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viernes, 16 de julio de 2010

Lecturas del día 16-07-2010

16 de julio de 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. VIERNES XV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (CIiclo C) 3ª semana del Salterio.NUESTRA SEÑORA DEL CARMEN, Memoria obligatoria.AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS. Reinilda, Grimoaldo y Gondulfo mártires.

LITURGIA DE LA PALABRA

Is 38, 1-6. 21-22. 7-8: He escuchado tu oración, he visto tus lágrimas
Interleccional Is 38, 10-12.16. R/. Señor, detuviste mi alma ante la tumba vacía.
Mt 12, 1-8: El Hijo del hombre es señor del sábado


El evangelista Mateo hace un recuento sobre las curaciones de Jesús, insistiendo especialmente en su deseo expreso de mantener el secreto sobre sus milagros. El Mesías libra efectivamente la victoria sobre el mal, pero ésta no es concedida más que a quienes aceptan entrar en la nueva comunidad de los creyentes. El secreto es la única defensa de que Jesús dispone frente a un entusiasmo popular y superficial que nada tiene en común con la fe. Los sinópticos formulan a este respecto una doctrina casi común. Pero Mateo está más atento a esa discreción del Mesías en su ministerio, en la que ve la realización del oráculo de Isaías sobre el siervo sufriente. Mateo comparte la mentalidad de las primeras comunidades cristianas que leían en la vida de Jesús el cumplimiento de las profecías anunciadas por los profetas. La misión del discípulo de Jesús es levantar al que esta caído y dar fuerza a quienes lo necesitan y se encuentran en dificultad. No podemos permanecer indiferentes ante las necesidades de los demás, ante la cruz que se descarga colectivamente sobre el pueblo y en especial sobre aquello que sufren la marginación, y no darnos cuenta de la gran responsabilidad que tenemos con todas las personas que comparten nuestro destino. Esta misión no se realizara por conquista y por empleo de la fuerza, sino por medio de un testimonio simple y fiel dado de acuerdo con las situaciones reales de los seres humanos.

PRIMERA LECTURA.
Isaías 38, 1-6. 21-22. 7-8
He escuchado tu oración, he visto tus lágrimas
En aquellos días, Ezequías cayó enfermo de muerte, y vino a visitarlo el profeta Isaías, hijo de Amós, y le dijo: "Así dice el Señor: "Haz testamento, porque vas a morir sin remedio y no vivirás."

Entonces, Ezequías volvió la cara a la pared y oró al Señor: "Señor, acuérdate que he procedido de acuerdo contigo, con corazón sincero e íntegro, y que he hecho lo que te agrada." Y Ezequías lloró con largo llanto.

Y vino la palabra del Señor a Isaías: "Ve y dile a Ezequías: Así dice el Señor, Dios de David, tu padre: "He escuchado tu oración, he visto tus lágrimas. Mira, añado a tus días otros quince años. Te libraré de las manos del rey de Asiria, a ti y a esta ciudad, y la protegeré.""

Isaías dijo: "Que traigan un emplasto de higos y lo apliquen a la herida, para que se cure." Ezequías dijo: "¿Cuál es la prueba de que subiré a la casa del Señor?" Isaías respondió: "Ésta es la señal del Señor, de que cumplirá el Señor la palabra dada: "En el reloj de sol de Acaz haré que la sombra suba los diez grados que ha bajado."" Y desandó el sol en el reloj los diez grados que había avanzado.

Palabra de Dios.

Salmo Interleccional: Isaías 38
R/.Señor, detuviste mi alma ante la tumba vacía.

Yo pensé: "En medio de mis días / tengo que marchar hacia las puertas del abismo; / me privan del resto de mis años." R.

Yo pensé: "Ya no veré más al Señor / en la tierra de los vivos, / ya no miraré a los hombres / entre los habitantes del mundo." R.

"Levantan y enrollan mi vida / como una tienda de pastores. / Como un tejedor, devanaba yo mi vida, / y me cortan la trama." R.

Los que Dios protege viven, / y entre ellos vivirá mi espíritu; / me has curado, me has hecho revivir. R.


SANTO EVANGELIO.
Mateo 12, 1-8
El Hijo del hombre es señor del sábado

Un sábado de aquéllos, Jesús atravesaba un sembrado; los discípulos, que tenían hambre, empezaron a arrancar espigas y a comérselas. Los fariseos, al verlo, le dijeron: "Mira, tus discípulos están haciendo una cosa que no está permitida en sábado". Les replicó: "¿No habéis leído lo que hizo David cuando él y sus hombres sintieron hambre. Entró en la casa de Dios y comieron de los panes presentados, cosa que no les estaba permitida ni a él ni a sus compañeros, sino sólo a los sacerdotes. ¿Y no habéis leído en la ley que los sacerdotes pueden violar el sábado en el templo sin incurrir en culpa? Pues os digo que aquí hay uno que es más que el templo. Si comprendierais lo que significa "quiero misericordia y no sacrificio", no condenaríais a los que no tienen culpa. Porque el Hijo del hombre es señor del sábado".

Palabra del Señor

Comentario de La Primera lectura: Isaías 38, 1-6. 21-22. 7-8. Ezequías, retraso en el reloj de su vida.
La ordenación de esta lectura está hecha con toda elegancia y precisión crítica. En el original hebreo los vv. 21-22 se encuentran totalmente desplazados por causas que nos son desconocidas.

Con la presente perícopa se concluye en nuestras lecturas litúrgicas la obra del gran profeta del s. VIII llamado Isaías, Es el punto final histórico a todas las anteriores predicciones mesiánicas.

Debido a la selección necesaria que ha tenido que realizar la liturgia, quizás saquemos la conclusión de que Isaías fue algo así como un Visionario o soñador, que se dedicó a alentar a sus contemporáneos con descripciones fantásticas de un futuro mesiánico. Nada más irreal y menos en consonancia con la verdad histórica. Isaías fue realista y comprometido. ¿Acaso podía convencer a un impío Ajaz o a un piadoso pero político Ezequías con literatura barata o promesas futuribles?

La presente perícopa es un caso concreto de cómo Isaías tuvo que confirmar sus vaticinios con respuestas concretas e incluso con signos y milagros inexplicables racionalmente. Con ello su palabra adquiría la certeza de la confirmación divina.

Ezequías cayó gravemente enfermo. El profeta le confirma de parte de Dios que está desahuciado. «Vas a morir», son sus palabras. Ezequías lo interpreta como castigo divino. Pero ¿acaso no ha sido fiel a Yavé, no ha deshecho todo el mal que hiciera su padre Ajaz? ¿Cómo puede morir el justo en la flor de su vida? Yavé se arrepiente y añade quince años a la vida del rey.

Sería demasiado rebuscado intentar hacer de esta primera parte del relato un problema teológico medieval de presciencia o volubilidad divinas. Es cierto que Isaías se expresa de un modo absoluto. Pero sabemos que en la Biblia nunca la amenaza divina es absoluta, aunque se exprese en tales términos, sino condicionada a la respuesta humana. Es una de las características propias del género literario semita.

La promesa divina va más allá de la prolongación de la vida del rey. Tanto él como la ciudad serán liberados del rey de Asiria. El rey, en efecto, recupera su salud merced a una cataplasma de higos realizada por el propio profeta. Pero, ¿la liberación? El rey exige un signo. No es su vida, sino la del pueblo la que está en juego. Por otra parte, tiene motivos para dudar. ¿Acaso no le dijo primero que moriría y luego cambió de opinión y vive? ¿Y si ahora cambiara de opinión en orden a liberarlos de la mano de los asirios?

Isaías le ofrece un auténtico milagro, algo humanamente inexplicable. La sombra retrocedería diez grados en el reloj de sol que su padre Ajaz importara de Damasco. Nos cuenta Herodoto que fueron precisamente los babilonios los inventores del reloj, solar. El milagro se realizó y la liberación también. 

Hermoso mano a mano entre el rey y el profeta, donde el único vencedor es Yavé. En este caso fue necesario un signo extraordinario. Lo normal es que los signos sean ordinarios y hasta vulgares. En cualquier caso, lo que de verdad importa es saber entenderlos de acuerdo con la voluntad de Dios. El cristiano tiene hoy el camino allanado con la garantía que le ofrece la Iglesia, intérprete fiel de la revelación. 

Comentario Salmo interleccional Is 38,10-12.16. Señor, detuviste mi alma ante la tumba vacía. 

El cántico de hoy, que la redacción actual del libro de Isaías pone en boca del piadoso rey Ezequías, es la oración de un enfermo que se siente llegado ya a las puertas de la muerte: «En medio de mis días tengo que marchar hacia las puertas del Abismo; ya no me será posible asistir a las solemnes liturgias del templo; ya no veré más al Señor en la tierra de los vivos, porque levantan y enrollan mi vida como el vendaval arrebata una tienda de pastores». Ante tamaña desgracia, el enfermo acude a Dios y ora, sus ojos, mirando al cielo, se consumen, esperando, contra toda esperanza, que el Señor intervendrá finalmente devolviéndole la anhelada salud. Dios escuchó a este enfermo -este cambio de escena constituye la segunda parte de nuestro cántico- y le devolvió la salud: Me has curado; detuviste mi alma ante la tumba vacía. Por eso entona un cántico de acción de gracias: Los vivos son quienes te alaban, como yo ahora. 

Cuando este texto fue escrito, la fe en la resurrección aún no había arraigado en el pueblo de Israel. Nosotros, que conocemos mejor que el salmista el plan de Dios, que incluye la resurrección final, podemos hacer nuestra, con mayor plenitud si cabe que el propio autor de este texto, el contenido de esta oración y de esta acción de gracias. Si es verdad que nuestra naturaleza mortal nos lleva hacia la muerte y, mientras más avanza nuestra edad, más sentimos el peso de los años -tengo que marchar hacia las puertas del Abismo, me privan del resto de mis años-, con todo, la resurrección de Cristo, que celebramos cada mañana en la hora de Laudes, nos asegura que tendremos una curación más plena que la del enfermo autor de nuestro canto: Detuviste mi alma ante la tumba vacía. Por eso tocaremos nuestras arpas todos nuestros días en la casa del Señor. 

En la celebración comunitaria, con el fin de lograr que sea más fácil captar las dos partes de este cántico -la oración del que aún está enfermo y la oración después de recobrada la salud-, es recomendable distribuir sus dos partes entre dos lectores distintos: el primero recitaría la oración del salmista enfermo (desde el principio hasta «sal fiador por mí», vv. 10-14); el segundo, la plegaria de acción de gracias una vez recobrada la salud (desde «Me has curado» hasta el final, vv. 17-20). Si no es posible cantar la antífona propia, este cántico se puede acompañar cantando alguna antífona que exprese la esperanza y la fe en la resurrección. 

El joven y piadoso rey Ezequías es visitado por la enfermedad; su territorio, saqueado por la voraz Asiria. Recordar ante Yahvé su integridad de vida, llorar con amargo llanto es cuanto puede hacer (Is 38,3). Pero el Dios de Israel es una garantía de supervivencia, como ejemplifica el nombre de Isaías: «Yahvé-salva». Dios hace que retroceda la sombra, simbolizando la prolongación de la luz de la vida. Llegado este momento, el autor prorrumpe en una acción de gracias, propia de aquel que es salvado de la calamidad. Este himno tiene dos partes: descripción de la desgracia (vv. 10-15) y alabanza a Dios por haber puesto remedio (vv. 16-20). 

La recitación de la presente acción de gracias puede ejecutarse en dos momentos y por dos salmistas distintos: Descripción de la desgracia: «Yo pensé... sal fiador por mí» (vv. 10-14). Alabanza a Dios: «Me has curado... en la casa del Señor» (vv. 17-20). Entre ambas estrofas puede hacerse una breve pausa, recitar la antífona o bien el verso último de la primera estrofa: « ¡Señor, que me oprimen; sal fiador por mí!». 

La enfermedad era pariente de la muerte, y ésta, un deshacer la trama de la existencia. Uno de los cañamazos destejidos por la muerte era la visión del Señor, reservada al mundo de los vivos. Así vive el enfermo que aquí ora con su enfermedad y su muerte. Desde el momento en que comenzó a confesarse: «Dios resucitó a Jesús de entre los muertos», la vida de los que creemos en el Señor no termina, se transforma. Si pronto tenemos que dejar nuestra tienda, tendremos una casa que no se desmorona: una habitación eterna, no hecha por mano humana. No quisiéramos ser desvestidos, pero es necesario que lo corruptible se vista de incorruptibilidad, que lo mortal se revista de inmortalidad. Será el momento en que sea vencida la muerte y desaparezcan las lágrimas de todos los rostros. Dios, que nos ha dado las arras del Espíritu vivificante, realizará esa obra admirable, porque la vida de los que en Ti creemos, Señor, no termina, se transforma. 

Las gestas memorables del Señor pertenecen al patrimonio nacional. Han de ser transmitidas de padres a hijos. El paso de la muerte a la vida, de la enfermedad a la curación, de la amargura a la paz es una acción divina que debe ser transmitida de generación en generación. La finalidad de la tradición es que los hijos aprecien la fidelidad de Dios. Nuestro Dios, que lo es de vivos y no de muertos, es el contenido último de la tradición cristiana. Pablo transmite lo que a su vez recibió: «Que Cristo fue resucitado». Es la más memorable acción de Dios transmitida al compás de la tradición. Los testigos, soportes humanos de esta tradición, son los apóstoles, y cuantos después de ellos confesamos que los vivos alaban al Dios viviente. Transmisores de la fidelidad de Dios, somos testigos suyos para nuestros contemporáneos. Mantengamos firme la fe y conservemos la tradición recibida de nuestros mayores hasta la manifestación gloriosa del gran Dios y salvador nuestro Jesucristo. 

Testigos de la vida entre los moribundos: Hay muchos condenados a muerte en nuestro mundo -hombres, mujeres, viejos y niños- que están apurando los últimos sorbos de la vida en su agonía. Hay personas -y esto es más doloroso- condenadas a una muerte prematura: su vida quedará truncada en el seno materno, en la infancia o en la juventud, y malograda a causa del egoísmo de unos hombres que acaparan para sí el derecho a dejar vivir, al dinero, a los recursos naturales y técnicos. Estos privan a muchos hombres «del resto de sus años». Los expulsan «de la tierra de los vivos», «levantan y enrollan su vida como tienda de pastores», «cortan la trama». Los pequeños indefensos sienten cómo los opresores destrozan ferozmente su vida y cómo a ellos sólo les queda sollozar y consumirse suplicando al cielo: «¡Señor, que me oprimen; sal fiador por mí!» 

Como religiosos hemos optado por una singular cercanía a los pequeños, débiles y necesitados de nuestro mundo. Sufriendo en nuestra carne lo que falta a la pasión de Cristo, compadecemos la suerte de los moribundos, de los desechados violentamente de la mesa de la vida; luchamos para que se implante la civilización del amor, que a nadie excluya; confesamos públicamente que Dios no quiere el mal, ni la muerte del hombre. 

Dios nos ha curado con las llagas de su Hijo crucificado y con su muerte nos ha hecho revivir; el recuerdo de su Hijo Jesús le hace olvidar nuestros pecados; ha ratificado en él su designio de ser un «Dios de vivos» y nos ha dejado en los sacramentos de la Iglesia la garantía de la vida eterna. Sacramentalización de la vida somos también nosotros, los religiosos, símbolos vivientes de aquella vida que no nace de la carne, ni de la sangre, ni del deseo de varón, sino sólo de Dios.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 12, 1-8. El Hijo del Hombre es Señor del Sábado. 

El evangelista Mateo cuenta en este pasaje una de las numerosas controversias entre Jesús y los fariseos respecto a la observancia del precepto sabático. La Ley mosaica prescribía abstenerse de todo trabajo el día del sábado, aunque fuera particularmente urgente, como las labores del campo en tiempos de aradura y de cosecha (cf. Ex 20,8-11; 31,12-17; 34,21; Lv 23,3; Dt 5,12-15). 

La antigua institución del sábado como día de reposo dedicado a Dios, que «descansé el día séptimo de todo lo que había hecho» (Gn 2,2), había tomado una gran importancia durante el exilio de Babilonia y en el período posterior, convirtiéndose, por tanto, en una ley férrea en el judaísmo hasta los tiempos de Jesús. El precepto del sábado, vivido al principio como día de alegría para todos (hombres, libres o esclavos, y animales), en recuerdo de la liberación de la esclavitud de Egipto, y como anticipación del reposo escatológico, en el que toda criatura participará del reposo del mismo Dios (cf. Hb 4,9-11), el precepto del sábado, decíamos, se había transformado en una casuística opresora y vinculante de lo que estaba permitido y lo que estaba prohibido, una casuística en torno a la cual divergían las diferentes escuelas rabínicas.

La afirmación de Jesús «el Hijo del hombre es señor del sábado» tiene un alcance desconcertante. Afirma, en primer lugar; que tiene una autoridad superior a la de Moisés, en virtud de su relación especial con el Dios a quien se quiere honrar observando el precepto del sábado. Él y sólo él puede establecer lo que es lícito y lo que no lo es revelador del amor del Padre, vuelve a situar al hombre en el centro del verdadero culto: rendir honor a Dios no puede ser separado del estar atentos al hombre, a quien Dios ha creado y ama. En consecuencia, no puede haber conflicto entre la ley religiosa y las exigencias del amor. La historia de Israel, dado que el carácter sagrado de los panes de la ofrenda no impidió a David y a sus hambrientos hombres alimentarse con ellos (vv. 3ss), lo confirma.

El Dios misericordioso busca la misericordia y no el sacrificio, como mostrará Jesús poco después curando al hombre de la mano atrofiada (Mt 12,9-1 3). Si los mismos sacerdotes deben infringir las normas del sábado para ejercer su ministerio, tanto más pasarán éstas a segundo plano frente a las exigencias del amor al hombre, signo imprescindible del amor y de la obediencia al Dios del amor.

Es fácil intentar encerrar a Dios en un conjunto de reglas religiosas prácticas, que nos pongan en paz la ciencia aquí en la tierra y nos aseguren la vida eterna en el más allá. Es fácil porque da seguridad y ofrece un criterio de juicio inmediato entre lo que es justo y lo que no lo es. Facilita también, por tanto, la aproximación a los otros, que pueden ser etiquetados «objetivamente» como «justos» e “injustos” o como «buenos» y «malos». Como en tiempos de Jesús, se trata de una operación que tiene mucho éxito también hoy, en una época en la que tenemos tanta necesidad de puntos de referencia ciertos, controlables, pero en la que no estamos dispuestos a trabajar para formarnos una conciencia ilustrada, capaz de discernimiento, para aprender a acoger a cada persona en su inconfundible unicidad.

Jesús recuerda a los fariseos de ayer y de hoy que Dios es misericordia y que todo lo que se le ha atribuido o tiene los signos característicos de la misericordia o se le ha atribuido en falso. La Palabra de Dios, que siempre nos interpela de una manera personal, nos incita a proceder a una verificación ¿es Jesús mi Señor? ¿O me construyo una religión propia, con ídolos y fetiches que —tal vez— tienen una apariencia devota, pero expresan el carácter pagano de mi corazón? Si nos las damos de señores de Dios y de su gracia, si planteamos la relación con él y con el prójimo sobre la base de la medida, siempre mínima, de la ley y del deber; terminaremos por excluir a Dios de la vida, declarándonos, de hecho, señores de nosotros mismos y de los otros, y nos encontraremos en la desnudez y en la necesidad de escondernos como Adán y Eva (cf. Gn 3,8-10). El grito lleno de confianza del rey Ezequías nos sirve de ejemplo: Dios no se deja vencer en generosidad; su misericordia rebosa sobre aquellos que confían en él y están dispuestos a dilatar su corazón a la medida del corazón de Dios.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 12, 1-8, para nuestros Mayores. El señor del sábado. 

En la vida de Jesús, los debates con los dirigentes judíos tuvieron gran importancia. Hubo un necesario enfrentamiento con los especialistas de la ley (los escribas) y con los laicos piadosos (los fariseos) por cuestiones que hoy, en el mejor de los casos, nos parecen pueriles. La religión debe ser liberadora del hombre. Pero aquello dirigentes religiosos la habían hecho esclavizadora. Era el yugo insoportable del que hablamos en la sección anterior. Jesús, que vino a liberar al hombre, necesariamente tenía que enfrentarse con aquéllos que lo esclavizaban, con el agravante de hacerlo en nombre de Dios y de su ley.

El descanso del sábado fue, en sus orígenes, una ley humanitaria (lo que el hombre de hoy ha descubierto en el fin de semana, aunque éste prescinda con demasiada frecuencia del descanso del espíritu). De una ley humanitaria, al servicio del hombre, los intérpretes judíos la habían convertido en institución sagrada, la más sagrada de todas; una institución no al servicio del hombre sino para ser servida por el hombre. Cuando Jesús declaró —afirmaron que recoge únicamente Marcos— que» el sábado fue hecho para el hombre y no el hombre para el sábado» (Mc 2, 27) su afirmación sonó a blasfemia. Nadie había tenido la osadía de hacer una afirmación tan escandalosa.

El descanso mandado en sábado había sido regulado tan pormenorizadamente que estaban contados hasta los pasos que podían darse (He 1,12, «el camino del sábado» es lo que estaba permitido andar en dicho día), La escena que motiva la presente discusión es bien significativa. ¿Quién consideraría trabajo arrancar unas espigas al cruzar los sembrados para entretenerse comiendo los granos? La respuesta de Jesús ridiculiza aquella mentalidad y, al mismo tiempo, demuestra sus pretensiones mesiánicas,

¿No habéis leído...? Era una fórmula técnica utilizada en las discusiones. En primer lugar, dice Jesús, la ley del sábado no es algo absoluto. Tiene limitaciones esencia les impuestas por diversas causas: a) 1 necesidad humana, que está por encima de la ley del sábado, como lo demuestra el caso de David y sus hombres; b) la necesidad cultual, el trabajo que debían realizar los sacerdotes en el templo; incluso el segundo día de la Pascua debían segar una gavilla para poder cumplir con el ritual de la fiesta, en todo caso, la mentalidad farisaica sobre el sábado —eran los fariseos los que más urgían su observancia proporciona a Jesús la ocasión para presentarse como el señor del sábado, ¿Quién podía violar sin pecado el sábado? Únicamente el señor del sábado, el Mesías, el que viene del cielo, aquel que debía traer el mundo nuevo que Dios establecería en la tierra. El Mesías tendría este poder, como está ya indicado en el Antiguo Testamento: si el rey David pudo hacer en sábado lo que el relato nos cuenta, ¡cuánto más el Rey por excelencia, descendiente de David!

Jesús es mayor que el templo. También era blasfema la frase. Más grande que el templo únicamente era Dios, que lo habitaba. La pretensión de Jesús resulta clara. Pero si se sitúa por encima del templo es para poder continuar la línea de argumentación requerida por el texto: la acción de David, que era muy inferior al templo, queda justificada por la necesidad humana en que se encontraba el rey; ahora bien, él, que es mayor que el templo, ¿no podía disponer del sábado?

Finalmente, Jesús remite a sus oponentes a un texto de la Escritura (Os 6, 6). No manifiesta con estas palabras una actitud hostil al templo, el culto o los sacrificios. La cita de la Escritura es aducida para establecer una jerarquización de valores en las cosas: más importante que el descanso sabático o los sacrificios ofrecidos en el templo es la misericordia para con el necesitado, el hambriento (12, 1). Y esto no por puro humanitarismo; es la voluntad de Dios.

Comentario del Santo Evangelio: Mt 12, 1-8, de joven para Joven. El sábado se hizo para el hombre, y no el hombre para el sábado. 

Los episodios narrados en esta página del evangelio parecen ejemplificar el contraste entre el yugo pesado de la ley y el suave y ligero propuesto por Jesús en los versículos precedentes (vv. 28-30). El deseo de una observancia rigurosa había inducido a los fariseos a elaborar una casuística detallada de los trabajos permitidos o prohibidos en el día consagrado a Dios. La libertad de Jesús al respecto es desconcertante y escandalosa para sus estrechos horizontes. En efecto, espigar para alimentarse estaba permitido, pero en el día del sábado esa acción estaba asimilada al trabajo de la trilla. De ahí la observación de los fariseos, a quienes Jesús les responde ofreciéndoles tres indicios para comprender el misterio de su persona. En primer lugar, les recuerda cómo David, el antepasado del Mesías, en un caso de necesidad análoga, fue incluso más allá de las prescripciones legales del culto. A continuación, recuerda el ejemplo de los sacerdotes que, por las exigencias de su servicio en el templo, podían infringir el descanso sabático; Jesús deja intuir al respecto que él es el verdadero lugar de la presencia de Dios, el que habría de sustituir el templo en el tiempo escatológico (cf. Jn 4,21; Ap 21,22).

Por último, tras una invitación a reconocer que el significado profundo del culto se encuentra en la misericordia, Jesús se identifica de manera implícita con el Hijo del hombre, Juez de la historia y, en consecuencia, Señor del sábado. La respuesta de Jesús resulta inquietante para los fariseos, que poco después volverán a plantear la cuestión «para acusarle».

La Ley permitía curar a los enfermos graves en sábado, pero ése no era el caso del hombre de la mano atrofiada. Jesús infringe una vez más las estrecheces del legalismo; muestra con un ejemplo muy concreto que el valor de la persona humana trasciende toda la casuística y que hacer el bien es siempre —también en sábado— la norma suprema. La hostilidad creciente de los fariseos induce a Jesús a alejarse (vv. 13-21): prosigue su misión consoladora como Siervo de Yavé, con humildad y mansedumbre, hasta que haya hecho triunfar la justicia de Dios (v. 20).

La mentalidad legalista de los fariseos puede hacernos sonreír: en ocasiones se presenta tan estrecha que resulta grotesca. Con todo, no debemos considerarla extraña a nosotros o como un fenómeno circunscrito a ciertas épocas y ambientes: su raíz se propaga hasta nosotros y a nuestro tiempo. La novedad de Jesús manifiesta la novedad misma de Dios, irreducible a los esquemas humanos. En efecto, el que cree siente constantemente la tentación de sustituir la fe —adhesión de todo el ser al Dios vivo— con la “religiosidad”, entendida como un sistema de normas, creencias y prácticas que ligan el hombre a Dios. Sin embargo, el que afirma que no cree se forma también su propio sistema de opiniones, preceptos y comportamientos tranquilizadores, rigurosamente intangibles incluso cuando se elaboran para legitimar la transgresividad.

Jesús reconduce a todos —creyentes, agnósticos o ateos— a la norma de vida fundamental: hacer el bien, poner a la persona del otro, con sus necesidades concretas, en el centro de nuestros propios intereses. Si esto vale para todos, mucho más debe valer para los cristianos, que realizan de este modo el verdadero culto a Dios, el sacrificio auténtico de ellos mismos a través del ejercicio de la misericordia. Jesús no permite que nos atrincheremos detrás del cumplimiento formal de nuestras obligaciones religiosas, probablemente juzgando mal a quienes no hacen lo mismo. Jesús nos invita, una vez más, al amor auténtico a Dios, un Dios que nos remite siempre al verdadero bien de nuestro prójimo. El nos quiere como cooperadores suyos en esta «práctica de piedad» fundamental. Toda expresión de religiosidad que no esté animada por este amor no es, en verdad, más que «puro precepto humano, simple rutina» (Is 29,13), que atrofia irremediablemente no sólo la mano, sino el corazón de quien lo practica. Que el Señor nos encuentre siempre abiertos a la novedad de su amor en las circunstancias ordinarias de nuestra vida.

Elevación Espiritual para el día.

Jesús, a causa de su amor por los hombres, está en lucha con los fariseos. ¿Qué quieren los fariseos en vez de los beneficios de todo tipo? Prodigios. Más que buenas acciones quisieran obras estrepitosas, obras que impresionen a su inteligencia, sin tender a la conversión de sus corazones. Intentan sustituir el amor de Jesús, que apela a sus posibilidades de generosidad y de amor, por un compromiso entre dos egoísmos, a saber: que Jesús acepte, por una parte, emprender una carrera gloriosa y, por otra, que renuncie a acechar sus comodidades.

Notemos que la vivacidad de las reacciones del Maestro se debe al hecho de que las malas intenciones de sus adversarios tienden a impedirle hacer el bien y a causar daño a aquellos a quienes profesa un afecto particular: los inválidos y menos favorecidos por la vida. Cuando algunos fariseos reprochan a los discípulos que arrancan espigas en día de sábado, interviene Jesús para justificar su acción: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Porque el Hijo del hombre también es señor del sábado».

Al dar esta respuesta a los sofismas que le planteaban, Jesús afirma no sólo su propia soberanía, que le permite hacer el bien en sábado, sino también el significado de esta soberanía. El sábado ha sido hecho para el hombre, y, puesto que el Mesías ha recibido todo poder sobre la humanidad, es señor de todo lo que ha sido puesto al servicio de los hombres, en especial del sábado. Es el amor a los hombres lo que rige todo, y a causa de este amor se enfrenta a los fariseos: Jesús quiere que el sábado, que había sido convertido en una institución importuna destinada a provocar oposiciones, sirva para testimoniar la bondad divina.

Reflexión Espiritual para este día 

El pueblo infiel, que abandonó los preceptos divinos porque se consideraba rico con aquella ley que no era más que sombra de los bienes futuros, y que hizo un mal uso de las riquezas adquiridas, fue arrancado de la tierra de los seres vivos, desarraigado y expulsado del sagrado tabernáculo. Se consideraba demasiado fuerte, puesto que confiaba en las vanidades humanas, a saber: en la gloria de su poder; en el oro del templo, en los preceptos de los hombres, según lo que había dicho el profeta: «Me veneran sin razón, enseñando doctrinas y preceptos humanos», y sustituyeron la Ley de Dios por la regla de la costumbre terrena, que ultraja a Dios.

Jesús, a causa de su amor por los hombres, está en lucha con los fariseos. ¿Qué quieren los fariseos en vez de los beneficios de todo tipo? Prodigios. Más que buenas acciones quisieran obras estrepitosas, obras que impresionen a su inteligencia, sin tender a la conversión de sus corazones. Intentan sustituir el amor de Jesús, que apela a sus posibilidades de generosidad y de amor, por un compromiso entre dos egoísmos, a saber: que Jesús acepte, por una parte, emprender una carrera gloriosa y, por otra, que renuncie a acechar sus comodidades.

Notemos que la vivacidad de las reacciones del Maestro se debe al hecho de que las malas intenciones de sus adversarios tienden a impedirle hacer el bien y a causar daño o aquellos a quienes profesa un afecto particular: los inválidos y menos favorecidos por la vida. Cuando algunos fariseos reprochan a los discípulos que arrancan espigas en día de sábado, interviene Jesús para justificar su acción: «El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado. Porque el Hijo del hombre también es señor del sábado».

Al dar esta respuesta a los sofismas que le planteaban, Jesús afirma no sólo su propia soberanía, que le permite hacer el bien en sábado, sino también el significado de esta soberanía. El sábado ha sido hecho para el hombre, y, puesto que el Mesías ha recibido todo poder sobre la humanidad, es señor de todo lo que ha sido puesto al servicio de los hombres, en especial del sábado. Es el amor a los hombres lo que rige todo, ya causa de este amor se enfrenta a los fariseos: Jesús quiere que el sábado, que había sido convertido en una institución importuna destinada a provocar aposiciones, sirva para testimoniar la bondad divina.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Isaías 38, 1-6; 21-22… Y Ezequías lloró con lágrimas abundantes…

En aquellos días el rey Ezequías cayó enfermo de muerte. El profeta Isaías vino a decirle: «Así habla el Señor. Deja dispuesto todo lo que quieras para los tuyos, porque morirás y no sanarás.»
El profeta se hace intérprete del querer divino.
Ezequías volvió su rostro a la pared e hizo esta oración: « ¡Ah, Señor! Dígnate recordar que yo he andado en tu presencia con fidelidad de corazón. He hecho lo que es recto a tus ojos.» Y Ezequías lloró con lágrimas abundantes.
Nos hace mucho bien leer esas cosas en la Biblia, libro inspirado por Dios. Nos hace bien saber que Dios no se extraña de nuestras faltas de esperanza, ni de nuestras plegarias. Nos hace bien ver a ese hombre que, condenado, según todas las apariencias, no se resigna sino que se agarra a la vida y suplica a Dios.
La palabra del Señor le fue dirigida a Isaías diciendo:
«Ve y di a Ezequías, he oído tu plegaria y he visto tus lágrimas. Mira, añadiré quince años a tu vida.»
Nos hace bien ver como aparentemente Dios cambia de parecer. Y ver que los mismos labios que acababan de anunciar la muerte la desmienten ahora y anuncian la curación.
Señor, concédenos confiar en la fuerza de la oración. Señor, concédenos seguir confiando aun cuando no haya indicios de curación.
Ezequías preguntó: “¿Cuál será la señal de que podré volver a subir al templo del Señor?”
Necesitamos «signos». Es verdad. El hombre está hecho así.
Incluso nuestra fe, que es un gran salto en lo desconocido, no queda abandonada a lo arbitrario ni a lo irracional.
Evidentemente no podemos comprenderlo todo, pero para lanzarnos al «gran riesgo de la fe» contamos suficientemente con algunos signos y puntos de referencia.
Isaías contestó: «Esta será para ti la señal de que el Señor cumplirá su promesa; voy a hacer retroceder diez grados la sombra que había descendido sobre el cuadrante solar...» Y desanduvo el sol los diez grados que había descendido.
Signos de este tipo no son frecuentes. Pero ¿sabemos interpretar aquellos que Dios nos da a nosotros, también? Un signo es forzosamente algo frágil, como esa sombra que varía. Podría incluso extrañarnos esa curación que, después de todo nos parece muy elemental: ¿qué son quince años más o menos de vida, ya que un día moriremos? Esto no resuelve la cuestión fundamental. ¿No nos encontramos ante una doctrina teológica muy rudimentaria que no supera la noción de una retribución terrestre?
Pero, justamente, ¿no nos sugiere Dios con ello toda la importancia que tenemos que dar a los «años que nos quedan de vida»? Hay un desprecio de las realidades de la tierra y de la vida que no es cristiano. El anuncio de la resurrección y de la vida eterna no es una huida hacia lo irreal: lo temporal cuenta para Dios. Haz, Señor que sepamos aprovechar bien cada una de nuestras jornadas.
 
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