Fragmentos de la homilía pronunciada por el Papa Benedicto XVI, en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen, 15 Agosto 2010 
 
 
Queridos hermanos y hermanas, 
 
Hoy  la Iglesia celebra una de las más importantes fiestas del año litúrgico  dedicadas a María Santísima: la Asunción. Al término de su vida  terrena, María fue llevada en alma y cuerpo al Cielo, es decir, a la  gloria de la vida eterna, en la comunión plena y perfecta con Dios. 
 
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Éste  es, por tanto, el núcleo de nuestra fe en la Asunción: nosotros creemos  que María, como Cristo su Hijo, ya ha vencido la muerte y triunfa ya en  la gloria celestial en la totalidad de su ser, “en alma y cuerpo”. 
 
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Por tanto nos podemos preguntar: ¿cuáles son las raíces de esta victoria sobre la muerte anticipada prodigiosamente en María? Las raíces están en la fe de la Virgen de Nazaret,  como atestigua el pasaje del Evangelio que hemos escuchado (Lc  1,39-56): una fe que es obediencia a la Palabra de Dios y abandono total  a la iniciativa y a la acción divina, según cuanto le anuncia el  arcángel. La fe, por tanto, es la grandeza de María, como proclama  gozosamente Isabel: María es “bendita entre las mujeres”, “bendito es el  fruto de su vientre” porque es “la madre del Señor”, porque cree y vive  de forma única la “primera” de las bienaventuranzas, la bienaventuranza  de la fe.  
 
Isabel lo confiesa en su alegría y en la del niño que  salta en su seno: “Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que  te fue anunciado de parte del Señor” (v. 45). 
 
¡Queridos amigos!  No nos limitemos a admirar a María en su destino de gloria, como una persona muy alejada de  nosotros: ¡no! Somos llamados a mirar lo que el Señor, en su amor, ha  querido también para nosotros, para nuestro destino final: vivir a  través de la fe en la comunión perfecta de amor con Él y vivir así  verdaderamente. 
 
(...) Todos nosotros hoy somos bien conscientes  de que con el término “cielo” no nos referimos a un lugar cualquiera del  universo, a una estrella o a algo parecido: no. Nos referimos a algo  mucho más grande y difícil de definir con nuestros limitados conceptos  humanos.  
 
Con este término “cielo” queremos afirmar que Dios, el  Dios que se ha hecho cercano a nosotros no nos abandona ni siquiera en  la muerte y más allá de ella, sino que tiene un lugar para nosotros y  nos da la eternidad; queremos afirmar que en Dios hay un lugar para  nosotros.  
 
Para comprender un poco más esta realidad miremos a nuestra propia vida:  todos nosotros experimentamos que una persona, cuando muere, sigue  subsistiendo de alguna forma en la memoria y en el corazón de aquellos  que la conocieron y amaron. Podríamos decir que en ellos sigue viviendo  una parte de esa persona, pero es como una “sombra” porque también esta  supervivencia en el corazón de los propios seres queridos está destinada  a terminar. Dios en cambio no pasa nunca y todos nosotros existimos por  razón de Su amor. Existimos porque Él nos ama, porque Él nos ha pensado  y nos ha llamado a la vida. Existimos en los pensamientos y en el amor  de Dios.  
 
Existimos en toda nuestra realidad, no sólo en nuestra  “sombra”. Nuestra serenidad, nuestra esperanza, nuestra paz se fundan  precisamente en esto: en Dios, en Su pensamiento y en Su amor, no  sobrevive sólo una “sombra” de nosotros mismos, sino que en Él, en su amor creador, somos guardados e  introducidos con toda nuestra vida, con todo nuestro ser en la  eternidad. 
 
Es su Amor que vence la muerte y nos da la eternidad, y  es este amor lo que llamamos “cielo”: Dios es tan grande que tiene  también sitio para nosotros. 
 
Y el hombre Jesús, que es al mismo  tiempo Dios, es para nosotros la garantía de que ser-hombre y ser-Dios  pueden existir y vivir eternamente uno en el otro. Esto quiere decir que  de cada uno de nosotros no seguirá existiendo sólo una parte que nos  viene, por así decirlo, arrancada, mientras las demás se arruinan;  quiere decir más bien que Dios conoce y ama a todo el hombre, lo que  somos. Y Dios acoge en su eternidad lo que ahora, en nuestra vida, hecha  de sufrimiento y amor, de esperanza, de alegría y de tristeza, crece y  llega a ser.  
 
Todo el hombre, toda su vida es tomada por Dios y, purificada en Él, recibe la eternidad. ¡Queridos Amigos! Yo creo  que esta es una verdad que nos debe llenar de profunda alegría. El  Cristianismo no anuncia solo una cierta salvación del alma en un  impreciso más allá, en el que todo lo que en este mundo nos fue precioso  y querido sería borrado, sino que promete la vida eterna, “la vida del  mundo futuro”: nada de lo que es precioso y querido se arruinará, sino  que encontrará plenitud en Dios. 
 
Todos los cabellos de nuestra  cabeza están contados, dijo un día Jesús (cfr Mt 10,30). (...) Nosotros  somos llamados, precisamente como cristianos, a edificar este mundo  nuevo, a trabajar para que se convierta un día en el “mundo de Dios”, un  mundo que sobrepasará todo lo que nosotros mismos podríamos construir.  En María Asunta al cielo, plenamente partícipe de la Resurrección de su Hijo, contemplamos la realización de la criatura humana según el “mundo  de Dios”. 
 
Oremos al Señor para que nos haga comprender cuán  preciosa es a Sus ojos toda nuestra vida; refuerce nuestra fe en la vida  eterna; nos haga hombres de la esperanza, que trabajan para construir  un mundo abierto a Dios, hombres llenos de alegría que saben entrever la  belleza del mundo futuro en medio de los afanes de la vida cotidiana y  con esta certeza viven, creen y esperan. 
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