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lunes, 12 de julio de 2010

Lecturas del día 12-07-2010

12 de julio de 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. LUNES XV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (CIiclo C) 3ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS. Ignacio Clemente Delgado ob mr, Juan Gualberto ab, Juan Jones y Juan Wall pbs mrs.


LITURGIA DE LA PALABRA

Is 1, 10-17: Lávense, aparten de mi vista sus malas acciones
Salmo 49: Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios
Mt 10, 34-11, 1: No he venido a sembrar paz 

Las primeras comunidades cristianas fueron las encargadas de llevar adelante el anuncio del reino. Los discípulos luchaban por su identidad más entre ellos mismos que con el ambiente adverso. Los evangelios son el testimonio de ese gran esfuerzo por comprender los fundamentos del nuevo estilo de vida que habían abrazado en cada comunidad, que adaptó y releyó las palabras de Jesús de acuerdo con la realidad que debió afrontar. La radicalidad, la urgencia y las exigencias de Jesús fueron interpretadas creativamente en cada comunidad. Los judíos integrados al cristianismo plasmaron en el evangelio de Mateo su particular modo de entender la misión de Jesús. El conflicto con ciertos sectores nacionalista, como los zelotes, o con ultraortodoxos los llevo a descubrir que solo contaban con el apoyo de su comunidad. Muchas familias y grupos aceptaron el ímpetu sectario y expulsaron a quienes no se ajustaban a los parámetros impuestos por el judaísmo fariseo. Por eso los judeocristianos se vieron obligados a desconfiar de todo el mundo y en particular de sus propias familias y grupos de referencia. A esto se refiere el símbolo de la espada, a los grupos que convierten su fe en arma para defender su identidad y ‘cortar’ con quienes se apartaban levemente de las normas impuestas por la tradición

PRIMERA LECTURA.
Isaías 1, 10-17
Lavaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones
Oíd la palabra del Señor, príncipes de Sodoma; escucha la enseñanza de nuestro Dios, pueblo de Gomorra: "¿Qué me importa el número de vuestros sacrificios? -dice el Señor-. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; la sangre de toros, corderos y chivos no me agrada. ¿Por qué entráis a visitarme? ¿Quién pide algo de vuestras manos cuando pisáis mis atrios? No me traigáis más dones vacíos, más incienso execrable. Novilunios, sábados, asambleas, no los aguanto. Vuestras solemnidades y fiestas las detesto; se me han vuelto una carga que no soporto más. Cuando extendéis las manos, cierro los ojos; aunque multipliquéis las plegarias, no os escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre.

Lavaos, purificaos, apartad de mi vista vuestras malas acciones. Cesad de obrar mal, aprended a obrar bien; buscad el derecho, enderezad al oprimido; defended al huérfano, proteged a la viuda."

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 49
R/. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

"No te reprocho tus sacrificios, / pues siempre están tus holocaustos ante mí. / Pero no aceptaré un becerro de tu casa, / ni un cabrito de tus rebaños." R.

"¿Por qué recitas mis preceptos / y tienes siempre en la boca mi alianza, / tú que detestas mi enseñanza / y te echas a la espalda mis mandatos?" R.

"Esto haces, ¿y me voy a callar? / ¿Crees que soy como tú? / Te acusaré, te lo echaré en cara. / El que me ofrece acción de gracias, / ése me honra; / al que sigue buen camino / le haré ver la salvación de Dios." R.

SANTO EVANGELIO.
Mt 1, 10-17.
No he venido a sembrar paz, sino espadas

En aquel tiempo dijo Jesús a sus apóstoles: "No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz: no he venido a sembrar paz, sino espadas. He venido a enemistar al hombre con su padre, a la hija con su madre, a la nuera con su suegra; los enemigos de cada uno serán los de su propia casa.

El que quiera a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará. El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta, tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo, tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro".

Cuando Jesús acabó de dar instrucciones a sus doce discípulos, partió de allí para enseñar y predicar en sus ciudades.

Palabra del Señor

Comentario de la Primera Lectura: Is 1, 10-17. Lávense, aparten de mi vista sus malas acciones
El pasaje presenta uno de los oráculos introductorios del libro de Isaías. El profeta, que desarrolla su misión en el Reino de Judá durante la segunda mitad del siglo VIII a. de C., en un período de prosperidad económica y de relajamiento moral, condena en especial el formalismo religioso de las clases más ricas. Los que a ellas pertenecen, cerrados en el egoísmo de su riqueza e insensibles a las necesidades de los cada vez más numerosos indigentes, practican un culto que es inútil porque está separado de la vida.

Empleando la forma literaria de un juicio emprendido por Yavé contra su pueblo —al que de manera significativa se llama «Sodoma y Gomorra las ciudades pecadoras por antonomasia (v. 10) —, reivindica Isaías a Dios sus derechos y recuerda al pueblo los deberes sancionados por la alianza sinaítica. Dios confiesa que le disgusta la ofrenda de los sacrificios cruentos e incruentos, la observancia de las fiestas y de las prescripciones rituales (vv. 11-14), dado que a eso no le corresponde un corazón dócil, atento a las necesidades del prójimo. Dios no mira ni escucha a quien cree rendir le honores y luego pisotea a los débiles y a los pobres (v. l5ab).

Entre el culto y la vida no puede haber contradicción: no es posible ofrecer la sangre de una víctima sacrificial con manos manchadas por la sangre de los homicidios cometidos (v. l5c). La conversión del, corazón («Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien»: vv. l6d-l7a) es la condición fundamental para que la alianza de Dios con su pueblo sea real y eficaz. Dios renueva la invitación a una purificación tanto interior, del corazón, como exterior; del comportamiento, para restituir la verdad al culto practicado y poner las bases de la justicia social.

Comentario del Salmo 49. Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios.

Es un salmo de denuncia profética. Un profeta ve lo que está sucediendo, no se calla y proclama su denuncia en nombre de Dios. En este tipo de salmos se suele emplear un lenguaje duro, típico de los profetas vinculados a causas populares. Estos profetas estaban normalmente ligados a grupos populares de la periferia y del campo, convirtiéndose en sus portavoces.

Este salmo presenta el desarrollo de un juicio, con su juez, sus oyentes, los testigos, el acusado y la acusación (falta la sentencia). Consta de tres partes —1-6; 7-21; 22-23—, que pueden, a su vez, dividirse en unidades menores.

En la primera parte (1-6), tenemos la apertura solemne de la sesión del juicio. El Juez se llama «el Señor», y es presentado de forma espectacular; precedido por un fuego devorador y rodeado por una violenta tempestad (3). Es el Dios de la Alianza sellada en el monte Sinaí. El fuego y la tempestad en muchas ocasiones son, en la Biblia, elementos teofánicos (es decir; signos de la manifestación de Dios). La tierra entera está convocada a este juicio (4a; véase Dt 30,19). ¿Qué es lo que va a suceder? El juicio del pueblo de Dios (4b), de aquellos que sellaron con él una alianza (5). Dios mismo (cielo) va a juzgar y a proclamar una sentencia (6); en este proceso, el Señor va a ser declarado inocente y el pueblo, la otra parte de la alianza, culpable. Tenemos que recordar, desde ahora, que no se pronuncia la sentencia. En el fondo, Dios espera la conversión de su socio en el pacto.

En la segunda parte (7-21), el Señor acusa. Se dirige a su pueblo, contra el que va a dar testimonio (7). ¿En qué consiste su acusación? Tiene dos partes; 8-16 y 17-21. En la primera (8-16) Dios no tiene nada que objetar a propósito de los sacrificios y del culto que se celebran en el templo. Por lo visto, funcionan a las mil maravillas, pero Dios, el compañero de la Alianza, está descontento. Este salmo reconoce que Dios, el Señor de todo y de todos, no necesita sacrificios ni se alimenta de ellos. ¿Qué es lo que espera, entonces, de su pueblo? «Ofrece a Dios un sacrificio de confesión, y cumple tus votos al Altísimo. Invócame en el día de la angustia: yo te libraré y tú me darás gloria» (14-15).

La segunda parte de la acusación (16-21) es más concreta, y muestra por qué el socio del pueblo en la Alianza ha convocado un juicio y hace su acusación. Está indignado porque las relaciones sociales están totalmente corrompidas. Se dirige al malvado (16a) y hace desfilar delante de él una serie de transgresiones contra la fraternidad: violación de la propiedad (robo, 18a), de la integridad familiar (adulterio, 18b) y de la vida fraterna (calumnias o falsos testimonios en los tribunales, 20). Se incumplen tres mandamientos, lo que rompe la Alianza. Es inútil querer disimular las injusticias por medio de sacrificios y celebraciones. Dios se siente herido cuando perjudicamos al hermano. Por eso no se calla, acusa y se lo echa todo en cara (21). Nótese que no se mencionan los mandamientos referentes a Dios: no tener otros dioses, etc. Sólo se recuerdan los tres mandamientos que hablan de las relaciones interpersonales.

La tercera parte (22-23) es una especie de conclusión caracterizada por el deseo de conversión o por una invitación abierta a convertirse. A estas alturas cabría esperar la sentencia. Pero quien espera es Dios, el compañero de la Alianza que ha sido lesionado por la violencia ejercida contra el hermano. No olvidarse de Dios significa restablecer la justicia (22a), y al que sigue el buen camino, Dios le hará ver la salvación (23).

Este salmo nació en el seno de los grupos proféticos descontentos con la falsedad del culto (véase, por ejemplo, Is 58; Am 7,10- 17). En el templo, hermosas celebraciones, muchos sacrificios...; en las relaciones sociales, injusticias, violencia, explotación. Uno de estos profetas tuvo la valentía de denunciar estas cosas, asumiendo el riesgo que ello suponía, en el lugar en que se producían: el templo de Jerusalén. Y está tan seguro de lo que dice, que llega incluso a afirmar que quien acusa no es él, sino el Señor. Esto vale sobre todo para Israel pero, en cierto modo, todo el inundo está llamado a reflexionar (1). La naturaleza entera participa de este proceso.

La Alianza entre Dios e Israel tenía como objetivo construir una sociedad fraterna. Y los mandamientos eran los instrumentos y herramientas para su construcción. El culto representaba la celebración festiva en que se conmemoraban las conquistas en el campo de la justicia, la libertad y la fraternidad. Cuando la sociedad engendra opresión, injusticia y muerte, ya no queda nada que conmemorar o festejar. Y el mayor de los crímenes consistiría en echarle las culpas a Dios. Este salmo declara inocente a Dios y responsabiliza al pueblo de la situación. Pretender engañar a Dios con sacrificios y celebraciones es tanto como querer cubrir el sol con un cedazo. Dios no se deja sobornar y sus siervos, los profetas, tampoco.

Este salmo, por tanto, presenta el conflicto existente entre un culto sin justicia y el culto con justicia, muy en la línea de los profetas auténticos.

Es evidente que detrás de este salmo está el Dios de la Alabanza. Este Dios se siente ofendido cuando hay injusticias, lo que indica que es el aliado de los débiles, de los humildes y de los tratados injustamente; pone de manifiesto que la injusticia rompe la Alianza y, en estas circunstancias, es inútil tratar de sobornarlo con sacrificios o pretender cargarle con la responsabilidad. Dios no se deja corromper. El culto que se le tributa, si no viene acompañado por la práctica de la justicia, es falso e inútil. No obstan te como compañero de la Alianza, espera que Israel, su aliado, lo entienda y cumpla con su misión histórica.

Dios no pide nada para sí. Si queremos agradarle, el mejor camino es la práctica de la justicia y de la fraternidad.

Con sus palabras y acciones, Jesús asume este salmo en su integridad. Denuncia y acusa (Mt 23), anuncia el final del templo Qn 2, 13-22), espera y tiene paciencia (Lc 13,6-9). Su actividad (está fuertemente unida a la práctica de la justicia. En este sentido conviene recordar sus primeras palabras en el evangelio de Mateo (3,15: «Conviene que se cumpla así toda justicia») y leer todo este evangelio desde la clave de la justicia del Reino. No olvidemos que el poder religioso, representado por el Sanedrín.

La denuncia profética marca el tono de este salmo y sugiere las circunstancias en que podemos rezarlo con provecho: en situaciones de injusticia y en las ocasiones en que luchamos por el cambio; cuando nos viene la tentación de hacer a Dios responsable de la exploración y la opresión de los débiles a manos de los poderosos; cuando soñamos con una sociedad fraterna y sin discriminaciones; cuando no nos agrada el vacío de determinadas celebraciones y encuentros litúrgicos y queremos llenarlos de vida; cuando creemos que Dios pide muchas cosas para sí...

Comentario del Santo Evangelio. Mt 10 34-11,1. No he venido a sembrar paz, sino espadas.

Mateo prosigue bosquejando el estilo de vida del discípulo-misionero, poniendo de relieve las exigencias radicales de la misión. Nada puede ser impedimento para seguir a Jesús, aunque eso pueda causar sufrimientos y hasta provocar rupturas, incluso en el interior de una misma familia. El cristiano ha de contar con mal entendidos y con la incomprensión de sus allegados y de quienes le están unidos por lazos afectivos. El discípulo —Jesús ya lo había declarado— no puede tener una suerte diferente a la de su maestro, desconocido y rechazado precisamente por los suyos (cf. Mc 3,21; Jn 1,11).

No se trata de que no pueda vivir el discípulo con entrega y fidelidad las relaciones Familiares, sino de dar prioridad a las exigencias del seguimiento de Jesús y al amor «con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus (Mc 12, 30) que debemos al Señor. Ahora bien, eso sería humanamente imposible si él no nos hubiera amado antes hasta dar la vida por nosotros. Haciendo como Jesús, tomando sobre nosotros la carga que crucifica el mal que se opone al amor y realizando gestos sencillos, pero auténticos, dirigidos al otro, al que reconocemos como hermano (el ofrecimiento de un vaso de agua), viviremos la misma dignidad de hijos del Padre misericordioso.

Dios nos toma en serio. Así ha sido desde el primer instante con que quiso que fuéramos seres libres. Por eso no puede estar de acuerdo cuando reducimos nuestra relación con él a una serie de conveniencias. Si obramos de este modo no le engañamos a él, sino a nosotros mismos. Creer en Dios, es decir; recibir el don de la fe que él mismo nos ofrece gratuitamente, es una cuestión de corazón. No es posible comprometernos con él sólo de fachada o en momentos alternos. Dios nos ama antes y a jornada completa, y nosotros, sabiéndonos amados (que es, por tanto, el vértice de todo deseo), ¿qué otra cosa podemos hacer sino amarlo a nuestra vez?

Amar es una acción muy concreta. Amar a Dios, sin embargo, no es una cuestión limitada a impulsos interiores: incluye amar al hermano, a la hermana; amarlos en su carácter concreto, en la necesidad en que se encuentran. Hacerles el bien puede traducirse en grandes gestos y, con mayor probabilidad, en gestos cotidianos, que demasiadas veces definimos como “pequeños”, damos por descontado y no vivimos con atención y ternura. A menudo son precisamente esos gestos, triviales en apariencia, los que más nos cuesta realizar con amor, especialmente con las personas difíciles o simple mente desagradables.

Si nos quedamos encerrados en nosotros mismos, con nuestra presunción de santidad, porque quizás rezamos alguna oración y nos sentarnos los domingos en primera fila en la iglesia, no encontraremos la vida y perderemos la recompensa. Sí la obtendrá, en cambio, quien sepa reconocer que sólo el Señor es Dios y que por amarnos tiene «derecho» a nuestro amor; ese Dios que es inmenso y que goza «escondiéndose» y haciéndose amar en los «pequeños».

Comentario del Santo Evangelio: Mt 10,34-11,1, para nuestros Mayores. El que os recibe, me recibe a mí.

Estamos ante una de las paradojas más violentas. Las palabras de Jesús contradicen las esperanzas en un Mesías que sería el príncipe de la paz (Is 9, 5); contradicen las esperanzas de todos los hombres que luchan y trabajan por la paz; contradicen la propia palabra de Jesús que ha beatificado a todos aquéllos que trabajan por la paz (5, 9: serán llamados hijos de Dios) y ha mandado a sus discípulos que anuncien la paz (la paz puesta en equivalencia con el Reino; ver c comentario a 10, 7-1 5).

Esta tremenda paradoja ¿tiene una salida airosa? Por supuesto, no, en el sentido en que fue interpretada, a veces, para justificar una «guerra santa» o apetencias humanas o intransigencia religiosa. La espada o lucha traída por Jesús no es declaración de guerra contra el resto de los mortales que no acepten la fe cristiana. Los hijos del trueno fueron reprendidos duramente por esta mentalidad: « ¿Quieres que mandemos bajar fuego del cielo que devore esta ciudad?» Pero él les reprendió (Lc 9, 54-55). La lucha no es de los discípulos contra otros hombres, sino de estos hombres contra los discípulos.

La espada-división se halla implicada en las exigencias de la presencia de Jesús. El mismo mensaje lleva la división: exige la venencia a lo más querido, que nada ni nadie esté por encima de él en la escala de valores que el hombre debe hacerse. Al jerarquizar estos valores, él quiere estar en la cumbre. Y no todos, ni mucho menos, comparten este criterio. Sólo una fe profunda puede aceptarlo. La división de que se habla en el texto había sir ya vivida como experiencia amarga en la Iglesia a raíz del decreto de excomunión que el judaísmo oficial había, lanzado contra todos aquéllos que confesasen a Jesús como el Mesías. Esto trajo la división familiar a que alude el texto. Pero, por encima y más allá de este primer nivel, está la experiencia de la Iglesia, de los discípulos de Jesús, que quieren ser plenamente consecuentes con su vocación, con la llamada del Señor y con las exigencias cristianas. La exigencia que a veces se impone a los discípulos de Jesús, de renunciar a todo y a todos, aun a lo más querido (8, 22), se encuentra con la incomprensión, la división, la lucha. La espada en acción, que es la misma palabra de Jesús (Heb 4, 12)

Comentario del Santo Evangelio: Mt 10,34-11,1, de Joven para Joven. No penséis que he venido a la tierra a sembrar paz. 

Parece un texto extraño en el contexto del evangelio. En las profecías del Antiguo Testamento, el Mesías es mostrado como «Príncipe de la paz» (Is 9,5). Cuando Jesús nace, es acogido por un coro de ángeles: «Paz en la tierra a los hombres que Él ama » (Lc 2, 1 4). Jesús envía a los apóstoles al mundo diciéndoles que deben dirigirse a los demás con un saludo de paz (Mt 10,12), y antes de dejar este mundo promete: «La paz os dejo» (Qn 14,27). Pero esta frase va acompañada de una aclaración que puede ayudar a comprender la mención de la espada: «No os la doy como la da el mundo».

Como en otros pasajes bíblicos, también en este caso debemos distinguir un doble sentido: natural y sobrenatural, humano y divino. El término paz, entendido en sentido genérico, puede indicar la armonía de todos los elementos. Pero la armonía divina es mucho más. Podemos hacernos una idea de la paz y de la espada con un ejemplo musical, el contrapunto del compositor Giovanni Pierluigi da Palestina. Él no buscaba la armonía a través del uso mecánico de los cuatro tonos; había intuido que una desarmonía podía dar mayor relieve a la armonía que la seguía. Dios es el compositor supremo y, en su armonía infinita de la historia de la salvación, tiene sitio también la espada que, tomada aisladamente, ciertamente destruiría la paz.

En la historia del monacato antiguo encontramos muchos ejemplos de ascetas que aplicaban esta amonestación al pie de la letra. San Teodosio de Kíev no quiso volver a ver a su madre después de escaparse de su casa para retirarse en el monasterio de las grutas.

Se dice que estos monjes mandaban decir a sus padres: ¿Prefieres verme en esta vida o en la otra? Son dichos. ¿Cuál es la verdad? Todo lo terreno es imagen de lo celestial. La realidad del cuerpo debe transformarse en realidad espiritual y esto es también válido para las relaciones familiares.

El autor bizantino Nicolás Cabasilas dice que Dios nos ha dado buenas madres para que veamos en ellas la imagen de la madre celestial, María. ¿De qué nos serviría tener un padre terreno si no supiéramos rezar a nuestro Padre que está en el cielo? El amor natural a los padres no es contrario al amor a Dios; pero en caso de conflicto entre ambos, es el amor a Dios el que tiene precedencia.

Pues he venido a enemistar al hijo con su padre, y a la hija con su madre, y a la nuera con su suegra. Y los enemigos del hombre serán las personas de su misma casa.

En este pasaje resuena la profecía de Miqueas (Mi 7,6) que, en los últimos días de Jerusalén, veía a todos contratados, al hijo contra el padre, a la hija contra la madre, a la nuera contra la suegra, a los familiares como enemigos. Una desarmonía extrema que quisiéramos transformar en armonía. Dios sí será capaz de hacerlo.

Los autores espirituales veían también un fundamento psicológico en estos pasajes; de hecho, en el camino del Señor el mayor impedimento puede venir, precisamente, de las personas más cercanas; familiares que, a veces, impiden el vuelo libre y espiritual de los hijos. Es difícil para un padre aceptar que un hijo decida ser misionero en tierras lejanas, o ser religioso renunciando a formar una familia. Una persona casada no puede hacer como san Francisco de Asís y renunciar a todo lo que posee.

Si la vocación es verdadera, con frecuencia, no será comprendida ni en la familia ni en el propio ambiente. Pero ocurre también que, pronto, vuelve la armonía y los mismos familiares que al principio eran obstáculos para la vocación, cambian de actitud, a veces hasta imitar; en la medida en que pueden, la elección del hijo.

Elevación Espiritual para este día. 

Tras haber conocido el temor de Dios, su benignidad y humanidad, por el Antiguo y el Nuevo Testamento, convirtámonos con todo nuestro corazón. Consideremos también como hermanos nuestros a quienes nos odian y nos detestan, a fin de que sea glorificado el nombre del Señor y manifestado en su gloria. Dado que nos tentamos los unos a los otros, por ser combatidos todos por el enemigo común, perdonémonos los unos a los otros. Amémonos los unos a los otros y seremos amados por Dios. Seamos magnánimos los unos con los otros y Dios será magnánimo con nuestros pecados. La misericordia de Dios está escondida en nuestra compasión con el prójimo. Ofrezcámonos, por tanto, nosotros mismos por completo al Señor, para poderlo recibir a nuestra vez entero.

Reflexión Espiritual para el día.

El Carmelo era mi aspiración desde hacía casi doce años. Al recibir el bautismo el día de Año Nuevo de 1.932, no dudaba de que esta era una preparación para mi ingreso en la orden. Pero después, algunos meses más tarde, al encontrarme por vez primera frente a mi querida madre después del bautismo, entendí que ella no habría estado en condiciones, por ahora, de soportar este segundo golpe: no habría muerto de dolor, no, pero su alma habría quedado literalmente inundada de tal amargura que no me sentía capaz de cargar con semejante responsabilidad.

El último día que pasé en casa era el 12 de octubre. Mi madre y yo nos quedamos solas en la habitación, mientras mis hermanas se ocupaban de lavar los platos y poner todo en orden. Escondió el rostro entre sus manos y empezó a llorar. Me puse detrás de su silla y fui apretando contra mi seno su cabeza de plata. Nos quedamos así mucho tiempo, hasta que conseguí persuadirla de que se fuera a la cama; la llevé y le ayudé a desvestirse... por primera vez en toda mi vida.

A las cinco y media salí como siempre de casa para escuchar la santa misa en la iglesia de San Miguel. Después nos reunimos para el desayuno. Ema llegó hacia las siete. Mi madre intentaba tomar algo, pero pronto alejó la taza y empezó a llorar como la noche anterior. Me acerqué de nuevo a ella y me abracé a ella hasta el momento de marcharme. Entonces le hice una señal a Ema para que ocupara mi puesto. Tras ponerme el abrigo y el sombrero en lo pieza de al lado… llegó el momento del adiós. Mi madre me abrazó y me besó con mucho afecto.

Finalmente, el tren se puso en marcha. Ahora se había hecho realidad la que apenas me hubiera atrevida o esperar. No se trataba, a buen seguro, de una alegría exuberante que pudiera apoderarse de mí.... ¡Lo que había pasado era demasiado triste! Pero mi alma se encontraba en una paz perfecta: en el puerto de la voluntad de Dios.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Isaías 1, 11-17. ¿A Mí qué vuestros innumerables sacrificios? 

¿A mí qué, vuestros innumerables sacrificios? dice el Señor. Harto estoy de vuestros holocaustos... La sangre de los toros me repugna... Novilunio, Sábado, asamblea, no soporto ya vuestras fiestas... Vuestros novilunios y vuestras peregrinaciones las aborrece mi alma... 

Es Dios mismo quien nos dice que nuestras «prácticas religiosas» no tienen ningún valor a sus ojos —peor aún: ¡le repugnan!— si no son sinceras. 

Los gestos exteriores no tienen valor en tanto cuanto no expresen algo íntimo, profundo. Y sin embargo todos esos ritos de holocaustos, sacrificios, Sábados, peregrinaciones… habían sido ordenadas por Dios —ver las prescripciones minuciosas del libro del Levítico 1, 1-17; 23, 1-8, con maldiciones terribles a modo de pecado mortal, para quien no observare esos ritos (Levítico 26, 14) 

Cuando venís a presentaros «ante Mi» ¿quién os ha ordenado pisotear mis atrios? No sigáis trayendo oblaciones vanas. Es exactamente como si hoy se dijera: « ¡No sigáis viniendo a misa!» Y si esto os choca, pensemos que Jesús dijo lo mismo. 

«Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que uno de tus hermanos tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí y ve primero a reconciliarte con él.» (Mateo 5, 24) Y lo que es más fuerte aún, Jesús citó textualmente otro pasaje del mismo Isaías que dice lo mismo: «Hipócritas, Isaías profetizó bien de vosotros cuando dijo: Este pueblo me honra con sus labios mientras que su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto...» (Isaías 29, 13; Mateo 15, 8) y al extender vosotros vuestras manos, me tapo los ojos. Aunque multipliquéis las plegarias. Yo no oigo. ¿De veras, Señor? 

Cuando tantos cristianos están reunidos en la iglesia el domingo, cuando el sacerdote extiende las manos hacia Ti, en nombre de la Asamblea, ¿de veras te tapas los ojos? Sin embargo no es posible que Tú condenes nuestras plegarias, nos las has pedido. 

Y no es tampoco el profeta que vio a Dios en el marco de una «liturgia» grandiosa (Isaías 6, 18,): texto meditado el pasado sábado quien, a priori, puede estar contra todo culto a la Gloria de Dios: «Santo, Santo, Santo es el Señor. Los cielos y la tierra están llenos de tu gloria.» Sería falta de honradez utilizar tales textos para justificar una condena de todo culto, de todo esplendor litúrgico. Se ve, por desgracia a mucha gente que «en su propia casa» tienen confort y belleza en que gastan mucho dinero... y que ¡se escandalizan ante los gastos hechos «para la casa de Dios» y por la belleza del culto! ¿Qué diría Isaías, que diría Jesús de esta nueva forma de hipocresía? 

Purificaos, quitad vuestras fechorías de delante de mi vista. Desistid de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, dad sus derechos al oprimido y al huérfano, defended a la viuda. El huérfano, la viuda..., símbolos de los «económicamente débiles». El verdadero culto que Dios espera es éste: nuestra vida cotidiana al servicio de los demás, especialmente de los más débiles.

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