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martes, 20 de julio de 2010

Lecturas del día 20-07-2010

20 de julio de 2010, MES DEDICADO AL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS. MARTES. XVI  SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. Feria, o SAN APOLINAR, obispo y mártir, Memoria Libre. (CIiclo C) 4ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. SS.Elías prof, José María Díaz Sanjurjo ob mar, Marina vig mr, Aurelio ob. Beatas Rita, Dolores y Francisca vgs mrs.

LITURGIA DE LA PALABRA 

Miq 7, 14-15. 18-20: Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos
Salmo 84 R/. Muéstranos, Señor, tu misericordia.
Mt 12, 46-50: “Éstos son mi madre y mis hermanos" 

En este pasaje donde los familiares de Jesús no son mencionados por sus nombres, la ‘Madre’ representa a Israel en cuanto origen de Jesús, ‘los hermanos’ al mismo Israel en cuanto miembros del mismo pueblo . Israel se queda fuera en vez de acercarse a Jesús. Este rompe su vinculación a su pueblo. Su nueva familia esta abierta a la humanidad entera; la única condición es llevar a afecto el designio de ‘Su Padre’ del cielo, que se concreta a la adhesión a Jesús mismo. El designio de su Padre, aceptado por Jesús en el bautismo y para el cual el Padre lo capacita con el espíritu, consiste en que el hombre se comprometa hasta el final de su obra salvadora. Todo aquel que se comprometa a este compromiso de Jesús queda unido en El por los vínculos más estrechos de amor e intimidad. Se constituye así la nueva familia, el nuevo pueblo universal. Jesús tiene ya una familia, sus discípulos, abierta a todo hombre, judío o pagano que tome la decisión de seguirlo. Se deja a una familia carnal para encontrar la nueva familia de hijos, hermanos, padres, madres, todos y todas en la igualdad de hijos de Dios. La dimensión vertical de los lazos carnales, se convierte en la horizontalidad de relaciones del reino, y la referencia es el mismo Jesús. El discurso de Jesús de esta manera inaugura el nuevo reino, la nueva familia a la que todos tendrán la oportunidad de pertenecer si toman la actitud de discípulos, es decir escuchar su mensaje y ponerlo por obra.

PRIMERA LECTURA.
Miqueas 7, 14-15. 18-20
Arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos
Señor, pastorea a tu pueblo con el cayado, a las ovejas de tu heredad, a las que habitan apartadas en la maleza, Pastarán en Basán y Galaad, como en tiempos antiguos; como cuando saliste de Egipto y te mostraba mis prodigios.

¿Qué Dios como tú, que perdonas el pecado y absuelves la culpa al resto de tu heredad? No mantendrá por siempre la ira, pues se complace en la misericordia.

Volverá a compadecerse y extinguirá nuestras culpas, arrojará a lo hondo del mar todos nuestros delitos. Serás fiel a Jacob, piadoso con Abrahán, como juraste a nuestros padres en tiempos remotos.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 84
R/.Muéstranos, Señor, tu misericordia.
Señor, has sido bueno con tu tierra, / has restaurado la suerte de Jacob, / has perdonado la culpa de tu pueblo, / has sepultado todos sus pecados, / has reprimido tu cólera, / has frenado el incendio de tu ira. R.

Restáuranos, Dios salvador nuestro; / cesa en tu rencor contra nosotros. / ¿Vas a estar siempre enojado, / o a prolongar tu ira de edad en edad? R.

¿No vas a devolvernos la vida, / para que tu pueblo se alegre contigo? / Muéstranos, Señor, tu misericordia / y danos tu salvación. R.

SANTO EVANGELIO.
Mateo 12, 46-50
Señalando con la mano a los discípulos, dijo: "Éstos son mi madre y mis hermanos"
En aquel tiempo, estaba Jesús hablando a la gente, cuando su madre y sus hermanos se presentaron fuera, tratando de hablan con él. Uno se lo avisó: Oye, tu madre y tus hermanos están fuera y quieren hablar contigo."

Pero él contestó al que le avisaba: ¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?"

Y, señalando con la mano a los discípulos, dijo: Éstos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre."

Palabra del Señor.

Comentario de la Primera Lectura: Mi 7,14-15.18-20. Arrojaré a lo hondo del mar todos nuestros delitos.
Este pasaje constituye la conclusión del libro de Miqueas, pero se remonta en realidad, según el parecer concorde de los exégetas, al período postexílico. El pueblo vuelve a la tierra de Canaán, pero la encuentra inhóspita, muy diferente de la anhelada por los oráculos proféticos, que habían sostenido la esperanza del retorno entre los exiliados. A los repatriados les han dejado las zonas menos fértiles y más inaccesibles, mientras que los pueblos vecinos ocupan lo mejor del territorio que una vez había pertenecido a Israel. De ahí la invitación dirigida a Yavé para que, como pastor, conduzca al pueblo —su rebaño— a pastos mejores, como lo hizo en otro tiempo, cuando los guió desde la esclavitud de Egipto a la libertad de la Tierra prometida, obrando signos maravillosos.

La nueva evocación de las mirabilia Dei en tiemps del Éxodo conduce de nuevo al acontecimiento de la alianza, que hizo conocer a Israel, por una parte, el amor del Señor y, por otra, su propia identidad de pueblo, y de pueblo de Dios. Eso es precisamente lo que los repatriados necesitan encontrar y experimentar de nuevo. 

El pasaje concluye alabando la misericordia de Dios, que perdona las culpas con facilidad (v. 18), porque él mismo se ha dado a conocer como «lento a la ira y rico en benevolencia» (Ex 34,6). El Dios del Éxodo se había manifestado como alguien que goza dispensando dones a los hombres y no busca su castigo, sino su conversión al amor. Por eso está seguro el orante de que Dios echará las culpas en el fondo del mar (v. 19), del mismo modo que serán precipitados al mar los enemigos del pueblo.

La oración se vuelve explícita: Dios es fiel a la alianza estipulada ya en los tiempos antiguos con los patriarcas, aunque declarada válida y eficaz para las generaciones futuras (v. 20; cf. Gn 15,18).

Comentario del Salmo 84. Muéstranos, Señor, tu misericordia.

Este es un salmo de súplica colectiva. El pueblo está reunido y clama pidiendo que el Señor lo restaure y le dé la salvación (5-8).

Tiene tres partes: 2-4; 5-8; 9-14. En la primera (2-4), el pueblo recuerda el pasado reciente. Reconoce que el Señor ha sido bueno. Seis son las acciones de Dios en favor de Israel de las que se hace memoria: «has favorecido», «has restaurado» (2), “has perdonado”, «has sepultado» (3), «has reprimido» y «has frenado» (4). Estas acciones se refieren al final del exilio en Babilonia (año 538 a.C.). En cambio, en la segunda parte (5-8), el pueblo tiene la sensación de que el Señor se ha olvidado de todos estos favores, pues Israel necesita ser restaurado nuevamente. Surge, así, la súplica, caracterizada por cuatro peticiones: «restáuranos», «renuncia» (5), «muéstranos» y «concédenos» (8). Comparando la primera parte con la segunda, nos damos cuenta de lo siguiente: en la primera, el Señor había restaurado a los cautivos de Jacob (2b); ahora, en la segunda, estas mismas personas necesitan nuevamente ser restauradas (5ª). Antes, Dios había reprimido su cólera y había refrenado el incendio de su ira contra el pueblo (4); ahora, Israel tiene la sensación de que Dios ha desatado su ira y ha dado rienda suelta a su cólera, y el pueblo no sabe cuándo terminará esta situación (6). En la primera parte, el pueblo tenía vida y se alegraba; ahora, la vida y la alegría sólo son objeto de esperanza y mera expectativa (7). Antes, el pueblo sintió el amor del Señor y experimentó su salvación; ahora, se ve en la necesidad de pedir estas mismas cosas (8).

De en medio del pueblo surge una voz, que habla en nombre de Dios. Es la tercera parte (9-14). Este profeta anónimo afirma que el Señor anuncia la paz para quienes le son fieles (9). La paz, para el pueblo de la Biblia, significa plenitud de vida y de bienes. La salvación está próxima y la gloria de Dios volverá nuevamente a habitar en la tierra (10). El universo en su totalidad va a participar en una inmensa coreografía, Se trata de la danza de la vida, que está a punto de comenzar. Ya están formándose las parejas: el Amor con la Fidelidad, la Justicia con la Paz. (11- 12). Es una danza universal, pues de la tierra brota la Fidelidad y desde el cielo baja la Justicia. La coreografía del universo comienza con una inmensa procesión que recorre la tierra. Al frente va la Justicia, detrás le sigue el Señor y, después de él, la Salvación (14). ¿Cómo se va a concretar todo esto? Por medio de un intercambio de dones. El Señor envía la lluvia a la tierra, y la tierra da su fruto (13) para que el pueblo viva y celebre su fe, alegrándose con el Señor (7).

Este salmo da por supuesto que el pueblo está reunido y, además, vive una situación de catástrofe nacional. Estamos en el período posterior a la vuelta del exilio en Babilonia (2b). El texto menciona cuatro veces la tierra (2a. Todo parece indicar que estamos en un tiempo de sequía (13a), de hambre. El pueblo clama al Señor pidiéndole que le restaure, que le perdone y, sobre todo, que le dé vida. Cuando la tierra no da su fruto, el pueblo carece de vida (7a) y no tiene motivos para hacer fiesta (7b). No se habla de enemigos, pero ya sabemos cómo vivía el pueblo a su regreso de Babilonia. Políticamente, depende del imperio persa, económicamente, está bajo su explotación. Tenía que aumentar la producción para satisfacer el tributo a los persas. Si la tierra produjera, podrían vender los productos y comprar plata para enviarla en pago por el tributo a que les había sometido el imperio persa. En caso de que no lloviera, la situación empeoraba notablemente. A esto hay que añadir la corrupción interna. El libro de Nehemías (capítulo 5) muestra con toda claridad a qué situación llegó el pueblo a causa de todo esto. Sin ser los dueños de la tierra y sin que esta produjera sus frutos, el pueblo carecía de vida.

Se trata, por tanto, de una súplica por la vida que brota de la tierra. Se le pide a Dios que responda con la salvación, que envíe la lluvia a la tierra, para que dé su fruto y produzca vida que le permita al pueblo celebrar y hacer fiesta. Entonces, tendrá lugar una gran celebración, la fiesta de la vida, que abarcará todo el universo: una danza a la que se verán arrastrados Dios y el pueblo, el cielo y la tierra, dando así comienzo a la procesión de la vida. Dios camina con su pueblo, precedido por la Justicia y seguido por la Salvación.

La primera parte (2-4) nos hace ver que Dios sigue liberando a su compañero de alianza. La segunda (5-8) habla de la ausencia de este compañero liberador. Su ausencia representa la falta de vida. La tercera (9-14) apunta a la esperanza en el Señor, aliado y liberador, capaz de devolver la vida Amor, Fidelidad, Justicia, Paz y Salvación son los rasgos característicos de este Dios que camina con su pueblo. Es un Dios que habita en el cielo, pero que hace brotar la Fidelidad de la tierra (12).

Además de lo dicho, este salmo pone de manifiesto que el Dios de Israel está vinculado a la tierra, símbolo de vida. Entre el Señor y la tierra hay un diálogo abierto y un intercambio de bienes. Dios envía la lluvia y la tierra le proporciona alimento al pueblo; el pueblo, por su parte, lo celebra con Dios, ofreciéndole las primicias. Conviene recordar, también, que el Señor camina con su pueblo precedido por la Justicia y seguido por la Salvación (14).

Al margen de lo que ya se ha dicho a propósito de los salmos de súplica colectiva, no está de más establecer algunas relaciones con Jesús. El es el amor y la fidelidad de Dios con respecto a la humanidad (Jn 1,17), el verdadero Camino hacia la Vida (Jn 14,6). El anciano Simeón, al tomar al niño Jesús en sus brazos, afirma estar viendo la gloria divina que habita en medio del pueblo (Lc 2,32). Jesús perdonó los pecados y, en lugar de airado, se mostró misericordioso, manso y humilde de corazón con los sencillos y los pobres, restaurando la vida de cuantos estaban oprimidos...

Es bueno rezar este salmo a partir de los clamores del pueblo que implora la libertad, la vida, la tierra (lluvia), la salud, la justicia; podemos rezarlo cuando tenemos la impresión de que Dios no nos escucha; cuando sentimos que camina con nosotros. La liturgia propone este salmo para el tiempo de Adviento, abriéndonos a todo tipo de espera y esperanza, preparándonos para la venida de Dios...

Comentario del Santo Evangelio: Mateo 12,46-50. Señalando con la mano a los discípulos, dijo: “Éstos son mi madre y mis hermanos”. 

Jesús estaba hablando a la gente cuando llegan sus familiares a hablar con él. Y Jesús, al plantear la cuestión de quiénes son sus parientes, declara la condición de los nuevos vínculos de los que son engendrados de Dios, y no de la carne y de la sangre (cf. Jn 1,13): la escucha y la puesta en práctica de su Palabra. Los fariseos y los maestros de la Ley, que no creen en él, quedan encerrados en la búsqueda de un signo y no se dan cuenta de que está presente la realidad misma, mucho mayor que cualquier signo (cf. Mt 12,38-42). Los discípulos, que escuchan su Palabra, se abren a la comunión más profunda posible con él, según la experiencia humana: la que mantenemos con nuestra madre y nuestros consanguíneos.

Jesús mismo es la Palabra: quien le recibe llega a ser en él hijo del Padre. Hacer la voluntad del Padre es la condición que debe cumplir el hijo auténtico; como él, que ha venido al mundo no para hacer su propia voluntad, sino la del Padre, que le ha enviado (cf. Jn 6,38). Al decir esto, pone Jesús de relieve la grandeza de su madre, María, que lo engendró según la carne precisamente haciéndose discípula, acogiendo la voluntad del Padre: «Aquí está la esclava del Señor, que me suceda según dices» (Lc 1,38).

La maravilla más grande es que Dios nos considere “de su casa”, como familia suya. Tal vez estemos demasiado poco habituados a esta verdad y dejemos perder sus implicaciones, como un muchacho al que le parece que le son debidas las atenciones de sus padres y, en consecuencia, sólo adelanta pretensiones. Dios, a buen seguro, es fiel a su don de amor: nos ofrece en todo momento el perdón y la salvación. Ahora bien, ¿cómo nos situamos nosotros en la relación con él? Jesús dice con toda claridad que quien cumple la voluntad del Padre entra en comunión con él. Vale la pena preguntarse cuánto nos interesa la voluntad del Padre y cómo intentamos conocerla. Es preciso que estemos muy atentos a no confundir la voluntad de Dios con nuestro punto de vista personal, con nuestro propio modo de sentir. Dios nos ha dado a conocer su voluntad, en primer lugar, comunicándonos su Palabra. En Jesús nos ha dicho todo lo que quería decirnos. ¿Conocemos la Sagrada Escritura? ¿Cómo hacemos para conocer cada vez mejor esta «carta de Dios a los hombres»? Conocer implica «hacer»: ¿cómo hacemos para crecer en la coherencia? ¿Examinamos nuestra vida a la luz de la Palabra del Señor, tal vez con alguien que nos acompañe en el camino de la fe? 

Comentario del Santo Evangelio: Mt 12,46-50, para nuestros Mayores. “Los que cren en la palabra de mi Padre ésos son mi madre y mis hermanos”. 

Ser y hacer fraternidad. Una vez más, hay que tener en cuenta que, en el relato, lo que menos importa es la anécdota. Mateo la ofrece como vehículo para comunicar el mensaje que Jesús quiere transmitir, tomando como pretexto la visita de su madre y sus primos. Quiere poner de relieve la importancia de la nueva familia que él ha fundado en torno a su persona y la de las fraternidades que, gracias a su mensaje, están surgiendo como pequeñas hogueras en todo el Imperio. Son fraternidades unidas por la vivencia del mandamiento nuevo (Jn 13,34).

En una civilización como la que envuelve el periodo histórico de Jesús, en la que tenían tanta importancia los lazos de carne y sangre, es decir, el clan familiar, en una comunidad eclesial en la que han surgido discusiones por la importancia que daban algunos a los parientes carnales de Jesús hasta querer otorgarles derechos dinásticos, él desmitifica los vínculos familiares y da toda la importancia a los lazos del espíritu.

Hay que partir del supuesto de que Jesús habla en serio, que no se trata de un lenguaje poético, que no quiere decir que quien “escucha su palabra y cumple la voluntad de su Padre” es “como si fuera su hermano. La sintonía con el espíritu de Jesús genera una comunión de vida con él mucho mayor que la que pueden establecer los simples lazos carnales. Jesús, en concreto, tiene una experiencia familiar amarga. Sus familiares, al menos en los comienzos, lo quieren recluir “porque decían que no estaba en sus cabales” (Mc 3,21).

En una sociedad en la que tanto se presume de categorías sociales y de familiares ilustres, Jesús nos ofrece la oportunidad de ser sus hermanos y de integrarnos en la Familia divina como hijos del Padre (1 Jn 3,1) y templos del Espíritu (1 Co 6,19). Dios predestinó que “él fuera el mayor de una multitud de hermanos” (Rm 8,29). “Anda, ve a decirles a mis hermanos: Subo a mi Padre, que es vuestro Padre” (Jn 20,17). Al llamarles a ellos “hermanos” nos lo llama a todos sus discípulos (Jn 17,20; Hb 2,11).

Ésta es la sublime realidad con todo lo que conlleva de amor, solicitud y ayuda por parte de Cristo hacia los que somos sus hermanos. Porque él es el mejor de los hermanos. Desde su condición de resucitado, libre de los condicionamientos de tiempo y espacio, entabla una relación personal con quienes quieran aceptarla; así lo han vivido los santos de todos los tiempos.

El amigo, el pariente más próximo. G. Marañón hizo una afirmación genial: La amistad es el primer grado de parentesco. Los parientes nos son dados, los amigos los elegimos. Con los parientes tenemos en común elementos biológicos; con los amigos, psicológicos. Los amigos son almas gemelas, como decían los clásicos y reproduce san Lucas al hablar de la comunidad de Jerusalén: “Tienen un solo corazón y una sola alma” (Hch 4,32), son un alma en varios cuerpos.

En relación con la amistad de Jesús, los escritos del Nuevo Testamento nos sumergen en un misterio insondable, que escapa al entender humano. En el evangelio de Juan se ofrece esta unión misteriosa, pero real, de Jesús con sus amigos con la alegoría de la vid y los sarmientos: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que sigue conmigo y yo con él, ése da fruto abundante” (Jn 15,5-6). De la cepa, que es él, nos viene la savia que produce los racimos del querer y del hacer de nuestra vida.

Entre Jesús y sus amigos hay una simbiosis que sólo es creíble desde su palabra inequívoca. La densidad y hondura de esta comunión vital depende del grado de identificación psicológica con él. Los santos llegan a sentirse como vividos por él. Así Pablo llega a decir: “Vivo yo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí” (Gá 2,20; Flp 1,21). Santa Teresa lo dice con su lenguaje castellano: “Tú eres la vida de mi vida y el sustento que me sustenta”. San Antonio M. Claret confesaba: “Me siento como un hierro candente, invadido del fuego, que es Cristo”. Ésta es la comunión vital que Cristo quiere tener con todos nosotros; un misterio que sobrepasa toda fraternidad biológica.

Escuchar la Palabra y cumplirla. ¿Qué es lo que se requiere para que se establezcan los lazos fraternos entre Jesús y el hombre? Mateo y Marcos hablan sólo de “cumplir la voluntad del Padre”; Lucas señala: “escuchar el mensaje y ponerlo por obra” (Lc 8,21): lo repite como respuesta al elogio de la mujer de pueblo (Lc 11,28). Los primeros simplifican y ponen como condición lo que es el fruto de la escucha. ¿Por qué la escucha y la vivencia de su palabra son condición ineludible para la fraternidad y amistad con Cristo? Porque la aceptación de su palabra nos identifica con él. Es su palabra la que nos revela su espíritu, sus sentimientos y valores, su visión del Padre, de los hombres, de las realidades mundanas, de la vida y la muerte, del proyecto de Dios. Sólo aceptándola podremos tener sus mismos sentimientos (Flp 2,5), podremos ver con sus mismos ojos y compartir su amor como ocurre entre amigos. ¿Por qué es imprescindible “poner por obra la Palabra”? Porque sólo el que la pone por obra la ha acogido de verdad.

Hablando de la condición para ser su amigo, señala: “Si hacéis lo que yo os mando” (Jn 15,14). Y lo que les ha mandado es: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 15,12). Sólo quien acepta a los demás como hermanos y vive la amistad con ellos, hace la voluntad de Dios, tiene el espíritu en sintonía con Cristo y goza la fraternidad.

La humilde mujer de pueblo sentía envidia de los parientes de Jesús, los creía afortunados sólo por eso; pero Jesús le dice rotundamente: “Bienaventurados los que escuchan la Palabra y la ponen por obra”(Lc 11,28) porque ésos “son mis verdaderos hermanos” (Lc 8,21).

Comentario del Santo Evangelio: Mc 3, 20-35 (o bien) Mt 12, 46-50, de Joven para Joven. Una nueva familia.

Es la perspectiva del parentesco, del natural al espiritual, la que da el tono del fragmento: lo abre (vv 20s) y lo cierra (vv. 3 1-35).

Jesús sigue su infatigable obra no en la sinagoga, sino en el escenario de una casa. La gente se agolpa y ni siquiera le deja comer. Sus parientes están preocupados por este trabajo excesivo y se sienten en la obligación de tomar medidas. Van a buscarle para llevárselo. Marcos nos regala una nota que no recogen los otros evangelistas; se trata de la valoración desfavorable que hacen de él los que aparecen designados como «sus parientes». Le consideran alguien que ha perdido la cabeza. Su entrega a la misión emprendida supera los límites de una normalidad aceptable. Si a esto añadimos las ásperas críticas que dirige a la clase dominante, los numerosos choques verbales y otras rarezas, tendremos el cuadro que justifica la preocupación de sus parientes. Además, todo concurre a poner en peligro el buen nombre de la familia y a proyectar sobre ella la sombra del descrédito. Es mejor poner freno a esas extravagancias —aunque sea de una manera torpe, si es de utilidad— y reconducir a Jesús al regazo familiar de la vida cotidiana. En realidad, Jesús «está fuera» (como dice el verbo griego) verdaderamente, aunque no del sentido común, como creían sus parientes, sino de la uniformidad plana en la que querrían encerrarle. Está fuera de lo común. 

Si para sus parientes Jesús es un trastornado, para los maestros de la ley —que, como se precisa, proceden de Jerusalén— es un endemoniado (v. 22). La valoración de la persona de Jesús se vuelve ahora gravemente negativa. Jesús rechaza desde el principio (vv. 23-26) la calumnia de los maestros de la ley, y lo hace con una observación tan obvia que el evangelista la adjudica al género parabólico. Una actitud predispuesta en sentido negativo respecto al Maestro hace, en realidad, el corazón impenetrable incluso a la palabra más simple y persuasiva, y así acaba por transformar la parábola de instrumento de misericordia en ocasión de endurecimiento y causa de castigo (cf. Mc 4,10.12). Que Belzebú se sirva de Jesús para expulsar a uno de sus acólitos del endemoniado es comportarse de una manera estúpida, eso lo ve hasta un niño; ahora bien, Jesús lo dice «en parábolas» porque sabe que los maestros de la ley no se dan por enterados, y con ello firman su propia condena.

El v. 27 presenta, a continuación, al hombre que, aunque fuerte, no puede impedir que otro más fuerte que él entre en su casa y la saquee. Esta consideración tal vez sea menos transparente que la anterior. El escenario sigue siendo la casa, pero el drama que se desarrolla en ella contempla la contraposición de dos enemigos declarados, no, como antes, dos aliados que, de una manera desconsiderada, se hacen guerra sin darse cuenta de que se están dañando ellos mismos. El más fuerte de los dos enemigos es Jesús y él garantiza a la Iglesia que, en la lucha emprendida contra el príncipe de los demonios, pondrá al adversario contra las cuerdas; por consiguiente, la invita a depositar en él su confianza y a seguirle con una fidelidad plena.

Con los vv 28s cambian los destinatarios. Jesús dela de lado a los que se niegan a creer y se dirige sólo a os que lo aceptan. El v. 30 declara, en la conclusión de la perícopa, que, al hablar de la blasfemia contra el Espíritu Santo, Jesús toma como motivo la perfidia de los maestros de la ley, que se han atrevido a decir que está conchabado con Belzebú. En efecto, la blasfemia contra el Espíritu Santo es «el rechazo obstinado a reconocer los signos y la acción de Dios en los signos de su Santo Espíritu, es cerrar los ojos a la positividad de la predicación profética y de la actividad de Jesús, interpretándolas como acción demoníaca» (R. Pesch). Es el pecado contra la luz. Quien llega a este nivel de odio y de rechazo es como si hubiera sellado su destino y su condena definitiva, porque cancela la luz, declarándola tiniebla y combate contra el bien definiéndolo como mal. Lo que dice Jesús sobre el pecado contra el Espíritu Santo «pone en guardia, con profunda seriedad, contra la extrema, casi inimaginable, posibilidad demoníaca del hombre de declararle la guerra a Dios no en medio de la debilidad y la duda, sino después de haber sido derrotado por el Espíritu Santo, sabiendo, por consiguiente, con precisión, a quién le declara la guerra»

De manera antitética con lo que se ha dicho hasta ahora, la parte final del fragmento (vv. 3 1-35) está llena de luz y de esperanza. Los protagonistas son ahora aquellos que intuyen de manera profunda el misterio de Jesús. Estos reciben, en cambio, una definición exaltante, porque se les identifica con los que cumplen la voluntad de Dios. Todo había partido de una visita de su madre y de sus «hermanos». Jesús sorprende a todos poniendo en tela de juicio el primado de los vínculos de la sangre, que han constituido los fundamentos de la sociedad desde tiempos inmemoriales: están primero los vínculos espirituales y la voluntad de comprometerse con el proyecto de Dios. La consanguinidad queda trascendida en beneficio de una nueva fraternidad. Ya no cuentan los vínculos de la nación, de la raza, de la pertenencia étnica o social, porque ahora es posible ser familia de Jesús.

Elevación Espiritual para este día.

No debemos ser sabios y prudentes según la carne; debemos ser más bien sencillos, humildes y puros. Nunca debemos desear estar sobre los otros; antes bien, debemos ser siervos y estar sometidos a toda criatura humana por amor a Dios. Y sobre todos aquellos y aquellas que se comporten de este modo, siempre que hagan tales cosas y perseveren en ellas hasta el final, reposará el Espíritu del Señor, y en ellos establecerá su habitación y morada. Y serán hijos del Padre celestial, y harán sus obras, como esposos, hermanos y madres de nuestro Señor Jesucristo. Somos esposos cuando el alma fiel se desposa con Jesucristo mediante la acción del Espíritu Santo. Somos hermanos cuando hacemos la voluntad de su Padre, que está en el cielo. Somos madres cuando lo llevamos en nuestro corazón y en nuestro cuerpo por medio del amor y la pura y sincera conciencia, y lo engendramos por medio del santo obrar, que debe resplandecer como ejemplo para los otros. ¡Oh, cuán glorioso y santo, consolador, bello y admirable es tener semejante Esposo! ¡Oh, cuán santo, cuán delicioso, agradable, humilde, pacífico, suave y amable y deseable por encima de cualquier cosa es tener tal hermano e hijo! (Francisco de Asís, Carta a todos los fieles).

Reflexión Espiritual para el día. 

Entre las palabras duras que tienen un sello de autenticidad, encontramos un episodio rara vez recordado, porque es así insoportable para nuestra mentalidad moderna, y tal vez lo fuera también para los espíritus antiguos. Los parientes de Jesús, tras enterarse de lo que estaba pasando, llegaron para llevárselo con ellos diciendo: « ¡está loco!». Y los escribas, venidos de Jerusalén, dijeron: «Está poseído por el demonio». Sobrevinieron su madre y sus hermanos. Estos, quedándose aparte, lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor. Le dijeron: « ¡Oye! Ahí fuera están tu madre y tus hermanos, que quieren hablar contigo». El respondió: « ¿Quién es mi madre, quiénes son mis hermanos?».

Para comprender este pasaje debemos recordar que Moisés había mandado condenar a muerte a los falsos profetas, a los magos que hacían milagros. Además, en aquellos tiempos estaba admitida la responsabilidad colectiva, de suerte que los padres eran responsables si no denunciaban a su hijo como falso profeta. Desde esos presupuestos, podemos comprender el comportamiento de la gente de Nazaret. Es preciso volver inocuo a Jesús, impedir que se pierda. Y no sólo él, sino también los suyos, posiblemente todo el pueblo. De ahí que los hermanos de Jesús, llevando con ellos a la Virgen, le pidan que renuncie a su locura, o sea, a su misión. 

Jesús es abandonado por sus paisanos. Es sospechoso frente a las autoridades, que han venido hasta su tierra para desarrollar una investigación. Pero eso no es nada aún. Lo más duro es que los suyos quieren aislarlo, hacerlo pasar por un extravagante. Jesús sufre al ver que su misión no es comprendida por aquellos que le son más próximos, por aquellos que, durante treinta años, le han visto vivir en un pueblo donde nada queda oculto. Entonces Jesús, posando la mirada pobre aquellos que estaban en círculo a su alrededor, dijo: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre». Nunca se ha negado la dureza de estas palabras. En realidad, equivalen a aquellas otras de san Juan al comienzo de su evangelio: «Vino a los suyos, pero los suyos no la recibieron. A cuantos la recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre, les dio poder para ser hijos de Dios»

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Miqueas 7, 14-15, 18-20. Una vez más, ten piedad de nosotros. 

Conduce, Señor, a tu pueblo con tu cayado, el rebaño de tu heredad, que mora solitario entre malezas... En este tiempo de vacaciones, de nuevo una imagen pastoral: el amor del pastor, un rebaño conducido por el rabadán. Al hilo de mi imaginación, llevo a la oración esa escena.
Como en los días de tu salida de Egipto, ¡haznos ver maravillas!
Recuerdo de los anteriores beneficios.
Yo también evoco lo que Dios ha hecho por mí en el pasado.
¿Qué Dios hay como Tú que quite la culpa... que perdone el delito..., que no mantenga su ira por siempre... puesto que se complace en el amor? Se trata de un descubrimiento que hay que ir repitiendo sin cesar. ¡Este Dios! y no otro. ¿Qué Dios hay como Tú? Un Dios que es, ante todo, «bueno», misericordioso, benévolo. Un Dios tenaz que continúa amando a su pueblo a pesar de su infidelidad.
¡Un Dios «que se complace haciendo beneficios»! Es una de las definiciones más conmovedoras de Dios. Toda la historia de la salvación nos lo prueba. Dios es así. Todo el evangelio nos confirma en esta certidumbre: El gozo de Dios es hacer beneficios. (Lucas 15, 7) Soy pecador, lo sé.
Más que mirar mis pecados, contemplo a Dios... el que perdona, el que borra la falta, el que se complace en perdonar...
Una vez más, ten piedad de nosotros.
Me gusta este «una vez más». ¡De tal modo esto es verdad!
A pesar de las más hermosas resoluciones, uno vuelve a encontrarse con sus pecados.
Una sola solución: «una vez más, ten piedad de mí.» Señor, concédeme la gracia de no dudar nunca de la repetición incansable de tu perdón. Ayúdame a no desanimarme nunca ante mis recaídas, porque yo creo en tu constancia.
En el deseo de nunca más pecar, ¿no se esconderá el secreto orgullo de llegar a poder prescindir de Ti, Señor? Cuando la misteriosa utilidad del pecado es ayudarnos a tener más viva la conciencia de que «sin Ti no podemos hacer nada» (Juan 15, 5)
¡Pisotearás nuestras culpas, arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados!
Dos imágenes muy penetrantes: pisotear, arrojar al fondo del océano.
Desde el abismo de nuestra miseria, bajo el peso de nuestros hábitos difíciles de vencer, cuán bueno es pensar que así trata Dios nuestros pecados.
Un olvido total. Como el objeto arrojado por la borda y que desaparece para siempre, en el fondo del abismo.
Otorga fidelidad a Jacob, tu amor y gracia a Abraham, como juraste a nuestros padres desde antaño.
Efectivamente, nuestra seguridad es esa constante acción de Dios a lo largo de la historia: desde muy antiguo es éste su obrar. No hay razón para que cambie... ¡Millares y millares de veces, ha estado perdonando! ¿Cómo podríamos dudar hoy?
Al hombre moderno, habitualmente, no le agrada depender del perdón de otro. Y el término «misericordia» es rechazado. (Nota al pie). Da la impresión de alienación: se prefiere construirse cada uno su vida. Pero, ¿es esto posible? Y además la misericordia de Dios no nos reemplaza: suscita la cooperación, el esfuerzo de conversión..., y nos invita a ser nosotros misericordiosos para con los demás.

(Véase la encíclica “Dives in Misericordia”, de Juan Pablo II)
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