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domingo, 26 de septiembre de 2010

Lecturas del día 26-09-2010


26 de Septiembre 2010, DOMINGO DE LA XXVI SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A LA SAGRADA BIBLIA.SS. Cosmes y Damian mrs, Gedeon Antiguo Testamento, Nilo ab, Lucía Kim y co mrs. .


LITURGIA DE LA PALABRA

Amós 6, 1a. 4-7.Los disolutos encabezarán la cuerda de cautivos
Salmo responsorial. 145 . Alaba, alma mía, al Señor.
1Timoteo 6, 11-16. Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor
 Lucas 16, 19-31. Recibiste bienes y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces


PRIMERA LECTURA
Amós 6, 1a. 4-7
Los disolutos encabezarán la cuerda de cautivos 

Así dice el Señor todopoderoso: "¡Ay de los que se fían de Sión y confían en el monte de Samaria! Os acostáis en lechos de marfil; arrellanados en divanes, coméis carneros del rebaño y terneras del establo;


canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales; bebéis vino en copas, os ungís con perfumes exquisitos y no os doléis del desastre de José. Pues encabezarán la cuerda de cautivos y se acabará la orgía de los disolutos."


Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 145
R/. Alaba, alma mía, al Señor
.



Él mantiene su fidelidad perpetuamente, él hace justicia a los oprimidos, él da pan a los hambrientos. El Señor liberta a los cautivos. R.


El Señor abre los ojos al ciego, el Señor endereza a los que ya se doblan, el Señor ama a los justos, el Señor guarda a los peregrinos. R.


Sustenta al huérfano y a la viuda y trastorna el camino de los malvados. El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad. R.


SEGUNDA LECTURA.
1Timoteo 6, 11-16
Guarda el mandamiento hasta la manifestación del Señor
Hombre de Dios, practica la justicia, la piedad, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza. Combate el buen combate de la fe. Conquista la vida eterna a la que fuiste llamado, y de la que hiciste noble profesión ante muchos testigos.



En presencia de Dios, que da la vida al universo, y de Cristo Jesús, que dio testimonio ante Poncio Pilato con tan noble profesión: te insisto en que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche, hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo, que en tiempo oportuno mostrará el bienaventurado y único Soberano, Rey de los reyes y Señor de los señores, el único poseedor de la inmortalidad, que habita en una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver. A él honor e imperio eterno. Amén.


Palabra  de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 16, 19-31
Recibiste bienes y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: "Había un hombre rico que se vestía de purpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: "Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas. " Pero Abrahán le contestó: "Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros." El rico insistió: "Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento." Abrahán le dice: "Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen." El rico contestó: "No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán. Abrahán le dijo: "Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto."




Palabradel Señor



Comentario de la Primera Lectura: Amós 6,1ª.4-7. Los disolutos encabezarán la cuerda de cautivos
También este domingo nos presenta la liturgia el gran riesgo que supone la riqueza, un riesgo que no es puramente imaginario, sino real, porque la riqueza puede secar el corazón.



La invectiva de Amós va dirigida contra «los que se sienten seguros en Sión» (v. 1). Se trata de una denuncia histórica y ética de un valor incomparable, a propósito de dos montañas (el monte Sión, situado en Jerusalén, y el monte Garizín, situado en Samaría) que se disputan, de una manera casi mágica, una promesa segura de salvación. Ocho siglos más tarde encontramos aún la misma contienda. La samaritana preguntará a Jesús dónde se debe adorar a Dios, si en Jerusalén o en el monte Garizín (Jn 4,2Oss). Amós condena con vehemencia la confianza mágica en un lugar —sea éste Jerusalén o Samaría— considerado como talismán o fetiche para encubrir los desórdenes y las injusticias de cada día. El lujo desconsiderado y desvergonzado vivido delante de todo un pueblo es una ofensa vergonzosa a los pobres y una provocación mortal para los hermanos. Cuando la riqueza llega a tales desórdenes no es difícil pensar que pueden estallar de un momento a otro la ruina y la destrucción. Ningún lugar o ningún templo les podrán salvar de la ruina: «Se acabará la orgía de los disolutos» (Am 6,16). ¿No deberíamos volver a plantear en términos de prospectivas futuras nuestro consumismo absurdo, que se ha convertido hoy en un hábito difundido?


Comentario al Salmo 145. Alaba, alma mía, al Señor.
 
Es un himno de alabanza que ensalza el proyecto de Dios y sus consecuencias, por oposición a los proyectos de los poderosos y los malvados. Para los judíos, comienza aquí la alabanza de la mañana, tercer Hallel o alabanza del pueblo de Dios (el primero es la «pequeña alabanza» o «pequeño Hallel»: Sal 113-118; el segundo, la «gran alabanza» o «gran Hallel»: Sal 136; el tercer Hallel comprende los salmos 146 a 150).



Este salmo tiene introducción (1-2) y cuerpo, pero carece de conclusión. El cuerpo se divide en dos partes: 3-5 y 6-10.
En la introducción (1-2), el salmista invita a su alma a la alabanza y promete alabar él mismo acompañado por instrumentos musicales. Así pues, la alabanza se compone de texto y de música. Tres veces se menciona el destinatario de la alabanza: dos veces es el Señor y una, Dios. La alabanza durará por siempre. Esto queda reflejado en estas dos expresiones: «mientras viva» y «mientras exista» (nótese cómo le gusta a este salmo hablar de estas cosas).


En la primera parte del cuerpo (3-5), esta persona que reza este salmo se dirige a otras, lo que indica que nos encontramos en un lugar público, tal vez el templo de Jerusalén. Recomienda a sus oyentes no cifrar su seguridad en los poderosos, pues estos no pueden salvar. Cuando mueren, perecen también todos sus planes. Se podría afirmar que confiar en ellos es una desgracia. Sí, porque sólo apoyarse en el Señor puede garantizar la felicidad. Entramos así en la segunda parte del cuerpo (5-10). El Señor (esta denominación se repite con frecuencia en el salmo) es llamado «Dios de Jacob», recordando así la época de los patriarcas y de la promesa de la tierra; también se le llama por su nombre propio —Yavé, “el Señor”—, lo que recuerda la esclavitud en Egipto; también se alude a él diciendo «tu Dios», expresión que nos hace pensar en la alianza. A continuación, tenemos doce acciones del Señor desde la creación, hasta el ejercicio de su realeza: 1.- el Señor hizo el cielo y la tierra, el mar y lo que existe en él; 2.- mantiene su fidelidad eternamente; 3.- hace justicia a los oprimidos; 4.- da pan a los hambrientos; 5.- libera a los prisioneros; 6.- abre los ojos de los ciegos; 7.- endereza a los que se doblan; 8.- ama a los justos; 9.- protege a los extranjeros; 10.- Sustenta al huérfano y a la viuda; 11.- Trastorna el camino de los malvados; 12.- Reina eternamente. Esta última acción (reinar) corona todas las anteriores. Los «ciegos» y «los que se doblan» (8) han de entenderse simbólicamente. Se trata del pueblo sometido a prácticas de manipulación y, como consecuencia, un pueblo que se dobla bajo el peso de la opresión.


Es un himno de alabanza que se entona en un lugar público. Se invita a la gente que está presente a no confiar en los poderosos y a apoyarse en el Dios de las promesas, de la liberación y de la alianza. El conflicto está servido. Se habla de los «poderosos» (3a) y de los «malvados» (9b). Estos han elaborado sus planes (4b), pero sus proyectos morirán con ellos (4). Con el Señor es diferente: su proyecto es para siempre, y su reinado no tiene fin (10). Por eso el salmista alaba sin cesar (2). Entona su alabanza, sobre todo, porque sabe que el proyecto de Dios engendra vida en la sociedad. De hecho, en este salmo encontramos un fuerte contraste. Por un lado, está el proyecto del Señor y, por otro, el proyecto de los poderosos; cada uno de estos proyectos da lugar a un tipo de sociedad. Vamos a ver cuál es el resultado del proyecto de los poderosos y los malvados, examinando este salmo al trasluz de las acciones del Señor: el proyecto de los malvados engendra oprimidos, hambrientos y prisioneros (7), «ciegos» y «gente que se dobla» (8), extranjeros oprimidos, huérfanos y viudas explotados (9a). Se trata de siete grupos sociales excluidos de la vida y explotados por los poderosos e injustos; explotados en cuanto a sus derechos, a su libertad y a su conciencia. Entre estos siete grupos sociales se encuentran los tres más desprotegidos: extranjeros, huérfanos y viudas (9a). La opresión y la explotación los despojan de los bienes que garantizan la vida (están hambrientos), y los alinea hasta el punto de que llegan a aceptar pasivamente esta situación (están «ciegos»). Estamos ante el proyecto de muerte de los malvados poderosos.


Una de las acciones del Señor consiste en trastornar el camino de los malvados, esto es, desbaratar sus planes. ¿De qué manera? La respuesta está en sus acciones. Mientras que los malvados poderosos siembran el caos en la sociedad mediante su infidelidad a la alianza, el Señor crea un mundo armonioso, se mantiene fiel y engendra vida en la sociedad, sobre todo, en favor de cuantos se habían visto privados de ella por los poderosos injustos: hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos, libera a los prisioneros, abre los ojos de los «ciegos», endereza a los que «se doblan», protege a los extranjeros y sustenta al huérfano y a la viuda. Estas son sus acciones en favor de los excluidos y los desposeídos, de los explorados y oprimidos. Es importante fijarse en que la última de las acciones del Señor consiste en reinar. ¿Cómo reina? ¿En qué consiste su reinado? Ni más ni menos que en las once acciones anteriores. Su realeza se traduce en un proyecto de vida y de libertad para cuantos carecen de ellas, trastornando los planes de los poderosos malvados que les habían privado de estas dos realidades fundamentales.


En cierto modo, el rostro de Dios en este salmo ya ha sido presentado en el apartado anterior. Tenemos que recordar sus títulos, que abarcan toda la historia de Israel: «Dios de Jacob» resume la época de los patriarcas; “el Señor, tu Dios” habla de la liberación de Egipto, de la alianza y de la conquista de la tierra; «Dios creador» (6) es el tema preferido después del exilio en Babilonia. Siempre y en todo, aliado de los justos contra los malvados, fiel. Dichoso el que se apoya en él.


Los contactos que tiene este salmo con la vida de Jesús son innumerables. Basta recordar su programa de vida (Lc 4,18-21) y sus consecuencias: oprimidos de todas clases que son liberados, hambrientos que comen hasta hartarse, «prisioneros» que son liberados, ciegos y personas «dobladas» que son curadas; véase también el cariño con que Jesús trata a los extranjeros, a las viudas y a los huérfanos; no podemos olvidar el Reino que anunció, que inauguró e incorporó a nuestro caminar y que confió a los pobres (Lc 6,20ss; Mt 5,1-12). También hemos de tener presente la actitud de Jesús contra los poderosos, enseñando al pueblo a no confiar en ellos.


Hay que rezar este salmo recordando lo que Dios y Jesús represen tan para nosotros; hay que rezarlo, también, desde las luchas y conquistas del pueblo en el camino de la libertad, de la vida y de la participación en el destino de la comunidad; hay que rezarlo a la luz de la súplica del Padrenuestro: «Venga a nosotros tu Reino»; convencidos de que los proyectos actuales de muerte de los malvados poderosos, con el esfuerzo de todos, serán trastornados, dando lugar al proyecto de vida del Dios aliado y fiel...


Comentario de la Segunda lectura: 1 Timoteo 6,11-16. Recibiste bienes y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces
Timoteo, discípulo de Pablo, ya ha tomado su decisión, y lo ha hecho públicamente, «delante de muchos testigos» (v. 12), precisamente como el mismo Jesús tomó su decisión y dio su testimonio ante Pilato y todo el pueblo. De ahora en adelante se trata sólo de perseverar en la decisión implícita tomada en el bautismo y, de este modo, conquistar «la vida eterna» (v. 12), aunque esta perseverancia exige una larga lucha o —como escribe Pablo— «el noble combate de la fe» (v. 12). Pero este «conquistar la vida eterna» no es fruto de esfuerzos humanos, sino únicamente don de Dios. Decidirse por Dios, dar testimonio de él, significa confesar delante de muchos testigos que Dios nos ha aferrado y llamado a combatir el buen combate de la fe.



Comentario del Santo Evangelio: Lucas 16,19-31. Recibiste bienes y Lázaro males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces
La parábola es altamente emotiva y, en ciertos momentos, también profundamente dramática. Los personajes principales son dos. Por una parte, aparece un rico que goza opíparamente de su fortuna. No importa que ésta sea material, intelectual o religiosa. Probablemente, se trate de las tres. Por otra, aparece un pobre



—hambriento, enfermo, abandonado— que está «tendido en el portal» (v. 20).


Toda la escena se encuentra aquí. Lucas subraya de modo violento la fractura que existe entre la vida despreocupada del rico y la miseria del pobre «cubierto de úlceras» (v. 20), tendido en el portal. Entre ambos existe un fuerte contraste, manifestado de manera clara por el mandamiento del amor fraterno y por las vigorosas palabras de Jesús: “Bienaventurados vosotros, los pobres”, «Ay de vosotros, los ricos» (6,20-24). En el fondo, el verdadero pobre es el rico, pues no ha llegado a comprender el misterio profundo del corazón de Jesús. Su vida no puede acabar más que en la profunda oscuridad del sepulcro, o sea, en el infierno del fracaso y de la impotencia total. El mendigo también muere. Pero, a través de la muerte, su persona queda liberada de los sufrimientos y privaciones y es “llevada por los ángeles al seno de Abrahán” (v. 22), cumplimiento y realización de todas las promesas de Dios.


En este contexto se sitúa Abrahán y su coloquio con el hombre rico. La fractura practicada por nuestro egoísmo entre la pobreza y la riqueza subsiste también en el más allá. Se convierte en un abismo insuperable. Ni siquiera Abrahán consigue superarlo. Por otra parte, la oración del hombre rico dirigida a Abrahán, a fin de que Lázaro pueda ir a casa de sus hermanos y advertirles, carece de sentido: «Ya tienen a Moisés y a los profetas, ¡que los escuchen!» (v. 29). Quien ha elegido un tipo de vida contrario al amor se queda privado para siempre de la gracia del amor y, en consecuencia, imposibilitado para el encuentro de amor con los hermanos.


La parábola del hombre rico y de Lázaro es de una notable sencillez: Dios nos sitúa ante el juicio que emite sobre cada uno de nosotros y ante la conversión que se nos pide. El rico epulón descubre, por desgracia demasiado tarde, quién es verdaderamente el Señor. Llegado aquí, no tiene otro remedio que pedirle que Lázaro vaya a advertir a sus hermanos para que cambien de vida y no tengan que caer en el lugar de tormento en el que él se encuentra. Pero Abrahán le responde: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco harán caso aunque resucite un muerto» (Lc 16,31).


El problema que nos presenta el evangelio es, precisamente, el de comprender que la conversión requiere la escucha de la Palabra de Dios. Para convertirnos es absolutamente necesario que escuchemos con atención la Palabra de Dios. Es preciso que permitamos a la Palabra bajar a nuestro corazón. Ahora bien, para que podamos recibirla de manera fructuosa, es menester abrirle nuestro corazón, a fin de permitirle penetrar hasta el fondo. La conversión es siempre un problema de corazón, o sea, un problema de interioridad, de abandono fundamental de todo, con la intención de dejar que Dios disponga de toda nuestra vida. Podemos decir también que la conversión significa aflojar los dedos, aferrados a algo de una manera espasmódica, para caer por completo en las manos de Dios (Mt 6,25ss), o sea, para depender únicamente de él.


El verdadero pobre, cuando es tal, está totalmente suspendido del amor de Dios. Se muestra en todo libre y disponible a su amor. El rico, en cambio, se endurece cada vez más en este mundo. Justamente por eso no le resulta fácil comprender a los pobres, porque no capta el valor de la vida humana y, por consiguiente, tampoco el de la conversión. El testimonio que debemos dar de nuestra fe es, precisamente, la conversión, que compromete de una manera incondicionada toda la existencia como un todo, incluida una confianza total en la gracia de Dios. Ahora bien, ese testimonio exige una larga lucha. Significa confiarse sin vacilaciones a Dios, que nos ha escogido desde la eternidad. No es nunca conquista nuestra, sino un deber de amor al que sólo se puede responder con amor. No se va al cielo «tumbado en cómodos divanes». No es posible vivir sin preocuparnos del pueblo que está seriamente amenazado. «Se acabará la orgía de los disolutos». Es preciso «ir al exilio a la cabeza de los deportados».


El rico epulón no fue condenado simplemente por su riqueza, sino porque no fue capaz de ofrecer su ayuda al pobre, que carecía de todo y, enfermo, se estaba muriendo al lado de su puerta. El pecado es la riqueza que permite que los pobres mueran junto a su propia puerta; es la falta de solidaridad que separa a los hombres.

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 16, 19-31), para nuestros Mayores. La vida terrena no lo es todo.

En el Evangelio se subraya continuamente que la vida terrena no lo es todo y que Dios no se limita simplemente a ratificar las relaciones terrenas. María dice en su cántico: «Colmó de bienes a los hambrientos y a los ricos despidió sin nada» (1,53). Jesús anuncia al inicio de su primer gran discurso: «¡Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el reino de Dios... Pero ¡ay de vosotros, los ricos, porque ya habéis recibido vuestro consuelo!» (6,20.24).


En el relato del hombre rico y del pobre Lázaro, Jesús muestra como se verifica una tal inversión y cuáles son los motivos de la misma. Comienza describiendo la vida terrena de ambos (vv 19-2 1) y presenta después su destino tras la muerte (vv. 22-26). Al final se ve lo que el rico ha descuidado en la vida, acarreándose con ello un destino lleno de tormentos (vv. 27-31). Lo que Jesús ofrece aquí es sobre todo una exhortación y una advertencia a los «hermanos» (v. 28) del hombre rico para que no se pierdan a causa de los placeres de la riqueza y busquen seriamente la voluntad de Dios Estas palabras de Jesús constituyen además una consolación para los pobres, ya que, si sobre a tierra tienen un duro destino, pueden contar plenamente con la bondad de Dios.


El rico se atiene a un programa de vida similar al que otro hombre rico había proyectado, pero que después no había podido realizar por causa de la muerte prematura: «Descansa, come, bebe y pásalo bien» (12,19). Su indumentaria es de primera calidad, elegante y lujosa. Se viste sólo con vestidos de lino finísimo, bordados de púrpura. Cada día puede concederse las cosas mejores. Usa su riqueza para una vida espléndida y llena de diversiones. El sentido de la vida para él es el placer de vivir. Como se dirá después, él conoce al pobre que está ante su puerta (v. 24). Pero no se dice que haga algo por él. Vive para sí y para su placer.


Al pobre le ha tocado un duro destino. No sólo carece de medios, sino que además está enfermo. No puede andar por las calles mendigando el propio sustento; por su debilidad, tiene que limitarse a estar tendido en el portal del rico. Su cuerpo no está cubierto de vestidos elegantes, sino de llagas. Tiene hambre y querría saciarse con los restos de la mesa del rico. Su compañía no es otra que la de perros errantes, que viven de las sobras y que son impuros. Hambriento y enfermo, yace entre la suciedad de la calle, llevando una existencia mísera hasta el extremo. Pero Jesús recuerda su nombre: «Lázaro», es decir, «Dios ayuda». Tal nombre es la riqueza y el programa de este hombre pobre. En la extrema miseria, él no pierde la confianza, sino que está convencido de que «Dios ayuda».


Ante la muerte, el rico y el pobre son iguales. A ambos les llega. En este momento, sin embargo, sus destinos se invierten. Lo que aquí se dice sobre la vida tras la muerte no quiere ser una descripción precisa de esa vida y no pretende en absoluto trazar una geografía del más allá, con sectores y niveles. Quiere caracterizar la radical diversidad que se da en el más allá entre la vida del que un tiempo fue rico y la del que un tiempo fue pobre. Lázaro es llevado al seno de Abrahán. Con la imagen del banquete festivo se describe la plenitud y la alegría de esta vida en el más allá. Abrahán, amigo de Dios y el patriarca del pueblo de Israel, es visto como el que preside este banquete. En otro pasaje Jesús habla de aquellos que «se sientan a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob» (Mt 8,11). Lázaro, que yacía entre la suciedad de la calle y que tenía a los perros como compañeros, recibe un puesto de honor junto a Abrahán, en comunión cordial y confiada con él (cf. Jn 13,23).


Dos elementos hacen ver el cambio de situación para el rico. Él, que vestía con finura y lujo, ahora se ve rodeado del fuego, teniendo que sufrir grandes tormentos. Él, que tenía a su disposición sabrosos alimentos y bebidas a placer, ahora pide una gota de agua. En la vida terrena, Lázaro hambriento había pedido los restos de la mesa del rico y no les había recibido. Ahora pide el rico una gota de agua de la punta del dedo de Lázaro y no puede recibirla. En la vida terrena ha conocido y se ha preocupado sólo del placer, de la comodidad, del lujo y de los caprichos. Con la propia riqueza podía permitirse todo esto. Pero el modo en que ha empleado la riqueza y ha consumido la vida le ha reducido a una condición en que sufre dolor y tormento, nostalgia y deseo insaciable; le ha excluido de la comunión con Abrahán y con Dios.


El rico reconoce que el género de vida practicado sobre la tierra es el que le ha conducido a esta situación. Querría por ello que a sus hermanos se les advirtiera de que cambiaran de vida para evitar así su mismo destino, lleno de tormentos. Abrahán le responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen». Con esto queda dicho con toda claridad cómo se puede evitar el camino hacia el tormento: es necesario escuchar a Moisés y a los profetas. Pero queda dicho también por qué le ha tocado al rico aquel destino: durante la vida no ha escuchado ni a Moisés ni a los profetas. Por medio de Moisés y de los profetas ha comunicado Dios su voluntad, ha dado las normas para una vida justa, que conduce a la meta. En esas normas se pone expresamente de relieve la responsabilidad social en relación con los pobres. El rico ha hecho caso omiso de la voluntad de Dios, no se ha interesado por Dios, ha buscado sólo su propio bienestar y su propio placer, Por esto no ha alcanzado la meta. Para escuchar la voluntad de Dios es preciso tener un corazón dispuesto y abierto. Si el corazón está cegado y endurecido por el egoísmo y no se interesa por Dios y por el prójimo, entonces hasta los milagros y los mensajeros desde el más allá resultan inútiles.


Jesús anuncia de manera enérgica que la vida terrena no lo es todo y que las situaciones actualmente existentes en la vida no se ven simplemente confirmadas tras la muerte. Quien no mira más allá de la vida terrena y del placer de vivir, se encontrará tras la muerte con una desagradable sorpresa. Para todos, ricos y pobres, se hace necesario orientar la propia vida en conformidad con la voluntad de Dios. Este es el único camino para evitar la ruina y obtener la comunión eterna con Dios.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 16,19-31, de Joven para Joven. Hombre rico, Hombre pobre.

La liturgia de este domingo nos hace escuchar unas palabras impresionantes, en las que encontramos un doble contraste, con una situación invertida. El primer contraste se da entre un hombre rico, que viste ricamente y banquetea de una manera espléndida, y un mendigo, que está echado en su portal cubierto de llagas. El segundo contraste se establece también entre estos dos mismos personajes, pero después de su muerte: el mendigo se encuentra en el seno de Abrahán, es decir, en la alegría celestial; el rico, en cambio, se encuentra en el infierno, en medio de tormentos.


Jesús nos pone en guardia con este doble contraste contra nuestro egoísmo. En cierto sentido, podemos decir que este hombre rico no hacía nada malo: banqueteaba espléndidamente, pero eso no es pecado. Ahora bien, no hacer mal no basta para una persona que quiera vivir en la fe y en la caridad cristiana.


En efecto, Jesús nos da como regla en el Evangelio no sólo no hacer a los otros lo que no queremos que nos hagan a nosotros, sino hacer también a los otros lo que querríamos que nos hicieran a nosotros (cf. Mateo 7,12; Lucas 6,31).


Existe una diferencia significativa entre estos dos modos de ex presar lo que se ha dado en llamar «la regla de oro». La fórmula más común es la negativa, que exige abstenerse de hacer el mal. La fórmula de Jesús, en cambio, es positiva e impulsa a hacer el bien.


El rico epulón no ponía en práctica esta fórmula positiva; omitía hacer el bien que habría debido hacer.
El pobre Lázaro «estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico»; pero el rico no se preocupaba en absoluto del pobre, lo abandonaba a su miserable suerte; pensaba que no formaba parte de sus responsabilidades ocuparse de los pobres.


De este modo se estableció entre ambos una separación profunda: no había ninguna relación entre ellos; cada uno vivía separado del otro. Los perros se mostraban más compasivos que el rico: venían a lamerle las llagas al mendigo, mientras que el rico no hacía nada por él.


El resultado fue que esta separación, establecida por la conducta del rico durante su vida terrena, llevó a una separación análoga después de la muerte.


Jesús expresa esta separación de una manera muy fuerte. Cuando el rico le pide a Abrahán que tenga piedad de él y envíe a Lázaro para que moje en agua la punta del dedo y le refresque la lengua, porque le torturan las llamas del infierno, Abrahán le responde: «Entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros».


La enseñanza de esta parábola está muy clara: no debemos dejar que se establezca una separación entre nosotros y los pobres, nuestros hermanos que sufren y carecen de los medios necesarios para vivir. Debemos salir positivamente a su encuentro, cuidar de ellos, preocuparnos por su bien.


La Iglesia intenta salir, en realidad, al encuentro de las necesidades de los pobres. Siempre ha tenido esta preocupación desde que fue fundada, y siempre ha impulsado a los hombres a tenerla también. En nuestros tiempos, hay organizaciones como Cáritas, que intentan salir al encuentro de las necesidades de los pobres, de los refugiados, de la gente necesitada. Sus miembros se desplazan también a países remotos para llevar alimentos, ropa, medicinas. La caridad establece así vínculos de fraternidad entre los cristianos del lugar y la gente de países alejados.


Todos los cristianos estamos fuertemente invitados a participar con generosidad en estas iniciativas. Preocuparnos de los hermanos que necesitan nuestra ayuda es algo esencial en nuestra vida. De otro modo, se establece una separación, que se convierte en una condena para nosotros, como en el caso del rico epulón. Si no hacemos por los otros lo que habríamos querido que hicieran por nosotros, nos condenaremos a nosotros mismos.


La primera lectura de hoy expresa la condena de Dios contra los ricos que viven en medio del lujo, en la abundancia, y no se interesan por la miseria de los otros. Dice el profeta Amós: «Ay de los que se fían de Sión, confían en el monte de Samaría». No tenemos derecho a despreocupamos de los otros, a olvidar la miseria del mundo.


Y el profeta prosigue: «Os acostáis en lechos de marfil, tumbados sobre las camas, coméis los carneros del rebaño y las terneras del establo; canturreáis al son del arpa, inventáis, como David, instrumentos musicales, bebéis vinos generosos, os ungís con los mejores perfumes, y no os doléis de los desastres de José [= los israelitas del norte]».


En esto consiste el crimen de los ricos. Dios, por boca del profeta, les predice entonces el exilio y el final de su vida despreocupada.


La conclusión de la parábola evangélica muestra lo necesario que es escuchar bien la palabra de Dios, que nos impulsa a ayudar a los pobres. El rico le pide a Abrahán desde el infierno que envíe a Lázaro a casa de su padre, para avisar a sus cinco hermanos, de modo que les preserve del mismo tipo de tormentos. Pero Abrahán responde: «Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen».


El rico sigue insistiendo: «No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán». Si ven un gran milagro, se arrepentirán, cambiarán de actitud, tomarán la dirección adecuada. Pero Abrahán responde: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto». Ni los milagros más impresionantes convierten a las personas si éstas no están atentas a la palabra de Dios. En este caso, los milagros provocan únicamente un efecto de sorpresa, de admiración, como un hecho extraordinario, pero no la conversión.


Para convertirse, es preciso escuchar la palabra de Dios, formulada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Es necesario escuchar la palabra de Jesús, que llama a la conversión y, en particular, esta parábola, en la que manifiesta con una gran fuerza la necesidad de que estemos llenos de caridad, de rechazar nuestro egoísmo espontáneo y preocuparnos de los otros, sobre todo de los más necesitados. Es preciso que tengamos por ellos una preocupación no sólo emotiva, sino una preocupación que suscite una entrega efectiva.


La segunda lectura es una invitación más genérica a llevar una vida cristiana fiel y generosa. Pablo le dice a Timoteo que huya del mal y tienda a «la justicia, la religión, la fe, el amor, la paciencia, la delicadeza». Todo esto va en la dirección del bien.


Para ir en esta dirección, es preciso librar el buen combate de la fe, estar dispuestos a dar testimonio de nuestra fe, como hizo Jesús, «que dio testimonio ante Poncio Pilato».


Así conservaremos «el Mandamiento sin mancha ni reproche». El mandamiento del Señor es amarnos los unos a los otros como él nos amó, es decir, hasta el sacrificio de la propia vida.


De este modo, podremos estar tranquilos en el día del juicio, sin temor. Entonces el Señor Jesús, que se manifestará aquel día, nos llamará con las palabras de otra parábola evangélica: «Venid, benditos de mi Padre, a heredar el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo» (Mateo 25,34).


El pensamiento del juicio puede sernos útil también para despertar nuestra generosidad. Con todo, es mucho más eficaz aún la contemplación del amor de Jesús, que quiere llenarnos y transformarnos y, a través de nosotros, ir transformando poco a poco el mundo en que vivimos.


Elevación Espiritual para este día.
En la pobreza del discípulo y del apóstol puede captar el destinatario del Evangelio el signo mismo del contenido del mensaje. La pobreza del predicador es, por así decirlo, el sacramento, es decir, la manifestación visible del Evangelio y del hombre que se deja comprometer por el Evangelio. El corazón de la alegre nueva: que viene el Reino de Dios y pasa la figura de este mundo, que el Crucificado es el Resucitado y que muerte significa vida, pero que la vida verdadera pasa siempre a través de la muerte..., todo esto no lo puede anunciar el apóstol sólo de palabra, sino que tiene que hacerlo con su mismo modo de vivir. El mismo debe encarnar este mensaje. La cruz de Cristo y la esperanza en la resurrección se configuran en el estar-crucificados-con-Cristo de los apóstoles, que después pasa a significar: “Hasta el presente, pasamos hambre, sed, desnudez. Somos abofeteados y andamos errantes. Nos fatigamos trabajando con nuestras manos” (cf. 1 Cor 4,11ss). En la pobreza del apóstol es posible captar el mensaje de la cruz y la resurrección. El predicador se convierte así en signo viviente de su mensaje, el signo de que la figura de este mundo pasa y el Señor viene a liberarnos.



Ahora bien, la pobreza debe expresar al mismo tiempo una consagración en favor del prójimo. Si queremos seguir a Jesús es preciso que estemos dispuestos a dar todo lo que poseemos a los pobres. Así como la pobreza de Jesús sirve para expresar su amor por los hombres —“siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de enriqueceros con su pobreza” (2 Cor 8,9) —, así también la pobreza de los discípulos sirve para amar a todos los hombres, pero sobre todo a los más pobres, como hermanos y hermanas de Jesús. La pobreza conduce a la solidaridad con los pobres, a una mayor solidaridad en el amor. Sólo quien es pobre puede ser de verdad amigo de los pobres, de los pequeños, de los marginados. Deberemos plantearnos, pues, una seria pregunta: ¿quiénes son los «predilectos» en nuestra comunidad? ¿Lo son los pobres, como lo fueron para Jesús, o los ricos, los «bien educados», los «más válidos» y los «distinguidos», ésos con quienes es posible «dialogar»? ¿Quién representa el objeto particular de nuestro interés y de nuestro amor?


Reflexión Espiritual para eL día.
La experiencia de un camino de pobreza es un camino de liberación, de alegría y de entusiasmo —porque nos une íntimamente a Cristo—, y nos hace gustar de una manera imprevista la fuerza de la cruz, su capacidad de renovar hasta las situaciones más estancadas, aparentemente más irritantes por su inmovilismo.



El momento del descubrimiento de las páginas del evangelio supone, para todos, un poco de gusto, de atención, de compromiso con un mayor ejercicio de austeridad, de pobreza, de penitencia, de renuncia. Sin este esfuerzo, esas páginas se quedan como mudas; cuando se ha dado algún paso en este sentido, aunque sea simple, entonces las palabras de Jesús se vuelven actuales y resonantes, adquieren relieve y nos damos cuenta de que vivimos algo de la alegría y el entusiasmo de los Doce, que caminaban por los caminos de Palestina siguiendo a Jesús después de haberle dicho: «Pues bien, Maestro, nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido».


El rostro de los personajes,pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Diotrefes y Gayo. El contraste entre los pobres y los ricos.
La parábola de Lucas tiene como tema un contraste entre el rico y el pobre (entre otras cosas, este es el único personaje de las parábolas de Jesús que tiene un nombre, Lázaro). La figura del mísero que yace «a la puerta» del palacio donde el rico celebra sus banquetes pertenece a ese mundo de marginados acogidos y escuchados solamente por Cristo. Por eso en la escena que describe la parábola se tiene la representación casi visual de un comportamiento antitético respecto al de Jesús y de sus discípulos, invitando a «dar de comer al hambriento y de beber al sediento» (Mt 25,35).


Pues bien, el tema de la acogida, aunque con distintos matices, aflora en este tríptico de cartas que están atribuidas a san Juan en el Nuevo Testamento. Especialmente en la tercera se describe con aspereza un personaje de nombre Diotrefes (en griego, «nutrido por Zeus»): él es el antípoda del destinatario de este mensaje de Juan, un tal Gayo, elogiado en cambio por su hospitalidad generosa para con los hermanos cristianos, sobre todo los misioneros del Evangelio.


Diotrefes es un hombre ambicioso que querría «dominarlo todo» (v. 9) y «no recibe a los hermanos y reprende y echa de la comunidad a los que quieren recibirlos» (v. 10). Es, por lo tanto, el retrato de un hombre egoísta y soberbio que teme cualquier presencia ajena en su ámbito, sospechando que los extraños pueden poner en crisis su poder y su bienestar. Aun cuando la amonestación de la Carta se refiere ante todo a la acogida de los misioneros itinerantes, la llamada podría sin embargo extenderse también a situaciones como las que estamos viviendo ahora, en estos momentos en que muchedumbres de «lázaros» llaman a nuestras puertas, «ansiosos de satisfacer el hambre con lo que cae de» nuestras mesas de ricos y saciados.


A la mezquina figura de Diotrefes hay que oponer entonces la del verdadero cristiano, aquel Gayo que, como se dice también en la tercera Carta de Juan, «obra fielmente en todo lo que hace por los hermanos, aunque sean extranjeros» (v. 5). La exhortación es simple e inmediata y florece precisamente por el contraste entre Diotrefes y Gayo: «No imites el mal, sino el bien. El que hace el bien ha nacido de Dios; el que hace el mal no ha visto a Dios» (v. 11). Si quisiéramos explicitarla podríamos compararla


a las palabras de la Carta a los hebreos: «No olvidéis la hospitalidad, ya que, gracias a ella, algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles» (13,2). Es más, Jesús afirmaba que se acogería a él mismo, porque «os aseguro que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40).


Una curiosidad al margen: Gayo es un nombre de persona latino que, además de llevarlo el destinatario de la tercera Carta de Juan, lo llevan otros tres colaboradores de san Pablo: un macedonio, compañero de viaje del apóstol a Éfeso (He 19,29); un ciudadano de Derbe, ciudad de Galacia (en la actual Turquía central), que acompañó a Pablo en Macedonia (He 20,4), y este Gayo de Corinto, bautizado por el apóstol y generoso anfitrión de Pablo y de la comunidad cristiana corintia en su casa (Rom 16,23). +

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