18 de Mayo de 2010. MES DEDICADO A LA BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA. MARTES DE LA VII SEMANA DE PASCUA, Feria o SAN JUAN I papa y martir. Memoria libre. (Ciclo C). 7ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO Y SACERDOTAL. SS.Rafaela Mº vg, Mª Josfa del C. J. vg, Félix de Cantalice rl, Eric re.
LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 20, 17-27. Copleto mi carrera, y cumplo el encargo que me dió el Señor Jesús.
Salmo 67R/. Reyes de la Tierra, cantada a Dios.
Jn 17,1-11a. Padre, glorifica a tu Hijo.
En el marco del discurso de despedida se encuentra esta oración de Jesús al Padre por el futuro de los discípulos. Jesús parece estar a medio camino entre este mundo y la presencia del Padre, trasciende el tiempo y el espacio, más allá de la muerte está hablando a los discípulos y discípulas de todos los tiempos.
La glorificación del Hijo es para la glorificación del Padre y para dar la vida eterna a sus discípulos, es más bien una plegaria de comunión entre el Padre y el Hijo que de petición. Jesús es el lugar en que Dios ha puesto su nombre.
“Los que me confiaste” se refiere en primera instancia a los Doce, pero dado que ellos son modelo para todos los cristianos se tiene en cuenta a los futuros discípulos. En ellos se revela la gloria de Jesús, en los cristianos creyentes que han accedido a la fe después de la resurrección. Ellos y ellas siguen en el mundo pero no son del mundo, como tampoco lo es el Reino de su maestro; serán como extraños en el mundo, y por ello mismo su presencia resultará turbadora y amenazante para los poderes de los sistemas de opresión y dominación a lo largo de la historia.
PRIMERA LECTURA.LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 20, 17-27. Copleto mi carrera, y cumplo el encargo que me dió el Señor Jesús.
Salmo 67R/. Reyes de la Tierra, cantada a Dios.
Jn 17,1-11a. Padre, glorifica a tu Hijo.
En el marco del discurso de despedida se encuentra esta oración de Jesús al Padre por el futuro de los discípulos. Jesús parece estar a medio camino entre este mundo y la presencia del Padre, trasciende el tiempo y el espacio, más allá de la muerte está hablando a los discípulos y discípulas de todos los tiempos.
La glorificación del Hijo es para la glorificación del Padre y para dar la vida eterna a sus discípulos, es más bien una plegaria de comunión entre el Padre y el Hijo que de petición. Jesús es el lugar en que Dios ha puesto su nombre.
“Los que me confiaste” se refiere en primera instancia a los Doce, pero dado que ellos son modelo para todos los cristianos se tiene en cuenta a los futuros discípulos. En ellos se revela la gloria de Jesús, en los cristianos creyentes que han accedido a la fe después de la resurrección. Ellos y ellas siguen en el mundo pero no son del mundo, como tampoco lo es el Reino de su maestro; serán como extraños en el mundo, y por ello mismo su presencia resultará turbadora y amenazante para los poderes de los sistemas de opresión y dominación a lo largo de la historia.
Hechos 20,17-27
Completo mi carrera, y cumplo el encargo que me dio el Señor Jesús
En aquellos días, desde Mileto, mandó Pablo llamar a los presbíteros de la Iglesia de Éfeso. Cuando se presentaron, les dijo: "Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí, desde el día que por primera vez puse pie en Asia, he servido al Señor con toda humildad, en las penas y pruebas que me han procurado las maquinaciones de los judíos. Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que os he predicado y enseñado en público y en privado, insistiendo a judíos y griegos a que se conviertan a Dios y crean en nuestro Señor Jesús. Y ahora me dirijo a Jerusalén, forzado por el Espíritu.
No sé lo que me espera allí, sólo sé que el Espíritu Santo, de ciudad en ciudad, me asegura que me aguardan cárceles y luchas. Pero a mí no me importa la vida; lo que me importa es completar mi carrera, y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo del Evangelio, que es la gracia de Dios. He pasado por aquí predicando el reino, y ahora sé que ninguno de vosotros me volverá a ver. Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie: nunca me he reservado nada; os he anunciado enteramente el plan de Dios."
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 67
R/. Reyes de la tierra, cantad a Dios.
Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, / aliviaste la tierra extenuada; / y tu rebaño habitó en la tierra / que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres. R.
Bendito el Señor cada día, / Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación. / Nuestro Dios es un Dios que salva, / el Señor Dios nos hace escapar de la muerte. R.
EVANGELIO.
Juan 17,1-11a
Padre, glorifica a tu Hijo
En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: "Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique y, por el poder que tú le has dado sobre toda carne, dé la vida eterna a los que le confiaste. Ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo. Yo te he glorificado sobre la tierra, he coronado la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame cerca de ti, con la gloria que yo tenía cerca de ti, antes que el mundo existiese.
He manifestado tu nombre a los hombres que me diste de en medio del mundo. Tuyos eran, y tú me los diste, y ellos han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me diste procede de ti, porque yo les he comunicado las palabras que tú me diste, y ellos las han recibido, y han conocido verdaderamente que yo salí de ti, y han creído que tú me has enviado. Te ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por éstos que tú me diste, y son tuyos. Sí, todo lo mío es tuyo, y lo tuyo mío; y en ellos he sido glorificado. Ya no voy a estar en el mundo, pero ellos están en el mundo, mientras yo voy a ti."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera Lectura: Hechos de los Apóstoles 20,17-27.
Tras la sublevación de los orfebres de Éfeso, reemprende Pablo sus viajes. Pasa a Grecia, se detiene en Tróade (donde devuelve la vida a un muerto durante una larguísima vigilia eucarística) y a continuación baja a Mileto, en las cercanías de Éfeso, desde donde manda llamar a los responsables de esta Iglesia. Con ellos mantiene una amplia conversación. Se trata del tercer gran discurso de Pablo referido por Lucas: el primero reflejaba la predicación dirigida a los judíos (capítulo 13); el segundo, la dirigida a los paganos (capítulo 17), y el tercero, la dirigida a los pastores de la Iglesia. Se trata de un discurso clásico de despedida o de un «testamento espiritual». Está dotado de una gran densidad humana y de una notable levadura espiritual. Es natural que haya sido muy comentado.
En él emerge la estatura de un misionero dedicado en cuerpo y alma a la causa del servicio del Señor. Un servicio total, exclusivo y continuado, que usa como criterio no la aprobación de los hombres, sino el designio de Dios. Entre las muchísimas notas que podríamos comentar, hay tres características de la acción de Pablo que parecen llamar la atención de la mirada de manera evidente. La humildad en el servicio del Señor: se trata de una virtud desconocida en el mundo pagano, engrandecida y hecha apetecible por el ejemplo del Señor Jesús, que vino a servir y no a ser servido; el valor: Pablo ha anunciado el Evangelio «con lágrimas, en medio de las pruebas», sin dejarse condicionar por las oposiciones; el desinterés, no sólo trabajando con sus propias manos, sino impulsándose hasta decir: «Nada me importa mi vida, ni es para mí estimable, con tal de llevar a buen término mi carrera». El valor más importante es el Evangelio, no la conservación de la propia vida; para Pablo, lo más importante es lo que recogen las últimas palabras de la perícopa: «Nunca dejé de anunciaros todo el designio de Dios».
Para él personalmente, para Pablo, se perfila un futuro oscuro, un futuro cargado de prisiones y tribulaciones, iluminado por la certeza de ser «forzado por el Espíritu». Lo importante es «llevar a buen término mi carrera»: la evangelización es urgente, necesita impulso, empeño, concentración, dedicación exclusiva. Es demasiado importante como para no tomarla en serio. ¿Lo es también para mí?
Comentario del Salmo 67.
Este es un canto épico que narra las maravillosas y deslumbrantes hazañas de Dios para con su pueblo. Se cantan no solamente los hechos extraordinarios que Yavé ha realizado con Israel a nivel de lo que pudiéramos llamar una protección divina. Es mucho más que eso. Se hace hincapié en la constatación que supera toda protección que cualquier pueblo pueda atribuir a sus dioses. Se entona, con gozo exultante, el hecho sin par de que Dios protege al pueblo no desde arriba, sino actuando en medio de ellos. Dios mismo, al sacar a su pueblo de Egipto, está presente en Israel; más aun, va delante de él conduciéndole a la libertad y posesión de la tierra prometida: «Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y avanzabas por el desierto, la tierra tembló... Derramaste sobre tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, y aliviaste la tierra agotada, y tu rebaño habitó en la tierra».
Ya Moisés, cuando entonó el canto triunfal de alabanza a Yavé al dividir las aguas del mar Rojo para que su pueblo pudiera abrirse a la libertad, hace presente con énfasis que es Yavé el que lleva y planta a su pueblo en la heredad que sus propias manos prepararon. Escuchemos esta elegía lírica de Moisés: «Tú le llevas y le plantas en el monte de tu herencia, hasta el lugar que tú le has preparado para tu sede, ¡oh Yavé! Al santuario, Señor, que tus manos prepararon» (Ex 15,17).
Dios, lleno de bondad y de misericordia, ha puesto sus ojos en este pueblo porque amó su pequeñez y debilidad: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yavé de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene...» (Dt 7,7-8).
Además, como vemos en el salmo, Dios volvió su mirada hacia su pueblo no sólo por ser el más pequeño de todos, sino también porque es un rebaño humano totalmente desvalido. Es tal su impotencia que no tiene dónde apoyarse, nadie a quien pedir ayuda. Pues bien, Dios mismo será su apoyo y su ayuda y les proporcionará el cobijo de una casa, una morada protectora donde reposará su gloria. Dios establecerá su propia morada en medio de ellos: «Padre de los huérfanos y tutor de las viudas es Dios en su santa morada; Dios da a los desvalidos el cobijo de una casa, abre a los cautivos la puerta de la dicha».
La majestad de esta epopeya tiene su momento culminante cuando Dios mismo escoge su lugar para habitar. En todos los pueblos primitivos, las montañas aparecían como signos de la presencia de las divinidades. Esta presencia era tanto más convincente cuanto más altas e imponentes eran, cuando sus cumbres casi tocaban el cielo. Es normal que, ante la majestuosidad de estas montañas, los diversos pueblos hayan visto en ellas representadas a sus dioses. El Dios de Israel cambia estos conceptos de los hombres. Habiendo en Samaría los montes altos y escarpados de Basán, Dios los excluye para fijarse en lo que no era ni siquiera monte, apenas una colina, la de Sión en Jerusalén. Allí será edificado el templo de su gloria. En él reposará la gloria de Yavé. Veamos cómo el salmista transcribe poéticamente esta decisión de Dios: «Las montañas de Basán son altísimas, las montañas de Basán son escarpadas. Oh montañas escarpadas, ¿por qué envidiáis al monte que Dios escogió para habitar, la morada perpetua del Señor?».
Dios escoge siempre lo más débil e insignificante para manifestarse y salvar, Si escogiera lo fuerte y lo grandioso, lo perfecto y deslumbrador, serían las fuerzas y poderes del hombre lo que se manifestaría, y no Dios; si lo que se manifiesta es la fuerza y grandiosidad de los hombres, la salvación no acontece. Sólo Dios salva, y El sabe muy bien a quién escoge para que el hombre no quede deslumbrado por fuerzas y poderes que no son Él. Ningún ser humano, por extraordinario que sea, puede salvar a otro; o, como dice Jesús, un ciego no puede guiar a otro ciego (cf. Lc 6,39).
De la misma forma que Dios escogió a Israel débil e impotente, para manifestar su gloria, también hoy día escoge a hombres y mujeres débiles y sin pretensiones; hombres y mujeres «de barro» para que la luz y la fuerza de Dios sean visibles a todos.
El apóstol Pablo es perfectamente consciente de esta forma de actuar de Dios. Hablando de sí mismo y de los demás apóstoles, define a todos los evangelizadores con este título: «recipientes de barro». Y tiene que ser así para que aparezca que la fuerza del Evangelio viene de Dios y no de ellos: «Pero llevamos este tesoro en recipientes de barro para que aparezca que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no de nosotros» (2Cor 4,7).
Jesús mismo compara el reino de Dios a una semilla de mostaza, que es la menor de todas las semillas. Sin embargo, al desarrollarse, echa ramas tan grandes que las aves del cielo anidan en ellas: «El reino de los cielos es semejante a un grano de mostaza... Es la más pequeña de todas las semillas, pero cuando crece es mayor que las hortalizas, y se hace árbol hasta el punto que las aves del cielo vienen y anidan en sus ramas» (Mt 13,3 1-32).
Comentario del Santo Evangelio: Juan 17,1-11a
La primera parte de la “Oración sacerdotal” está compuesta por dos fragmentos (vv. 1-5 y vv. 6-1 la), unidos entre sí por el tema de la entrega de todos los hombres a Jesús por parte del Padre. Los vv. 1-5 se concentran en la petición de la gloria por parte del Hijo. Estamos en el momento más solemne del coloquio entre Jesús y los discípulos. Jesús es consciente de que su misión está llegando a su término, y, con el gesto típico del orante —levantar los ojos al cielo, es decir, al lugar simbólico de la morada de Dios—, da comienzo a su oración.
Lo primero que pide es que su misión llegue a su culminación definitiva con su propia glorificación. Pero esa glorificación la pide sólo para glorificar al Padre (v. 2). Jesús ha recibido todo el poder del Padre, que ha puesto todas las cosas en sus manos, hasta el poder de dar la vida eterna a los que el Padre le ha confiado. Y la vida eterna consiste en esto: en conocer al único Dios verdadero y a aquel que ha sido enviado por él a los hombres, el Hijo (v. 3). Como es natural, no se trata de la vida eterna entendida como contemplación de Dios, sino de la vida que se adquiere a través de la fe. Esta es participación en la vida íntima del Padre y del Hijo. De este modo, al término de su misión de revelador, profesa Jesús que ha glorificado al Padre en la tierra, cumpliendo en su totalidad la misión que le había confiado el Padre. Jesús no quiere la gloria como recompensa, sino sólo llegar a la plenitud de la revelación con su libre aceptación de la muerte en la cruz. A continuación, piensa Jesús en sus discípulos, a quienes ha manifestado el designio del Padre. Estos han respondido con la fe y así glorificarán al Hijo acogiendo la Palabra y practicándola en el amor.
«La vida eterna consiste en esto: en que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, tu enviado» (Jn 17,3). Conocer al Dios de Jesucristo, conocer al Hijo y al Espíritu Santo, conocerlos no sólo con la mente, sino también con el corazón, conocerlos estando en comunión con ellos, conocerlos de modo que olvidemos todo lo demás: eso es la “vida eterna”. Lo demás pertenece a las cosas que pasan, a la infinita vanidad del todo, a lo que carece de consistencia, a lo que tiene una vida efímera, a lo que no vale la pena aferrarse.
Mi vida ha de ser un continuo progreso en el conocimiento del Dios vivo y verdadero, un progreso en la sublime ciencia de Cristo, un caminar según el Espíritu, porque esta vida es ya vida eterna. Una vida, a veces, poco apetecible, porque la condición humana hay que vivirla en la carne y en la sangre, porque el mundo me envuelve y me condiciona, porque mi fe es todavía titubeante e insegura. Pero basta con que me detenga un poco a reflexionar en las palabras del Señor, basta con que invoque su Espíritu, para que reemprenda el camino hacia el inefable mundo de Dios y llegue a comprender la fortuna de haber escuchado, también hoy, estas palabras que me unen al Padre y al Hijo, en el vínculo del Espíritu, para pregustar algunas gotas del dulcísimo océano de la vida eterna.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 17,1-11 a, para nuestros Mayores. “Padre, glorifícame”.
Contexto bíblico. Las dos lecturas de hoy son emotivas. Se trata de la despedida de Jesús y de Pablo de sus discípulos, amigos y hermanos. Jesús tiene un claro presentimiento de que ha llegado “su hora”. Después del coloquio de la última cena en el que les ha dado una serie de consignas: “Amaos como yo os he amado, “no tengáis miedo”, “no os dejaré desamparados, os enviaré el Espíritu”, “yo soy el camino, la verdad y la vida”..., se dirige al Padre en una oración estremecida. Podemos imaginarnos el temblor de su voz y la luminosidad de sus ojos alzados a lo alto.
Desde san Cirilo (s. V) se ha calificado esta oración como sacerdotal. En ella, el Hijo se ofrece al Padre por la salvación de sus hermanos y resume el sentido de toda su vida. Es una oración que trasciende el tiempo y el espacio para alcanzar a los discípulos de todos los tiempos.
Pablo, en su viaje a Jerusalén, al no poder acercarse a Éfeso, llama a los presbíteros a Mileto para despedirse de ellos y, a través de ellos, de toda la comunidad. Cuando se encuentran reunidos les abre el corazón: “Sé que ninguno de vosotros me volverá a ver” y a continuación les da una serie de recomendaciones fraternales.
Tanto Jesús como Pablo dirigen a los suyos un “a Dios” en sentido original: “Os encomiendo a-Dios”. Los dos relatos tienen rasgos comunes. Los discursos son verdaderos testamentos espirituales; contienen los elementos que se encuentran en la mayoría de los discursos de despedida de grandes personajes bíblicos (Gn 49; 1 Sm 12,1-24; Tob 14,3-33; 1 M 2,44-69; Lc 22,24-38). El discurso de Pablo a los ancianos de Éfeso (Hch 20,17-38) contiene también recomendaciones, memoria de las actividades pasadas, profecías y perspectivas sombrías para los que se quedan, insistencia en que éstos no olviden al ausente y fórmula de bendición final.
Misión cumplida. Los dos reflejan una oración de gratitud por la fidelidad vivida, por la misión cumplida, que, en el caso de Jesús, resumirá instantes antes de expirar con su solemne confesión: “Todo está cumplido” (Jn 19,30). Ora Jesús: “He coronado la obra que me encomendaste... He guardado en tu nombre a los que me diste”. Pablo, por su parte, al dirigirse a los presbíteros de Éfeso, les dice con emotiva sinceridad: “Vosotros sabéis que todo el tiempo que he estado aquí he servido al Señor con toda humildad en las penas y pruebas que me han proporcionado los judíos. Sabéis que no he ahorrado medio alguno, que he enseñado en público y en privado, insistiendo a los judíos y a los griegos a que se conviertan y crean en nuestro Señor Jesús... Por eso declaro hoy que no soy responsable de la suerte de nadie”.
Estamos ante el testamento espiritual de Pablo, que refleja la imagen ideal del pastor cristiano, imagen de Jesús. Si supiéramos que llega la hora de nuestra partida de esta existencia terrena, ¿podríamos orar como Jesús o como Pablo? ¿Podríamos dar gracias por haber realizado, al menos en lo esencial, el proyecto de Dios sobre nosotros? ¿Qué podríamos ofrecer al Señor? ¿Qué hubiéramos querido haber hecho? ¿Cómo hubiéramos querido haber vivido? ¿Quiénes hubiéramos querido haber sido?
Mientras tenemos tiempo. No sabemos hasta cuándo, pero de momento Dios nos da la oportunidad de rectificar, de hacer el bien, de vivir fecundamente. Por tanto, como aconseja Jesús, “actuemos mientras es de día” (Jn 11,9); y como dice Pablo, “mientras tenemos tiempo, no nos cansemos de hacer el bien, que a su tiempo cosecharemos” (Gá 6,10). Tratemos de ganar el tiempo perdido, de hacer rendir el préstamo que Dios nos ha hecho, para que si no duplicamos el capital prestado, al menos produzcamos un 25% y, de este modo, no seamos hijos de Dios fracasados. No olvidemos que uno fracasa, aunque no haya hecho mal, si es que no ha hecho el bien debido.
Pablo, como Jesús, confiesa a los presbíteros de Éfeso: “La vida para mí no cuenta al lado de completar mi carrera y cumplir el encargo que me dio el Señor Jesús: ser testigo de la buena noticia, de la gracia de Dios” (Hch 20,24). A Timoteo, su discípulo más entrañable, le escribe: “Por lo que a mí toca, he competido en noble lucha, he corrido hasta la meta, me he mantenido fiel. Ahora ya me aguarda la corona merecida con la que el Señor, juez justo, me premiará el último día, y no sólo a mí (2 Tm 4,6-8).
Una amiga, en plena adultez, que participaba de alguna forma en la vida de la comunidad, confesaba en la revisión del curso: “Tendría que implicarme más; uno se enreda a veces en cosillas y no le queda tiempo para lo que merece la pena. El próximo curso voy a asumir algún compromiso de colaboración”. Esto lo decía en el mes de junio. El próximo curso no llegó. Murió en lo mejor de la vida.
Es natural el deseo de dejar una herencia económica y material a los hijos que les dé seguridad. Pero lo que más les va a valer en la vida y les va a ayudar a ser felices será la herencia espiritual. ¿Qué recuerdo tendrán de nosotros? ¿Qué testimonio dejaremos detrás? ¿Qué experiencias, palabras, gestos, tono de vida dejaremos que ayuden a vivir mejor, a ser más personas, a tener una personalidad radiante? M. Luther King proclamaba: “No dejaré dinero ni bienes materiales; dejaré una vida entregada, sobre todo a los más pobres”. ¡Qué gran herencia que los hijos, nietos, sobrinos puedan decir: “Mi padre, madre, abuelo, abuela, tío... siempre nos decía... o actuaba en estas ocasiones! Tenemos demasiadas responsabilidades como para vivir superficialmente.
Comentario del Santo Evangelio: Jn 17, 1-11a (17, 6. [14-19]), de Joven para Joven. Oración Sacerdotal.
Comienza la llamada oración sacerdotal de Jesús. Según la versión que los evangelios sinópticos nos dan de los últimos acontecimientos de la vida de Jesús, al finalizar la última cena, él se retira a Getsemaní, donde se adentra en la oración. También en Juan la última cena es seguida por la oración de Jesús, pero ésta se realiza en el mismo lugar del Cenáculo y, después de ella, Jesús comienza a caminar hacia la pasión.
En los Sinópticos, la oración tiene como finalidad primera poner de relieve la conciencia de Jesús sobre lo que va a ocurrir: pasión-resurrección. Jesús habla de su tristeza y pide para que pase de él aquel cáliz amargo, aunque la última palabra es siempre la aceptación de la voluntad del Padre: los evangelistas demuestran así que Jesús acepta la crucifixión, porque es la voluntad del Padre, pero manifiesta su repugnancia interna hacia ella.
También en Juan la oración de Jesús tiene como telón de fondo la pasión-resurrección, pero no se menciona para nada la tristeza de Jesús. Su oración aparece con todas las características que definen el cuarto evangelio: se habla de la gloria o glorificar, de la hora, la vida eterna, la obra, enviar, conocer... Como todo el evangelio, esta oración supone una gran elaboración por parte del evangelista, pero sobre la base de afirmaciones y temas tratados por Jesús durante su ministerio terreno.
Cuando ha llegado su hora —la hora en que Jesús realizará de una manera exhaustiva su misión—, pide al Padre que le conceda la gloria que, a su vez, le haga capaz de glorificarlo a él. Al Hijo le ha sido concedida la posición de autoridad sobre todas las cosas. La gloria que ahora pide al Padre debe demostrarse en el don de la vida eterna que él quiere regalar a todos aquéllos que crean en él.
La vida eterna es presentada aquí como el conocimiento del Padre, el único Dios verdadero, y de su enviado Jesucristo. Estamos ante una espléndida definición del cristiano. El cristiano es aquél que «conoce» que el Hijo del hombre, a través de su vida humilde, de su muerte y su resurrección, ha sido constituido en Señor; el que reconoce que la pasión fue el comienzo de la «exaltación-glorificación»; el que a través de Jesús ve al Padre y acepta una nueva forma de vida, que es presentada con el nombre de vida eterna. La misión de Jesús pretendía hacer posible y creíble todo esto. Porque en realidad la gloria de Jesús existía ya antes del comienzo del mundo.
El Hijo, durante su ministerio terreno, ha glorificado al Padre, realizando de una manera perfecta y completa la misión que le había encomendado. Jesús pide ahora que, en el momento supremo, siga glorificándolo y que el Padre lo devuelva a la gloria que tuvo desde el principio (1, 1).
La glorificación que Jesús ha hecho del Padre ha consistido en darlo a conocer a los hombres, a todos aquéllos que «él le da dado», les ha manifestado su naturaleza, carácter y propósito. Ellos han aceptado de forma obediente y responsable la palabra que les ha dirigido. Han reconocido que la enseñanza que les ha impartido procede, en última instancia, del Padre. Más aún, que él mismo procede del Padre, que el Padre lo ha enviado. Han creído en su misión y origen.
Jesús ruega por los discípulos; no ruega por el mundo. Esta expresión, que parece indicar exclusión, obedece a que Jesús está considerando la misión salvadora que será llevada a cabo por los discípulos frente al mundo. Ruega por aquellos que están en el mundo en unas circunstancias muy parecidas a aquéllas en que él mismo estuvo: perteneciendo de alguna manera a los dos mundos, al de arriba y al de abajo, o mejor dicho, estando en el de abajo y perteneciendo al de arriba.
Elevación Espiritual para este día.
Nosotros ya hemos llegado a la fe, ya hemos creído en las cosas divinas que hemos oído, y amamos a aquel en quien creemos. Ahora bien, cuando estamos oprimidos por preocupaciones vanas, nos encontramos en la oscuridad y en la confusión. Y en semejante estado, cuando el Señor nos sugiere sentimientos justos respecto a él, es como si nos hiciera oír su voz desde una nube, pero a él no le vemos. Son, ciertamente, cosas sublimes las que aprendemos de él, pero a aquel que nos instruye con sus secretas inspiraciones no le vemos aún.
Oímos las palabras de Dios dentro de nuestro corazón, sabemos con qué fidelidad y empeño debemos responder a su amor y, sin embargo, lábiles como somos, volvemos a recaer, desde la cima de nuestra reflexión interior, en las cosas de costumbre y nos sentimos tentados por la fastidiosa inoportunidad de nuestros pecados. Con todo, tampoco en esos momentos nos abandona Dios: enseguida vuelve a aparecer en la mente, disipa las nieblas de las tentaciones, infunde la lluvia de la compunción y vuelve a traer el sol de la inteligencia penetrante. Y así nos demuestra cuánto nos ama, porque no nos abandona ni siquiera cuando le rechazamos.
Reflexión Espiritual para el día.
La pregunta que orienta, durante nuestra breve existencia, gran parte de nuestro comportamiento es la siguiente: « ¿Quién soy?». Es posible que nos planteemos en raras ocasiones esta pregunta de modo formal, pero la vivimos de una manera muy concreta en las decisiones que hemos de tomar todos los días. Las tres respuestas que solemos dar, por lo general, son éstas: «Somos lo que hacemos, somos lo que los otros dicen de nosotros, somos lo que tenemos» o, con otras palabras: «Somos nuestro éxito, nuestra popularidad, nuestro poder».
Es importante que nos demos cuenta de la fragilidad de una vida que dependa del éxito, de la popularidad y del poder. Su fragilidad deriva del hecho de que los tres son factores externos, unos factores que podemos controlar de un modo bastante limitado. Perder el trabajo, la fama o la riqueza depende a menudo de acontecimientos que escapan por completo a nuestro control; ahora bien, cuando dependemos de ellos, nos hemos malvendido al mundo, porque somos lo que el mundo nos da. Y la muerte nos quita todo eso. La afirmación final se convierte en ésta: «Cuando muramos, estaremos muertos», porque cuando muramos no podremos hacer ninguna otra cosa, la gente ya no hablará de nosotros y ya no tendremos nada. Cuando seamos lo que el mundo hace de nosotros, no podremos ser después de haber dejado este mundo.
Jesús vino a anunciarnos que una identidad basada en el éxito, en la popularidad y el poder es una falsa identidad: es una ilusión. Jesús dice alto y fuerte: «No seáis lo que el mundo hace de vosotros, sino hijos de Dios».
El rostro de los personajes y pasajes de la Sagrada Biblia: Hechos 20, 17-27. “Yo nunca me acobarde”
Un motín dirigido contra Pablo obliga a éste a abandonar Éfeso. Las constantes persecuciones de los judaizantes le obligan a modificar continuamente sus planes de viaje:
está acosado. Se acerca el desenlace. Sabe que, desde ahora no tardarán en atraparle. En su escala a Mileto se despide de los «Ancianos», venidos expresamente de Éfeso. Este discurso de despedida es un verdadero testamento pastoral, está destinado especialmente a los que ejercen un cargo en la Iglesia, He aquí el retrato del «apóstol» según san Pablo:
«Sirviendo al Señor, con humildad...»
Lo que dice no es su propia palabra: Pablo es «servidor» de otro. En la humildad. Danos, Señor, da especialmente a los sacerdotes ese desprendimiento de cualquier suficiencia, de cualquier orgullo, para estar siempre y exclusivamente a tu servicio.
Con lágrimas y en medio de muchas pruebas... que me han ocasionado las maquinaciones de los judaizantes.
«El servidor no está por encima de su amo». Tú lo dijiste, Señor. El apostolado no es un tranquilo entretenimiento. Toda responsabilidad en la Iglesia, toda vida cristiana auténtica están marcadas por la cruz. Para Pablo, su cruz principal vino de los que no aceptaban evolucionar, pasar del judaísmo a la fe en Cristo. Cada uno de nosotros tiene su cruz. Toda «prueba» tiene valor si sabemos asociarla a la redención. La salvación de la humanidad no se logra de otro modo, sino de la manera que Jesucristo ha establecido.
Es duro Señor..., pero danos la gracia de aceptarlo.
“Yo nunca me acobardé”, cuando era necesario anunciar la palabra de Dios.
Valentía. Seguridad. Audacia.
Esta fórmula deja suponer que alguna vez, Pablo sintió la tentación de «acobardarse», de huir, de callarse, de renunciar.
Perdón, Señor por todas nuestras cobardías, por todos nuestros silencios.
En público y en privado, daba testimonio a judíos y a griegos para que se convirtieran a Dios.
Este fue el auditorio y la búsqueda de Pablo. ¡Sin discriminación! Si los judíos, por su estrechez de miras, perjudicaron tanto a Pablo, éste no les guarda ningún resentimiento: también a ellos ha de proclamar la Palabra de Dios, como la proclama a los griegos.
Judíos y griegos, hoy, diríamos «creyentes de siempre» y «no-creyentes»... También hoy la Palabra de Dios se dirige a todos.
En los conflictos del mundo de hoy en el que las clases sociales están, a veces, tan diferenciadas, ¡suscita, Señor, apóstoles como san Pablo!
Ahora, yo, encadenado por el Espíritu..., sin saber lo que me va a suceder...
Este es el motor profundo de su acción apostólica. Está acabado. El dice «encadenado», pero por el Espíritu. No hace lo que quiere. Va donde el Espíritu le lleva. Es la aventura integral, sin ninguna previsión posible por adelantado.
Mi propia vida no cuenta para mí, con tal que termine mi carrera y cumpla el ministerio que he recibido del Señor Jesús.
Ha dado su vida. Ya no le pertenece. No cuenta para él. Ama. Vive para otro: Jesús.
Dar testimonio del evangelio de la gracia de Dios... Anunciar, por entero, la voluntad de Dios.
Tal es el contenido del feliz mensaje: el don gratuito.
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