lo que los discípulos hacen por encargo de Jesús se refleja en el resultado: además de quedar todos saciados, se recogen doce cestos de pan con las sobras. Jesús se ha preocupado de la necesidad básica del alimento, dándolo de manera sobreabundante, y ha hecho de aquella muchedumbre de personas una comunidad grande, unida en amistad y rebosante de alegría. En otras ocasiones, Jesús ha curado a enfermos concretos y los ha librado de su sufrimiento. Ha mostrado que es sensible a las necesidades de los hombres, que quiere ayudarlos y curarlos y que tiene poder para llevar a cabo su propósito. Pero no son las enfermedades corporales las que constituyen el mayor mal de los hombres, sino la ruptura de su relación con Dios. Por eso dice Jesús al paralítico antes de curarlo: «Tus pecados te son perdonados» (5,20). La misión, la tarea específica de Jesús, no es otra que la de reconducir a los hombres a Dios, la de reconciliarlos con él. En la comunión con Dios se les otorga la plena salvación. Las curaciones de enfermos son signos de esta tarea fundamental de Jesús.
En el gran banquete, Jesús no se preocupa ya de cada uno de los hombres en particular. Como en su mensaje y en su enseñanza, él se dirige a toda la muchedumbre. Tiene poder para socorrer las necesidades de la muchedumbre y hacer de ella una gran comunidad. Su deseo es que estos hombres puedan vivir, y que puedan vivir en la paz y la amistad. Por eso erige a sus discípulos en ayudantes e intermediarios. Su don llega al pueblo por medio de ellos. La actuación de Jesús es de nuevo un signo. El no tiene la misión de ofrecer continuamente a los hombres pan para la vida terrena. El objetivo de su misión es la comunión de los hombres con Dios. Sólo en la unión vital con Dios reciben ellos la vida verdadera, la vida que no acaba. Y si viven esta unión con Dios, entonces forman entre sí una comunidad fraterna. El gran banquete manifiesta que Jesús puede mostrar el camino hacia esta comunión con Dios y que puede dar esta comunión. Quien se acerca a él, quien escucha su mensaje sobre el reino de Dios, quien vive según sus enseñanzas, quien cree en él y está vitalmente unido a él, este recibe como don suyo la comunión con Dios. La misión de los discípulos es la de vivir en comunión con Jesús, dejándose guiar por sus instrucciones y conduciendo así a los hombres hacia él.
Lo que el gran banquete anuncia, se confirma y se mantiene continuamente presente y vivo en la Eucaristía. En el centro de la Eucaristía está la comunión con Jesús como camino hacia la plenitud de vida, hacia la comunión con Dios. En el pan y en el vino, Jesús da a sus discípulos su cuerpo y su sangre (22,19-20), es decir, a sí mismo. Es el cuerpo que ha dado y la sangre que ha derramado; es Jesús, que ofrece la propia vida para reconciliar a los hombres con Dios y otorgarles la comunión con Dios. Cuando en el pan comen su cuerpo y en el vino beben su sangre, ellos quedan unidos a él del modo más íntimo posible y obtienen de él la vida, la comunión con Dios. Asignando a los discípulos el encargo de hacer aquello en memoria suya (22,19), Jesús les dice que la Eucaristía ha de acompañar siempre, durante todo el tiempo de la Iglesia, tanto a ellos como a todos los que ellos introduzcan en el seguimiento de Jesús.
La Eucaristía da la comunión con Jesús y con Dios no de un modo visible, sino en la fe. Pero Jesús ha anunciado también el banquete en el reino de Dios (22,16.18). Allí se realizará plenamente lo que ha indicado en el gran banquete y ha dado en la Eucaristía. Quien resucita con Jesús, vivirá con él en comunión con Dios Padre y experimentará así la plenitud de la vida.
Elevación Espiritual para este día.
Cristo libera a los esclavos y los hace hijos de Dios porque, al ser él mismo hijo y libre de todo pecado, los hace partícipes de su cuerpo, de su sangre, de su espíritu y de todo lo que es suyo. De este modo, recrea, libera y diviniza, fundiendo su mismo ser con el nuestro: intacto, libre y verdaderamente Dios. Así, el sagrado convite hace de Cristo, que es la verdadera justicia, un bien nuestro, más aún de lo que son nuestros los bienes de la naturaleza; de modo que nos gloriemos de lo que es suyo, nos complazcamos en sus empresas como si fueran nuestras y, por último, tomemos de ellas el nombre, si custodiamos la comunión con él.
Si llamamos enfermedad y curación a lo que nos sucede, él no sólo va al enfermo, se digna mirarle, tocarle y hacer por él personalmente todo lo necesario para la cura, sino que él mismo se convierte en fármaco, en dieta y en todo cuanto puede contribuir a la salud. Si, en cambio, se habla de nueva creación, es él quien con su ser y con su carne renueva lo que falta, es él quien sustituye a nuestro ser corrupto.
Reflexión Espiritual para el día.
El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde en el pueblo de Dios se escucha la Escritura cuya exégesis mesiánica nos proporcionó Jesús, y, por consiguiente, allí donde se respeta la Escritura y se obedece su Palabra, que encuentra su expresión actual en la asamblea de la comunidad. Eso significa: allí donde se vive la vida cotidiana bajo el lema de la voluntad de Dios.
El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde se celebra el banquete mesiánico, al que Jesús quiso invitarnos precisamente a todos, a los justos y a los pecadores, a los sanos y a los enfermos, a los invitados de la primera hora y los que tardan en llegar, es decir, allí donde se ha hecho posible, a continuación, la integración y la unanimidad de aquellos que quieren ponerse al servicio de la construcción del pueblo de Dios. Eso significa: allí donde al convivium, o sea, al banquete de la eucaristía, le corresponde de nuevo el convivir, o sea, la convivencia de los creyentes que precede y sigue a la eucaristía, y encuentra su síntesis festiva en la celebración de semana en semana, de una fiesta a la otra.
El milagro de la multiplicación de los panes tiene lugar allí donde se vuelve vital la fe en que el hombre no vive sólo de pan, sino que vive, en primer lugar, de la Palabra de Dios, de su promesa y de la voluntad de aquel que se ha creado un pueblo al que debe llevar a una tierra que mano leche y miel. Eso significa que el milagro tiene lugar asimismo allí donde los creyentes se atreven a dar pruebas de su propia fe y a ponerla a prueba.
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Abraham y Melquisedec.
Abraham yMelquisedec. La bendición de Melquisedec para el Dios de Abraham y para éste recurren en el epílogo de un informe bélico, recógido en Gén 14. Este capítulo resulta extraño en el conjunto de las tradiciones abrahamíticas. No se ve claro su objetivo. Tal vez sea el de situar al patriarca en la historia general de su tiempo.
Los nombres de los cuatro reyes y su invasión del valle del Jordán no tienen eco en la Biblia ni, hoy por hoy, fuera de ella. Si es un recuerdo legendarizado de la invasión aramea en Canaán, tendría, en efecto, que ver con los patriarcas, que vienen de Mesopotamia en esos movimientos. Pero la soledad del dato hace que carezca de interés para situar a Abraham en la historia. Por lo demás, a Abraham se refiere sólo de rechazo, en cuanto que se ve comprometido a defender a Lot. Se dice que Abraham mueve su gente desde el sur hacia el norte y que rescata a su sobrino. Con ocasión de ese movimiento pasa por Salem (Jerusalem) y se encuentra con Melquisedec, su rey y sacerdote del Altísimo.
Si el interés histórico del capítulo es insignificante, el interés pragmático y teológico, sobre todo de su epílogo, resulta más patente. Israel destaca ahí rasgos de la persona de su primer antepasado: su valentía de guerrero, su compromiso con los suyos, su generosidad al rehusar la parte que le pertenece del botín. Quizá ese detalle quiere aclarar que los bienes de Abraham no son don de los cananeos, sino bendición de Dios. Pero el interés primordial del episodio está indudablemente en fijar precedentes de relación con Jerusalén, el lugar santo en donde se venera al Dios Altísimo.
La teología jerosolimitana y davídica proyectó sus raíces hacia atrás, en ese paso de Abraham por la ciudad. En ella recibe hospitalidad y la bendición de su rey-sacerdote. El significado de Jerusalén para Israel, la capital religiosa y política desde los días de David, explica el interés por esos precedentes. El hecho de que se los cree de artificio se trasluce en el lenguaje un tanto enigmático con que se presenta elepisodio. Pero la creación no fuerza los datos más allá 1e lo verosímil.
Históricamente verosímil es la figura de Melquisedec, cuyo nombre coincide con la onomástica de reyes jerosolimitanos atestiguada en las cartas de El-Amarna. El nombre divino El-Elión es, efectivamente, el nombre del Dios venerado en esa ciudad de los jebuseos. Al ser asumido por Israel, ese nombre deviene un apelativo de Yavé, el Dios Altísimo. En el relato se lo encuentra en la ambivalencia: es el Dios alabado por Melquisedec, su sacerdote, y es también el Dios que protege a Abraham. Este hace suya la alabanza de aquél.
La actitud de Abraham ante el rey-sacerdote cananeo es amistosa, como lo es también a la inversa. El gesto de la oferta de pan y vino es gesto de hospitalidad y ofrenda al que vuelve de la batalla; lo es también para los hombres de Abraham, y éste la recibe para ellos. Abraham, por su parte, paga a Melquisedec el diezmo, lo cual significa que reconoce su sacerdocio. Las circunstancias de la conquista de Jerusalén por David, la asimilación de su población y posiblemente la aceptación del sacerdote jebuseo Sadot como sacerdote de Yavé son razones de la actitud ante esos cananeos, tan diversa de la atestiguada en otros relatos.
El episodio funda sobre lejanos precedentes la sacralidad de Jerusalén, un lugar que fuera de ahí no tiene legitimación, como otros lugares santos, en una manifestación de Dios a los patriarcas. Melquisedec es quizá recordado en el Salmo 110. Pero lo es, sobre todo, en Heb 7, 1-17, para fundamentar un desarrollo teológico del sacerdocio de Cristo. Si, con todo, Melquisedec es un desconocido, su gesto y su bendición son significativos +
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