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martes, 10 de agosto de 2010

Lecturas del día 10-08-2010

10 de Agosto 2010. MARTES DE LA XIX SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 3ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA. SAN LORENZO, diácono y mártir, Fiesta. SS. Blano ob.

LITURGIA DE LA PALABRA 

2 Corintios 9,6-10. Al que da de buena gana lo ama Dios.
Salmo 111. R/.  Dichoso el que se apiada y presta.
Santo Evangelio: Juan 12,24-26. A quien me sirva mi Padre lo premiará.

Lorenzo nació en Huesca (España). El papa Sixto II le recibió en Roma. Fue archidiácono al servicio de la Iglesia en tiempos de persecución. Cuando el 6 de agosto del año 258 fue llevado el papa al suplicio, le recomendó que distribuyera entre los pobres los bienes de la Iglesia y le profetizó el martirio, lo que tuvo lugar el 10 de agosto. El emperador Valeriano le condenó a morir en una parrilla. Sus reliquias se encuentran en San Lorenzo Extramuros.

PRIMERA LECTURA
2 Co 9,6-10.
Al que da de Buena gana Dios lo ama.
Hermanos: El que siembra tacañamente, tacañamente cosechará; el que siembra geterosamente, generosamente cosechará.

Cada uno dé como haya decidido su conciencia: no a disgusto ni compromiso; porque al que da de buena gana lo ama Dios. Dios poder para colmaros de toda clase de favores, de que, teniendo siempre lo suficiente, os sobre para obras. Como dice la Escritura: «Reparte limosna a los pobres, justicia es constante, sin falta.» El que proporciona semilla a sembrar y pan para comer os proporcionará y aumentará la
y multiplicará la cosecha de vuestra justicia.

Palabra de Dios.

Salmo Responsorial. 111.
R/. Dichoso el que se apiada y prestas 

Dichoso quien teme al Señor y ama de corazón sus mandatos. Su linaje será poderoso en la tierra, la descendencia del justo será bendita. R.

Dichoso el que se apiada y presta, y administra rectamente sus asuntos. El justo jamás vacilará, su recuerdo será perpetuo. R.

No temerá las malas noticias, su corazón está firme en el Señor. Su corazón está seguro, sin temor, hasta que vea derrotados a sus enemigos. R.

Reparte limosna a los pobres; su caridad es constante, sin falta y alzará la frente con dignidad. R.


SANTO EVANGELIO.
Jn 12 24-26.
A quien me sirva mi Padre lo premiará 

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da muchos frutos. El que se ama así mismo se pierde, y el que se aborrece así mismo en este mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quién me sirva, el Padre lo premiará”.

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: 2 Corintios 9,6-10. Al que da de buena gana lo ama Dios.
Son muchas las pobrezas humanas: espirituales, materiales, culturales, morales. Más no hay ninguna a la que no pueda llegar y colmar la caridad. Dios mismo se muestra siempre espléndido, como fuente de su seno trinitario, en todo impulso dinámico y consiguiente fecundidad de frutos. La criatura se convierte en su instrumento. Cuanto más da, más goza del amor divino, porque éste se trasvasará aún en mayor cantidad y se verterá en ella al encontrar una plena consonancia. Por eso recogerá con largueza: Dios mismo cultivará cuanto siembra y hará fructificar la obra del justo realizada con su amor.

Comentario del Salmo 111. Dichoso el que se apiada y presta.
Un fiel israelita entabla un diálogo íntimo con Yavé, y de la riqueza de su corazón brota un poema lírico en el que van apareciendo distintos y variados elogios de lo que él considera el hombre justo. Según él, el hombre justo es alguien a quien Dios bendice incluso en su descendencia: «Su descendencia será poderosa en la tierra, bendita será la descendencia de los rectos». Tiene tan firmemente anclado su corazón en Dios, que no se dejará abatir por el miedo cuando este se presente acompañado de las malas noticias que, de una forma o de otra, le alcanza al igual que a los demás mortales: «Nunca teme las malas noticias: su corazón está firme en el Señor». Su justicia va acompañada de la compasión y de la misericordia, por lo que no escatima medidas a la hora de ayudar con sus bienes a los más desfavorecidos: «El da limosna a los pobres. Su justicia permanece para siempre, y alza la frente con dignidad».

Podríamos seguir describiendo otros elogios que el salmista hace del hombre justo. Vamos, sin embargo, a detenernos en uno especial que nos parece el centro neurálgico de su poema: «En las tinieblas brilla como una luz para los rectos, él es justo, clemente y compasivo».

Es evidente que todo el salmo es una descripción del Mesías y, por supuesto, le identificamos en todos los rasgos ya mencionados. Pero queremos insistir en este último que acabamos de exponer: El justo es luz en las tinieblas.

No hay duda de que nos encontramos ante un signo mesiánico muy acusado. Jesucristo proclama: “Yo soy la Luz del mundo”. Si seguimos sumergiéndonos en el Evangelio, nuestros ojos se fijan en la oración de Zacarías, en la alabanza que salió de su boca ante el nacimiento de su hijo san Juan Bautista. En su oración de bendición proclama ante todos los que se habían reunido a su alrededor, que el Hijo de Dios vendrá al mundo «para iluminar a los que habitan en tinieblas y en sombras de muerte y para guiar nuestros pasos por el camino de la paz» (Lc 1,79).

Jesucristo es la luz de Dios que abre nuestros ojos para que adquiramos una nueva capacidad de verle, conocerle y poseerle.

Al abrir los ojos de los hombres, Jesucristo manifiesta que su luz es la expresión de la ternura y misericordia de Dios Padre anunciada por el salmo. Ternura y misericordia que están encerradas, como un tesoro en su cofre, a lo largo de todo el Evangelio proclamado por su Hijo.

Jesucristo ha sido enviado por el Padre para abrir nuestro espíritu hasta el punto de hacerlo apto para con templar el rostro de Dios Como signo de su misión tierna y misericordiosa con los hombres, le vemos iluminar los ojos de los ciegos que se cruzan en su camino. Con estos signos el Señor Jesús manifiesta su disposición de abrir los ojos de nuestra alma a fin de poder entrar en comunión con el Dios inabarcable e invisible; el mismo Dios ante quien el pueblo de Israel experimentaba tanto temor y recelo como, por ejemplo, sabemos que aconteció en su manifestación del monte Sinaí.

El apóstol Pablo, citando al profeta Isaías, afirma que cuando predica el misterio de Dios, anuncia lo que jamás el ojo vio ni el oído pudo oír, más aún lo que nunca ha podido llegar al corazón del hombre (1Cor 2,9). Continúa el apóstol y proclama con fuerza que, si bien Dios es invisible e inalcanzable a los sentidos humanos, sí es posible conocerle gracias al Espíritu Santo que se nos ha dado y que sondea hasta sus mismas profundidades: «Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios» (1Cor 2,10).

Entendamos bien el inapreciable don de Dios. El abrir nos sus profundidades no es algo elitista, no tiene que ver nada con misticismos, Hay una llave que abre su misterio y sus insondables abismos, es el santo Evangelio. En él se revela Dios a los que le buscan, a los que lo aman y a los que les saben escoger como lo más importante de su vida.

El sabio es el hombre que «tiene» tiempo para entrar en el misterio de Dios. El hombre para el que, en la jerarquía de sus cosas importantes, ocupa un lugar preferencial el bucear apasionadamente una y otra vez en los manantiales del Evangelio. Como si fuese un riquísimo mar de coral, cada día se sumerge en sus aguas vivas hasta que sus manos acarician la perla preciosa allí escondida.

Comentario del Santo Evangelio: Juan 12,24-26. A quien me sirva, mi Padre lo premiará.
Unirse al Hijo es entrar en la dinámica de amor que le hace una sola cosa con el Padre. “Servir» al Hijo significa “reinar” en él y con él en el corazón del Padre, y constituirá la complacencia de su paternidad divina. Servir al Hijo es asociarse a él y a su obra redentora. Jesús no deja sobrentendidos a la exigencia de tal seguimiento: por amor al Padre y al hombre, el Hijo se entrega por completo, da su propia vida en una muerte destinada al misterio de una fecundidad que inserta la inmediatez histórica en un horizonte trascendente. También el discípulo se ve llamado así a perpetuar en el tiempo un acto de amor de valor eterno y divino.

Cuando el emperador le ordenó entregar las riquezas de la Iglesia, el diácono Lorenzo se presentó al juez con los pobres de Roma, declarando: « ¡Aquí están los tesoros de la Iglesia!». De inmediato dio la orden de torturarle hasta la muerte. La Passio cuenta que, invitado aún a sacrificar a los dioses, respondió: «Me ofrezco a Dios como sacrificio de suave olor, porque un espíritu contrito es un sacrificio a Dios». El papa Dámaso (+ 384) escribió en la inscripción que hizo poner en la basílica dedicada al mártir: «Sólo la fe de Lorenzo pudo vencer los azotes del verdugo, las llamas, los tormentos, las cadenas. Por la súplica de Dámaso, colma de dones estos altares, admirando el mérito del glorioso mártir».

El papa Juan Pablo II, en la memoria jubilar de los mártires del siglo XX, dijo en el Coliseo comentando el texto de Jn 12,25: «Se trata de una verdad que frecuentemente el mundo contemporáneo rechaza y desprecia, haciendo del amor hacia sí mismo el criterio supremo de la existencia. Pero los testigos de la fe, que también esta tarde nos hablan con su ejemplo, no buscaron su propio interés, su propio bienestar, la propia supervivencia, como valores más grandes que la fidelidad al Evangelio. Incluso en su debilidad, ellos opusieron firme resistencia al mal. En su fragilidad resplandeció la fuerza de la fe y de la gracia del Señor»

Comentario del Santo Evangelio: Jn 12,20-36; 12,24-26, para nuestros Mayores. Los griegos y la muerte fecunda de Jesús.
El contexto es ampliado más aún. Los griegos que están presentes en Jerusalén —contra la multitud de los exégetas pienso que estos son también judíos de la diáspora— quieren ver a Jesús. Parece que esta historia ha sido contada en razón de las consecuencias del poder real de Jesús. No es tan sencilla conseguir una audiencia con Jesús. Se va a Felipe, Felipe va a Andrés, y juntos van a Jesús. Y el auditorio no sabe aún si los griegos pudieron ver a Jesús o no. Y en seguida Jesús comienza a hablar «a ellos»: ¿a los discípulos o a los griegos? Supongo esto último, pues el relato enlaza de manera curiosa con la última frase de la escena anterior: « ¡Mirad, todo el mundo va tras él!» (12,19). De nuevo los fariseos han dicho una verdad sin darse cuenta.

Sea como fuere, las frases iniciales de la escena introducen al auditorio en un fragmento narrativo que, en muchos aspectos, es único en el evangelio de Juan. Comienza con una solemne frase de apertura: «Ha llegado la hora de que el Hijo del Hombre sea glorificado» (12,33). El largo preparativo de la llegada de esta hora, desde la fiesta de bodas en Caná (2,4) y los sucesos en la fiesta de las Tiendas (7,30; 8,20), ha llegado ahora a su fin. Esto lleva a Jesús a una reflexión sobre el significado de su muerte y de la muerte de sus discípulos (12,24-26): una muerte fecunda, como la del grano de trigo que, siendo enterrado, muere y da fruto; una muerte para la vida eterna; esto merece el seguimiento de los discípulos y este seguimiento de Jesús garantiza la presencia de Jesús y de su Padre. Morir es ser metido en la tierra, como el grano de trigo tiene que ser enterrado en el suelo. Morir se asemeja a una pérdida, pero es una ganancia, si sucede en favor de otras personas. El morir de Jesús es una muerte que es fructuosa para otros. Quien puede seguirlo, participará de esa fecundidad.

Lo totalmente peculiar en esta escena comienza luego con la descripción de la angustia que le sobreviene a Jesús, cuando advierte que «la hora» ha llegado (12,27). Jesús está dividido en sí mismo. Llama a su Padre y —lo más sorprendente— una voz le contesta desde el cielo. La versión de Juan, del «relato de Getsemaní» tiene lugar en público. Jesús se expone, en el sentido literal de la expresión, en frases breves, entrecortadas, contradictorias, preguntando, pidiendo e implorando. Y Jesús no es dejado solo; una voz desde el cielo acoge el alma, la vida de Jesús y dice: «Lo he glorificado» —por medio de que ha puesto a Jesús en la condición de sacarlo de su sepulcro— «y lo glorificaré»; a través de que habrá de salvar a Jesús de la muerte (12,28).

Una multitud de personas estaba allí y ha oído (12,29). Las reacciones se dividen en dos grupos: «Ha sido un trueno», o «Un ángel le ha hablado». Aparentemente la voz del cielo sólo ha sido comprendida por Jesús. La reacción del pueblo ocasiona que Jesús, por eso, dé la interpretación correcta. De nuevo se usan palabras importantes: «Ahora es el juicio del mundo; ahora el príncipe de este mundo es arrojado fuera» (12,31). La continuación del texto está bajo el signo de la seriedad de «la hora». El final de los tiempos ha llegado a ser actualidad. Jesús será elevado y atraerá a todos los hombres (12,32). Después de hablar de morir, de un sucumbir, figurado como un grano de trigo (12,24), Jesús habla de un ascender, de ir al cielo. La muerte de Jesús es un acontecimiento cósmico. Su elevación en la cruz tiene que ser comprendida literalmente: un madero que se eleva hacia el cielo, y el acontecimiento de la cruz atrae a todos los hombres hacia arriba. Toda la diáspora, al menos intencionalmente, está aún presente. La muerte de Jesús tiene un significado cósmico que no puede ser discutido por nada y por nadie.

La escena culmina con una disputa entre Jesús y el pueblo: «Hemos oído en la Ley que el Mesías permanece para siempre» (cf. Sal 89,37: «Su dinastía permanece para siempre; su trono permanece delante de mí como el sol»), « ¿cómo puedes decir ahora que el Hijo del Hombre tiene que ser levantado? ¿Quién es ese Hijo del Hombre?» (12,34). Estas no son meras frases, tienen que significar algo como: si tú eres el Mesías y si la Escritura dice que el Mesías permanece para siempre, ¿cómo puedes decir, entonces, que el Hijo del Hombre debe ser elevado? ¿Cómo se combina «el permanecer eternamente» y «el morir en la cruz»? La cuestión es, además, no sólo: “¿Cómo puedes decir esto?”, sino también « ¿A quién te refieres cuando no puedes estar aludiendo a ti mismo?, ¿quién es el Hijo del Hombre?».

La respuesta de Jesús (12,35-36) no parece una explicación directa. Comienza hablando sobre la luz y la tiniebla: sobre el breve tiempo en que la luz (que es Jesús) todavía está entre los hombres; sobre la lucha entre la luz y la tiniebla; la amenaza de que la tiniebla «domine» a los hombres que, entonces, ya no sabrán más adónde van; y del estímulo a creer en la luz y llegar a ser hijos de la luz.

Ya que en este texto hay que presuponer que con «la luz» de una u otra forma se está aludiendo a Jesús mismo, hay que hablar entonces de una comunicación indirecta. Jesús habla de sí mismo sin decir «yo», sino en la forma indirecta de la tercera persona: el Hijo del Hombre, el Mesías, la luz; un fenómeno que aparece en otros pasajes: 3,11-21; 5,19-29; 11,4.9-10; 17,1-5. Desde el punto de vista narrativo-comunicativo hay que decir que el personaje principal muestra una forma de auto-imagen reducida. Junto con el personaje principal está hablando, por así decir, también el autor del libro; hace decir a Jesús lo que, en verdad, él mismo podría haber dicho. Para una buena comprensión del texto es importante que —precisamente ahora— se tenga conciencia de que el autor (narrativo) del libro es el discípulo amado. Como también en los demás pasajes, las frases aquí están hablando de los «misterios celestiales», la especialidad de este discípulo, porque él estaba muy íntimamente unido a Jesús.

No sólo formalmente, sino también en cuanto al contenido hay una conexión entre los pasajes mencionados. Todos son textos que tienen un contenido semejante al del prólogo del evangelio, especialmente a lo que allí se dice acerca de la relación entre la palabra de Dios, la luz y vida de Dios, y sobre la lucha entre la luz y las tiniebla. Porque Jesús es la encarnación de la luz pre-cósmica, no hay ninguna oposición ente el «permanecer eternamente» y el «morir en cruz».

Como Hijo del Hombre, Jesús regresa al sitio donde estaba. Pero no sólo las respuestas «teológicas» son lo que importa. Las personas deben prestar atención a que deben aprovechar el breve tiempo que Jesús está entre ellas.

Podría ser que esta escena de los griegos fuese de gran importancia para todo el relato. La ampliación a los griegos del significado de la muerte de Jesús, el abajo y arriba, la reacción del pueblo y la necesidad de confrontarse con la muerte de Jesús, son temas que pertenecen si más a esta parte del relato pero que, a su vez, más allá de esto, alcanzan al auditorio que vive en otra parte, en la diáspora.

Comentario del Santo Evangelio: Jn 12, 20-33 (12, 23-28/12, 24-26), de Joven para Joven. El episodio de los griegos. 
Todo el mundo se va tras él. Este era el temor de los judíos. Pero la afirmación sirve igualmente para introducir la escena siguiente, la presentación de los griegos que deseaban ver a Jesús.

Estos griegos son representantes del mundo pagano, de todos los no judíos. El cuarto evangelio, lo mismo que los sinópticos y Pablo, parte del hecho que la evangelización a los paganos tuvo lugar después de terminado el ministerio terreno de Jesús. Fue tarea de los discípulos de Jesús, de la Iglesia. Es significativo que el deseo de ver a Jesús no haya sido satisfecho. No hay respuesta, en la presentación que el evangelista nos hace de la escena, a aquel deseo. Sencillamente porque ellos podían ver a Jesús únicamente a través del ministerio de los discípulos y este ministerio no comienza hasta que Jesús no haya sido glorificado.

El episodio de los griegos juega otro papel importante en la narración de Juan. Su aparición indica que ha llegado la «hora» de Jesús, la hora de su pasión-glorificación. Sólo ahora, a partir de este momento, la obra de Cristo y su evangelio se abrirán para todos los hombres cayendo todas las fronteras que lo impedían (v. 25).

Glorificación a través de la pasión. Como el grano de trigo que, para producir fruto, tiene que caer en la tierra y corromperse para poder germinar. No perece del todo, pero tiene que ser sepultado para producir nueva vida. La máxima y la realidad que recoge son válidas en el caso de Cristo, pero también en el caso de los discípulos (v.
25).

Inmediatamente después de proclamar la ley universal del servicio y auto sacrificio, Jesús se turbó. Lo mismo que ante la tumba de Lázaro. Ahora mi alma está turbada... Es la versión que el cuarto evangelio da de la escena de Getsemaní. Al evangelista se le presentaron dos problemas al pensar en esta escena: por un lado no encajaba en absoluto en la presentación que él nos hace de la Pasión. Jesús en la Pasión sigue siendo el rey de Israel y es presentado actuando con autoridad y gran dominio de la situación. ¿Cómo encajar en este esquema un relato al estilo sinóptico, en el que Jesús aparece desplomado, angustiado, lleno de miedo, abandonado del Padre? Por otro lado era una escena con profundas raíces en la tradición y de la que en modo alguno podía prescindir el evangelista. Para resolver estos problemas transforma la escena reduciéndola a lo esencial y refiriéndola en un estilo que es el que encaja en el cuarto evangelio.

La única oración posible en labios de Cristo, teniendo en cuenta las circunstancias apuntadas, era: «Padre, glorifica tu nombre». Se oye a continuación una voz del cielo, que es como el eco o respuesta positiva a la petición de Jesús. La vida y la muerte del Hijo son la revelación y la obra del Padre. Por eso la glorificación del Hijo coincide con la del Padre y viceversa. Esta glorificación se halla traducida en los sinópticos por el «hágase tu voluntad». Glorificación que ya ha tenido lugar —se expresa en pasado— porque las obras de Jesús han sido hechas como respuesta incondicional a la voluntad del Padre. Y seguirá glorificándolo —ahora se alude al futuro porque esta voluntad del Padre se acentuará todavía más en la muerte-resurrección.

Jesús era consciente de esta mutua glorificación entre él y el Padre. Su unión con Dios es distinta a la que cualquier hombre pueda tener. Por eso la voz no vino por él, sino por los creyentes, para que sepan que el Padre está en acción en las obras del Hijo, que las aprueba y se identifica con ellas. Otros no la oyeron, sencillamente porque no eran creyentes.

«Ahora es el juicio del mundo». La presencia de la palabra, de la luz, provoca inevitablemente un juicio, una separación. Todo depende de la actitud mantenida por el hombre ante él. Este aspecto «judicial» de Cristo se acentúa en el momento de la pasión. En ella se reafirma la obediencia absoluta frente a la voluntad del Padre.

La pasión de Jesús es presentada como su «elevación». Elevación que incluye fundamentalmente la elevación a la cruz y a la gloria. Como consecuencia de la «elevación», la atracción de los hombres hacia él. Naturalmente, de aquéllos que se dejan «traer» por el Padre. La muerte de Jesús universaliza su obra. Porque ésta gira en torno a una persona y su obra que, después de la muerte del protagonista y por su resurrección, adquirirá un sentido de atemporalidad para poder ser válida en cualquier lugar y tiempo, para cualquier clase de personas. Para todo aquél que se deje traer por el Padre hacia él.

Elevación Espiritual para este día. 
San Lorenzo, como ya se os ha explicado más de una vez, era diácono de aquella Iglesia [la de Roma]. En ella administró la sangre sagrada de Cristo; en ella, también, derramó su propia sangre por el nombre de Cristo. [...] Amó a Cristo durante su vida, lo imitó en su muerte.

También nosotros, hermanos, si amamos de verdad a Cristo, debemos imitarlo. La mejor prueba que podemos dar de nuestro amor es imitar su ejemplo, porque Cristo padeció por nosotros, dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas.

Entendamos, pues, de qué modo el cristiano ha de seguir a Cristo, además del derramamiento de sangre, además del martirio. Cristo se rebajó: esto es, cristiano, lo que debes tú procurar.

Reflexión Espiritual para el día. 
El perfume agradable corresponde, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, a la dimensión estrictamente constitutiva de la teología del sacrificio. En Pablo, es expresión de una vida que se ha vuelto pura, de la que no se desprende ya el mal olor de la mentira y de la corrupción, de la descomposición de la muerte, sino el soplo refrescante de la vida y del amor, la atmósfera que es conforme a Dios y sana a los hombres. La imagen del perfume agradable está unida también a la del hacerse pan: el mártir se ha vuelto como Cristo; su vida se ha convertido en don. De él no procede el veneno de la descomposición del ser vivo por el poder de la muerte; de él emana la fuerza de la vida: edifica vida, del mismo modo que el buen pan nos hace vivir. Su entrega en el cuerpo de Cristo ha vencido el poder de la muerte: el mártir vive y da vida precisamente con su muerte y, de este modo, entra él mismo en el misterio eucarístico. El mártir es fuente de fe.

La representación más popular de esta teología eucarística del martirio la encontramos en el relato de san Lorenzo sobre la parrilla, que ya desde tiempos remotos fue considerado como la imagen de la existencia cristiana: las angustias y las penas de la vida pueden convertirse en ese fuego purificador que lentamente nos va transformando, de suerte que nuestra vida llegue a ser don para Dios y para los hombres.

El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: El episodio de los griegos.
Todo el mundo se va tras él. Este era el temor de los judíos. Pero la afirmación sirve igualmente para introducir la escena siguiente, la presentación de los griegos que deseaban ver a Jesús.

Estos griegos son representantes del mundo pagano, de todos los no judíos. El cuarto evangelio, lo mismo que los sinópticos y Pablo, parte del hecho que la evangelización a los paganos tuvo lugar después de terminado el ministerio terreno de Jesús. Fue tarea de los discípulos de Jesús, de la Iglesia. Es significativo que el deseo de ver a Jesús no haya sido satisfecho. No hay respuesta, en la presentación que el evangelista nos hace de la escena, a aquel deseo. Sencillamente porque ellos podían ver a Jesús únicamente a través del ministerio de los discípulos y este ministerio no comienza hasta que Jesús no haya sido glorificado.

El episodio de los griegos juega otro papel importante en la narración de Juan. Su aparición indica que ha llegado la «hora» de Jesús, la hora de su pasión-glorificación. Sólo ahora, a partir de este momento, la obra de Cristo y su evangelio se abrirán para todos los hombres cayendo todas las fronteras que lo impedían (v, 25).

Glorificación a través de la pasión. Como el grano de trigo que, para producir fruto, tiene que caer en la tierra y corromperse para poder germinar. No perece del todo, pero tiene que ser sepultado para producir nueva vida. La máxima y la realidad que recoge son válidas en el caso de Cristo, pero también en el caso de los discípulos (v. 25).

Inmediatamente después de proclamar la ley universal del servicio y autosacrificio, Jesús se turbó. Lo mismo que ante la tumba de Lázaro. Ahora mi alma está turbada... Es la versión que el cuarto evangelio da de la escena de Getsemaní. Al evangelista se le presentaron dos problemas al pensar en esta escena: por un lado no encajaba en absoluto en la presentación que él nos hace de la Pasión. Jesús en la Pasión sigue siendo el rey de Israel y es presentado actuando con autoridad y gran dominio de la situación. ¿Cómo encajar en este esquema un relato al estilo sinóptico, en el que Jesús aparece desplomado, angustiado, lleno de miedo, abandonado del Padre? Por otro lado era una escena con profundas raíces en la tradición y de la que en modo alguno podía prescindir el evangelista. Para resolver estos problemas transforma la escena reduciéndola a lo esencial y refiriéndola en un estilo que es el que encaja en el cuarto evangelio.

La única oración posible en labios de Cristo, teniendo en cuenta las circunstancias apuntadas, era: «Padre, glorifica tu nombre». Se oye a continuación una voz del cielo, que es como el eco o respuesta positiva a la petición de Jesús. La vida y la muerte del Hijo son la revelación y la obra del Padre. Por eso la glorificación del Hijo coincide con la del Padre y viceversa. Esta glorificación se halla traducida en los sinópticos por el «hágase tu voluntad». Glorificación que ya ha tenido lugar—se expresa en pasado— porque las obras de Jesús han sido hechas como respuesta incondicional a la voluntad del Padre. Y seguirá glorificándolo —ahora se alude al futuro porque esta voluntad del Padre se acentuará todavía más en la muerte-resurrección.

Jesús era consciente de esta mutua glorificación entre él y el Padre. Su unión con Dios es distinta a la que cualquier hombre pueda tener. Por eso la voz no vino por él, sino por los creyentes, para que sepan que el Padre está en acción en las obras del Hijo, que las aprueba y se identifica con ellas. Otros no la oyeron, sencillamente porque no eran creyentes.

«Ahora es el juicio del mundo». La presencia de la palabra, de la luz, provoca inevitablemente un juicio, una separación. Todo depende de la actitud mantenida por el hombre ante él. Este aspecto “judicial” de Cristo se acentúa en el momento de la pasión. En ella se reafirma la obediencia absoluta frente a la voluntad del Padre.

La pasión de Jesús es presentada como su «elevación». Elevación que incluye fundamentalmente la elevación a la cruz y a la gloria. Como consecuencia de la «elevación», la atracción de los hombres hacia él. Naturalmente, de aquéllos que se dejan «traer» por el Padre. La muerte de Jesús universaliza su obra. Porque ésta gira en torno a una persona y su obra que, después de la muerte del protagonista y por su resurrección, adquirirá un sentido de atemporalidad para poder ser válida en cualquier lugar y tiempo, para cualquier clase de personas. Para todo aquél que se deje traer por el Padre hacia él. +


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