29 de Agosto 2010. DOMINGO DE LA XXII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 2ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A EL INMACULADO CORAZÓN DE MARÍA. SS. MARTIRIO DE SAN JUAN BAUTISTA. SS. Sabina mr, Victor er, Adelfo ob.
LITURGIA DE LA PALABRA
Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29. Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Salmo responsorial: 67. Preparastes , oh Dios, casa para los pobres.
Hebreos 12, 18-19. 22-24a. Os Habéis acercado al monte Sión, Ciudad del Dios vivo.
Lucas 14, 1. 7-14 . El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
Para llevar a cabo cualquier decisión humana es necesaria una toma dé actitud. Es maduro el hombre de recias actitudes, el que reacciona ante la vida con una predisposición de fondo, después de sopesar todas las razones. Evidentemente, nos movemos por diferentes motivos más o menos actuales o importantes, pero siempre es decisivo que ñuestro comportamiento responda a una actitud madura.
El Evangelio insiste en las actitudes que debe poseer el discípulo de Cristo. La actitud cristiana radica en un corazón limpio o en una conciencia intachable. La conciencia cristiana es «buena» y «pura» cuando es conciencia humana con todas sus consecuencias y obra según el amor concreto de Jesús. Lo contrario es mala conciencia o conciencia manchada. La conciencia cristiana es juez y testigo de la caridad evangélica.
Ahora bien, el Espíritu de Dios manifestado en el hombre Jesús es un componente nuevo de la conciencia cristiana, que es en definitiva juicio profético o juicio al modo de los profetas, hombres del Espíritu que se sumergen en la vida social para denunciar abusos, anunciar el Reino y orientar la vida comunitaria.
El cristiano pecador no se arrepiente sólo por tener «mala conciencia», por ser culpable o tener culpa, sino porque obra con una conciencia sin suficiente Espíritu de Dios o porque ha actuado en contra de ese Espíritu.
PRIMERA LECTURA.
Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29
Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.
No corras a curar la herida del cínico, pues no tiene cura, es brote de mala planta. El sabio aprecia las sentencias de los sabios, el oído atento a la sabiduría se alegrará.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 67
R/. Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.
Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría. Cantad a Dios, tocad en su honor; su nombre es el Señor. R.
Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece. R.
Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada; y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres. R.
SEGUNDA LECTURA.
Hebreos 12, 18-19. 22-24a
Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo
Hermanos: Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni habéis oído aquella voz que el pueblo, al oírla, pidió que no les siguiera hablando.
Vosotros os habéis acercado al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de Los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 14, 1. 7-14
El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido
Lectura del santo evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14 Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: "Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: "Cédele el puesto a éste."
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: "Amigo, sube más arriba."
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido." Y dijo al que lo había invitado: "Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado.
Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos."
Palabra del Señor.
LITURGIA DE LA PALABRA
Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29. Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Salmo responsorial: 67. Preparastes , oh Dios, casa para los pobres.
Hebreos 12, 18-19. 22-24a. Os Habéis acercado al monte Sión, Ciudad del Dios vivo.
Lucas 14, 1. 7-14 . El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
Para llevar a cabo cualquier decisión humana es necesaria una toma dé actitud. Es maduro el hombre de recias actitudes, el que reacciona ante la vida con una predisposición de fondo, después de sopesar todas las razones. Evidentemente, nos movemos por diferentes motivos más o menos actuales o importantes, pero siempre es decisivo que ñuestro comportamiento responda a una actitud madura.
El Evangelio insiste en las actitudes que debe poseer el discípulo de Cristo. La actitud cristiana radica en un corazón limpio o en una conciencia intachable. La conciencia cristiana es «buena» y «pura» cuando es conciencia humana con todas sus consecuencias y obra según el amor concreto de Jesús. Lo contrario es mala conciencia o conciencia manchada. La conciencia cristiana es juez y testigo de la caridad evangélica.
Ahora bien, el Espíritu de Dios manifestado en el hombre Jesús es un componente nuevo de la conciencia cristiana, que es en definitiva juicio profético o juicio al modo de los profetas, hombres del Espíritu que se sumergen en la vida social para denunciar abusos, anunciar el Reino y orientar la vida comunitaria.
El cristiano pecador no se arrepiente sólo por tener «mala conciencia», por ser culpable o tener culpa, sino porque obra con una conciencia sin suficiente Espíritu de Dios o porque ha actuado en contra de ese Espíritu.
PRIMERA LECTURA.
Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29
Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad y te querrán más que al hombre generoso. Hazte pequeño en las grandezas humanas, y alcanzarás el favor de Dios; porque es grande la misericordia de Dios, y revela sus secretos a los humildes.
No corras a curar la herida del cínico, pues no tiene cura, es brote de mala planta. El sabio aprecia las sentencias de los sabios, el oído atento a la sabiduría se alegrará.
Palabra de Dios.
Salmo responsorial: 67
R/. Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.
Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría. Cantad a Dios, tocad en su honor; su nombre es el Señor. R.
Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece. R.
Derramaste en tu heredad, oh Dios, una lluvia copiosa, aliviaste la tierra extenuada; y tu rebaño habitó en la tierra que tu bondad, oh Dios, preparó para los pobres. R.
SEGUNDA LECTURA.
Hebreos 12, 18-19. 22-24a
Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo
Hermanos: Vosotros no os habéis acercado a un monte tangible, a un fuego encendido, a densos nubarrones, a la tormenta, al sonido de la trompeta; ni habéis oído aquella voz que el pueblo, al oírla, pidió que no les siguiera hablando.
Vosotros os habéis acercado al monte de Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo, a millares de ángeles en fiesta, a la asamblea de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de Los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús.
Palabra de Dios.
SANTO EVANGELIO.
Lucas 14, 1. 7-14
El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido
Lectura del santo evangelio según san Lucas 14, 1. 7-14 Un sábado, entró Jesús en casa de uno de los principales fariseos para comer, y ellos le estaban espiando.
Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les propuso esta parábola: "Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: "Cédele el puesto a éste."
Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: "Amigo, sube más arriba."
Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido." Y dijo al que lo había invitado: "Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado.
Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos."
Palabra del Señor.
Comentario de la Primera lectura: Eclesiástico 3,17-1 8.20.28ss. Hazte pequeño y alcanzarás el favor de Dios.
La reflexión sapiencial del pueblo de Israel ha alcanzado cimas de espiritualidad válidas en sí mismas y, al mismo tiempo, premonitorias de la espiritualidad evangélica. Estos pocos versos lo atestiguan de un modo más que evidente. En cierto modo, se entrevé en ellos, efectivamente, el mensaje de las bienaventuranzas y el estilo humilde y sencillo de Jesús de Nazaret.
Observamos, en primer lugar, que a cada consejo o recomendación le está asociada también una promesa: El «Mediador» único e insustituible de este camino de Dios hacia nosotros y de nuestro camino hacia Dios (cf. 1 Tim 2,5) es Jesucristo, puesto que en la unidad de su persona se han encontrado de una vez para siempre el cielo y la tierra, Dios y el hombre. Con él se ha inaugurado la nueva era de la historia, que ha contemplado la más inédita de las novedades: los de lejos y los de cerca han recibido el mismo mensaje de paz (cf. Hch 2,39 y Ef. 2,14-18) y se han convertido en un solo pueblo en Aquel que es nuestra paz.
Comentario del salmo 67. Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.
Sabía que mi vida es una marcha, y siempre he querido que mi marcha sea del Sinaí a Sión, contigo como jefe. Sinaí era tu voz, tu mandamiento, tu palabra empeñada de llevar a tu Pueblo a la Tierra Prometida; y Sión es la ciudad firme, la fortaleza inexpugnable, el Templo santo. Mi vida también va, con tu Pueblo, de la montaña al Templo, de la promesa a la realidad, de la esperanza a la gloria, a través del largo desierto de mi existencia en la tierra. Y en esa marcha me acompaña tu presencia, tu ayuda, tu dirección certera por las arenas del tiempo. Me siento seguro en tu compañía.
«Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y avanzabas por el desierto, la tierra tembló, el cielo destiló ante Dios, el Dios del Sinaí; ante Dios, el Dios de Israel».
La peregrinación se hace dura a veces. Hay peligros y enemigos, está el cansancio de la marcha y la duda de si llegará alguna vez a su término, a feliz término. Hay nombres extraños a lo largo de la tortuosa geografía, reyes y ejércitos que amenazan a cada vuelta del camino. Los picos de Basán le tienen envidia a la colina de Sión, y la enemistad de los vecinos pone asechanzas al paso del Arca que lleva tu Presencia. Pero esa misma Presencia es la que da protección y victoria en las batallas diarias de nuestra peregrinación de fe.
« ¡Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos! Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia. Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece; sólo los rebeldes se quedan en la tierra abrasada».
Mi peregrinación se afirma al saber que también es la tuya. Tú vienes conmigo. Tú eres el Señor del desierto como eres el Señor de mi vida. Tú llevas contigo a tu Pueblo, y a mí con él. Me regocijo como el último miembro de esa procesión sagrada, el Benjamín entre las tribus de Israel.
«Aparece tu cortejo, oh Dios, el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario. Al frente marchan los cantores; los últimos, los tocadores de arpa; en medio, las muchachas van tocando panderos. ¡En el bullicio de la fiesta bendecid a Dios, al Señor, estirpe de Israel! Va delante Benjamín, el más pequeño, los príncipes de Judá con sus tropeles, los príncipes de Zabulón, los príncipes de Neftalí».
Ese es mi gozo, Señor, y ésa es mi protección: andar en compañía de tu Pueblo. Sentirme uno con tu Pueblo, luchar en sus batallas, llorar en sus derrotas y alegrarme en la victoria. Tú eres mi Dios, porque yo pertenezco a tu Pueblo. No soy un viajero solitario, no soy peregrino aislado. Formo parte de un Pueblo que marcha junto, unido por una fe, un Jefe y un destino. Conozco su historia y canto sus canciones. Vivo sus tradiciones y me aferro a sus esperanzas. Y como signo diario y vínculo práctico de mi unión con tu Pueblo, renuevo y refuerzo la amistad en oración y trabajo con el grupo con el que vivo en comunidad en tu nombre. Célula de tu Cuerpo e imagen de tu Iglesia. Son los compañeros que tú me has dado, y con ellos vivo y trabajo, me muevo y me esfuerzo, trabajo y descanso en la intimidad de una familia que refleja en humilde miniatura la universalidad de toda la familia humana de la que tú eres Padre.
«Oh Dios, despliega tu poder; tu poder, oh Dios, que actúa en favor nuestro. A tu templo de Jerusalén traigan los reyes su tributo».
En cierto modo, en fe y en esperanza, ya hemos llegado al fin del viaje. Ya estamos en Jerusalén, estamos en tu Templo, estamos en tu Iglesia. «Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría». La alegría de saber que tenemos ya prenda de lo que seremos para siempre en plenitud perfecta. La alegría de un viaje que lleva ya en su comienzo el anticipo de la llegada. La alegría del viajero unida a la satisfacción del residente. Somos a un tiempo peregrinos y ciudadanos, estamos en camino y hemos llegado, reclamamos tanto el Sinaí como Sión por herencia. Contigo a nuestro lado, peregrinamos con alegría y llegamos con gloria. «Bendito el Señor cada día; Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación».
Comentario de la Segunda lectura: hebreos 12,18-19.22-24a. Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.
Para el autor de la Carta a los Hebreos, la salvación adquirida mediante la «nueva alianza’> consiste en obtener una gran familiaridad con Dios. Dios se ha hecho cercano al hombre (cf. Dt 4,7.34) para que éste se pudiera acercar cada vez más a Dios. Ahora bien, para llevar a cabo este «atraque espacial», siempre según este autor, hace falta la fe: «Sin fe es imposible agradarle, porque para acercarse a Dios es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a los que lo buscan» (He 11,6).
Dios es el monte hacia el que nos encaminamos; él es la ciudad que anhelamos alcanzar y en la que deseamos habitar; es la luz cuya necesidad sentimos como más fuerte que el pan de cada día. Creer significa, precisamente, acercarnos a él como al esposo más amado, como al amigo más deseado, como al único Salvador. No es ya una cosa tangible, para seguir la huella indicada por nuestro autor, aquello que anhelamos; tampoco es el sonido de una trompeta lo que escuchamos; tampoco es el miedo a oír o a ver a Dios lo que nos caracteriza hoy, en la plenitud de los tiempos. Al contrario, el Dios de Jesucristo, Padre suyo y Padre nuestro, nos atrae hacia él con toda la fuerza imantada de su amor: sólo así podemos esperar acercarnos a él para obtener de él un juicio de misericordia y de paz.
El «Mediador» único e insustituible de este camino de Dios hacia nosotros y de nuestro camino hacia Dios (cf. 1 Tim 2,5) es Jesucristo, puesto que en la unidad de su persona se han encontrado de una vez para siempre el cielo y la tierra, Dios y el hombre. Con él se ha inaugurado la nueva era de la historia, que ha contemplado la más inédita de las novedades: los de lejos y los de cerca han recibido el mismo mensaje de paz (cf. Hch 2,39 y Ef. 2,14-18) y se han convertido en un solo pueblo en Aquel que es nuestra paz.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 14,1.7-14. El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
En el marco de un banquete (v. 1), Lucas recoge un par de enseñanzas de Jesús relacionadas con la elección de los primeros puestos (w. 7-11) y la selección de los invitados (vv. 12-14). La página evangélica que estamos
meditando está incluida toda ella dentro de estos límites. Una óptima clave de lectura para las parábolas contenidas en el capítulo 14 de Lucas y, en consecuencia, también para las dos que componen el texto evangélico de este domingo consiste en señalar que ambas tienen como tema la invitación de Dios al banquete escatológico y, por consiguiente, podemos caracterizarlas como «las parábolas de la invitación divina». Las dos parábolas que nos interesan hoy mantienen una relación muy estrecha con nuestra experiencia cotidiana: parecen dos escenas tomadas de la vida diaria, dos escenas que, al final, han sido recompuestas en una unidad dinámica, capaz de revelar, por un lado, la mente de quien invita y, por otro, las instancias éticas requeridas a quien acepta la invitación.
En la primera parábola lo que le importa a Lucas es poner de manifiesto que, con frecuencia, en las relaciones humanas, el anfitrión y los invitados están repletos de prejuicios egoístas, de triviales arribismos, de preocupaciones jerárquicas. Jesús desmantela con sus claras afirmaciones las intenciones de éstos y pone al desnudo, allí en torno a la mesa, sus sentimientos. Hay materia para reflexionar y para preocuparse, vistas las modalidades con las que frecuentemente se trenzan nuestras relaciones interpersonales. También en la segunda parábola pone Jesús en claro que bajo de un gesto aparentemente magnánimo se esconde en ocasiones un sentimiento egoísta, a saber: cuando la selección de los invitados está sugerida únicamente por motivos de obligación, de simpatía, de interés. No es fácil captar la fuerte carga de contestación que caracteriza a estas parábolas de Jesús, que, una vez más, se manifiesta como el Mesías de los pobres, el defensor de los pequeños y de los oprimidos, alguien que se pone siempre del lado de los últimos.
Se comprende así la bienaventuranza del final: «iDichoso tú si no pueden pagarte! Recibirás tu recompensa cuando los justos resuciten» (v. 14). Jesús propone aquí, de una manera implícita, el ejemplo del mismo Dios, que no hace acepción de personas a la hora de distribuir sus bienes: así debería proceder también el perfecto discípulo de Jesús, superando la lógica humana, frecuentemente egoísta, y esperar la recompensa, a lo sumo, sólo de Dios.
Poner la humildad en el centro de nuestras consideraciones no es, a buen seguro, cosa fácil hoy; entre otras causas, porque el término «humildad» parece haber sido erradicado por completo del vocabulario corriente. Y si el vocabulario lo ignora, eso significa que la humildad, como actitud de vida, se ha convertido ahora en un opcional; más aún, en una rareza indeseable. Sin embargo, no sólo el cristiano, sino todo verdadero creyente, si se mantiene en la escuela de Dios y, con mayor razón, en la escuela del Evangelio, advierte que se siente más llamado cada día a caminar por el sendero de la humildad. Este es el camino que Dios abrió del cielo a la tierra cuando él bajó a nosotros. Este es el camino por el que Cristo se movió cuando vivía en medio de nosotros. Este es el camino por el que han andado los santos y los mártires. Este es el camino de la perfección cristiana, el que se abre ante todos aquellos que, como peregrinos sobre la tierra, se sienten llamados a la patria del cielo.
La liturgia de la Palabra de hoy pone de manifiesto, por otra parte, el aspecto positivo de la humildad cuando la acogemos de un modo sincero y animoso como actitud de vida: con ella y por ella se nos admite en el banquete del Reino. Ella es el traje de boda del que no podemos prescindir; con ella, en cambio, llegamos a ser agradables al Señor y somos admitidos a la alegría del banquete nupcial. Es como decir que la humildad nos hace semejantes a Jesús y que sólo de este modo reconoce Jesús en nosotros nuestra semejanza con él. La humildad es, para un cristiano, actitud de vida y actitud interior, al mismo tiempo. Si no es humilde el ánimo, no pueden ser humildes las palabras y los gestos. Es ésta una lección que sólo podemos aprender de Jesús. Fue él quien dijo —y se dirigía a sus discípulos—: «Aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas» (Mt 11,29). ¿Quién de nosotros puede decir con toda verdad que ha «aprendido sobre Cristo» (Ef. 4,20)?
Comentario del Santo Evangelio: Lc 14,1.7-14, para nuestros Mayores. Dios asigna el puesto.
Una de las principales aspiraciones del hombre es gozar de gloria y estima, determinar posiciones, asignar puestos. Cada cual querría estar lo más adelante y lo más arriba posible, por encima de los demás. En los que comen con Jesús se manifiesta esta tendencia en el hecho de querer ocupar los primeros puestos. El verdadero primer puesto estaba en la cabecera de la mesa o también en el centro de la misma. Lo que se pone de manifiesto en la elección de los primeros puestos adopta innumerables formas a cualquier nivel de convivencia humana y en cualquier estrato social. Cada cual mira hacia arriba y quiere hacer descender a los demás. Nos resulta difícil reconocer a nuestro prójimo con nuestros mismos derechos y nuestro mismo valor. Preferimos que sea inferior a nosotros. Parece como si sólo estuviéramos seguros de nuestro valor y de nuestra importancia cuando podemos mirar a los demás desde arriba, considerándolos menos dignos que nosotros. Nos colocamos así sobre el pedestal que se eleva por encima de la cabeza de los demás. En la feria de la vanidad y del deseo de afirmarse, vale todo; todo tiene su significado, desde la cuna hasta la tumba. Cosas y personas no gozan sólo de la importancia que les corresponde por naturaleza; adquieren también un valor añadido por su prestigio. Está bien tener una casa grande, un hermoso coche, una buena posición, una magnífica mujer, unos hijos inteligentes, etc. Pero todo esto parece recibir su valor sólo por el hecho de poder establecer una confrontación con los demás, de poder sentirse por encima de ellos, de poder mostrarlo y demostrarlo a los otros. Esta búsqueda de prestigio llega a verse expresada hasta en el funeral y en la lápida sepulcral.
Con su regla de comportamiento para los comensales, Jesús parece aprobar en línea de principio la aspiración a los puestos más elevados. Lo que él dice parece venir dictado por la astucia. No se han de buscar los primeros puestos ni de modo demasiado directo ni tampoco con demasiada premura, puesto que así uno puede verse denigrado en lugar de honrado. Aun teniendo la mirada fija en los primeros puestos, se ha de aspirar a ellos de manera más astuta y menos arriesgada. Una persona escoge por sí mismo el puesto más modesto, no por humildad, sino por cálculo, y deja que el dueño de casa le asigne el puesto definitivo. Se evita así la vergüenza de tener que retroceder y se consigue verse honrado de modo bien palmario ante todos los presentes.
Pero la finalidad de Jesús no es sólo recordar una regla de sagacidad. Sus palabras tienen el carácter de parábola y nos muestran que una búsqueda directa del puesto y del honor está llamada al fracaso, siendo mejor dejar en manos del anfitrión la distribución de los puestos. Esto vale ya entre los hombres, según sus reglas de juego. Pero Jesús nos quiere introducir con ello en su afirmación: «El que se enaltece, será humillado por Dios, y el que se humilla será enaltecido por Dios». No sólo la búsqueda directa, sino toda búsqueda del propio honor, sea de forma abierta o velada, fracasa ante Dios. Ante él sólo puede tener un efecto contrario. Dios no está dispuesto de ningún modo a acoger y a reconocer el orden jerárquico que los hombres han encontrado y establecido entre sí. La aspiración al honor y al prestigio, el esfuerzo por dar nuevo brillo al propio esplendor, carece de valor ante él. No merece la pena dedicar a ello esfuerzo y energía de ninguna índole. Todo esto es una preocupación por el propio yo y una forma de egoísmo. Debemos dejar que sea Dios el que asigne los puestos. Nuestro valor y nuestra importancia dependen sólo de él, no de nuestra ambición.
También en otros pasajes del Evangelio se afirma que la última palabra sobre el puesto y el valor de una persona la tiene Dios. En el Magnificat se dice: «Ha derribado del trono a los poderosos, ha ensalzado a los humildes» (1,52). La parábola del fariseo y del publicano se concluye con la afirmación: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (18,14). En la disputa que surge entre los discípulos por los primeros puestos, Jesús les responde exhortándoles al servicio (22,24-27). Aquí se ve claramente que el servicio y la preocupación por el bien del prójimo deben tomar el puesto de la ambición y de la preocupación por la propia importancia. Todas las energías empleadas en conservar e incrementar el propio esplendor resultan inútiles para el servicio, y también para Dios.
Jesús reclama igualmente la atención de sus compañeros de mesa sobre otra realidad. Es usual y frecuente entablar relaciones sólo con personas del propio nivel. A un determinado grupo de personas se le reconoce una dignidad similar. No hay reparo entonces en establecer con este grupo vínculos de comunión e intercambio. Esto se expresa en las invitaciones recíprocas y en los banquetes comunes. El círculo es limitado y debe mantenerse un cierto exclusivismo. De este círculo quedan excluidos precisamente los pobres y desgraciados. Pero este exclusivismo, que es de nuevo una reclusión en el propio yo y en el grupo de los que se consideran de igual dignidad, debe ser superado. El círculo ha de abrirse a los que el destino ha llevado a una situación de marginación. A los cuatro grupos «amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos» se contraponen los cuatro grupos de «pobres, lisiados, cojos y ciegos». Según los criterios humanos, la relación con estos últimos no tiene ninguna utilidad, no incrementa el prestigio social. Pero ellos son precisamente los que deben ser invitados; precisamente con ellos hay que vivir en comunión; precisamente ellos han de ser reconocidos como personas de igual valor y dignidad. Jesús no quiere impedir el banquete con los familiares, pero se opone al exclusivismo y a la exclusión de los que están en desventaja.
Jesús no quiere tampoco que el cálculo terreno de utilidad y de costes se vea sustituido por un continuo mirar a hurtadillas la marcha de las cuentas celestes. Quiere, por el contrario, que en nuestro comportamiento terreno tengamos muy presente el cumplimiento, es decir, la resurrección de los justos. Entonces no habrá ya grupos exclusivos. Entonces los pobres y todos los que sufren privaciones serán completamente equiparados a los demás. Si aquí sobre la tierra nosotros los tratamos como personas de menor valía y no queremos entrar en comunión con ellos, nos excluimos de la comunión que tendrá lugar con la resurrección.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 14,1.7-14, de Joven para Joven. “Cuando te conviden a una boda no te sientes en el puesto principal”
Jesús nos exhorta en el evangelio de este domingo a tener dos actitudes muy importantes para la vida espiritual, y también para las relaciones comunitarias: la humildad y la generosidad desinteresada.
En este fragmento podemos admirar la psicología de Jesús o, mejor aún, su hábil pedagogía.
Jesús participa en un banquete dado en casa de uno de los fariseos principales y, al observar que los invitados eligen los primeros puestos, da un consejo de una manera gráfica. Eso significa que el ejemplo puesto por Jesús se aplica asimismo a otras circunstancias y que, por consiguiente, su enseñanza vale también para otros momentos y otras situaciones.
Jesús da este consejo: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal». A renglón seguido, da la razón, basándola en la psicología humana: «No sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto».
Jesús se muestra aquí preocupado por evitarnos humillaciones. Ahora bien: para evitarnos esas humillaciones, nos aconseja humillarnos nosotros mismos: «Cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales».
A nosotros nos resulta difícil seguir este consejo de Jesús. Nosotros intentamos ocupar siempre, efectivamente, en la medida en que nos sea posible, los puestos principales, y no aceptamos de buena gana ser tan modestos que nos pongamos en el último lugar.
Sin embargo, esta actitud de humildad es muy importante. Se trata de renunciar a buscar los honores por nuestra propia iniciativa, de contentarnos con esperar a que los otros nos los tributen y, en particular, que Dios nos dé honor y gloria.
Todos tenemos sed de honor y de gloria, pero, si queremos obtenerlos por nosotros mismos, asumimos una actitud egoísta, soberbia, que nos rebaja. Jesús quiere que asumamos, más bien, una actitud humilde, porque la humildad manifiesta una disposición de ánimo muy hermosa, una disposición que nos abre el camino al amor.
Los peores obstáculos para el amor son precisamente la soberbia y el orgullo, que quieren tener todos los honores para sí. La humildad, en cambio, nos ayuda muchísimo a progresar en el amor.
Jesús nos invita, por tanto, a renunciar a la búsqueda directa de los honores, porque esta búsqueda manifiesta una actitud posesiva, negativa. El que busca directamente los honores, no los merece. En cambio, el que se contenta con el último lugar, o con un lugar modesto, manifiesta una actitud positiva de generosidad, de apertura al amor verdadero.
Jesús presenta, a continuación, otro ejemplo, y aconseja esta vez la generosidad desinteresada. Dice, de una manera sorprendente: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos».
Es algo extraño, porque lo normal es que invitemos a comer precisamente a estas personas: los parientes y los amigos. ¿Por qué da Jesús este consejo?
La razón que nos da es también sorprendente: «Porque corresponderán invitándote y quedarás pagado». ¿Qué hay de malo en ello? No se comprende de inmediato el motivo de este consejo de Jesús.
Jesús añade ahora: «Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú porque no pueden pagarte».
Se trata, de nuevo, de un consejo sorprendente: ¿cómo vamos a ser dichosos porque no pueden pagarnos?
Jesús revela al final la clave de todo este discurso: «Te pagarán cuando resuciten los justos». Es decir, habrá una recompensa divina, una recompensa de una calidad completamente diferente del intercambio que esperamos de ordinario pero que, en realidad, vicia las relaciones, introduciendo el interés personal en una relación que debería ser generosa, gratuita.
Jesús nos invita, de este modo, a la generosidad desinteresada, a fin de abrirnos el camino a una alegría de una calidad muy superior: la alegría de estar unidos a Dios en la generosidad desinteresada; la alegría de vivir en el amor que viene de Dios y que nos une a él.
Estamos ante unas enseñanzas muy concretas y muy importantes. Todos debemos intentar progresar en las actitudes de humildad y de generosidad desinteresada, que, por otra parte, ya se aconsejaban en el Antiguo Testamento. La primera lectura dice, en efecto: «Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad. Hazte pequeño en las grandezas humanas».
En vez de hacer valer nuestro poder y nuestra grandeza, debemos hacernos pequeños con los pequeños, a fin de estar en condiciones de vivir en relaciones fraternas, mejor que quedarnos aislados en nuestra soberbia.
La segunda lectura no tiene una relación directa con el evangelio, aunque es posible establecer una. En efecto, este fragmento de la Carta a los Hebreos nos muestra que, como cristianos, tenemos una dignidad verdaderamente extraordinaria y, por consiguiente, no debemos buscar los honores mundanos, porque eso sería injuriar a la generosidad divina, que nos colma de honores celestiales.
Este fragmento establece un contraste entre dos experiencias espirituales.
La primera es aquélla en que no existe comunicación entre las personas: una experiencia tremenda.
Ésta es la experiencia del Sinaí, donde Dios se manifestó en unas circunstancias impresionantes: fuego ardiente, oscuridad, tiniebla y tempestad; a continuación, un toque de trompetas espantoso, un sonido de palabras misteriosas...
Esta experiencia religiosa es útil, en el primer momento de la vida espiritual, para introducir en nuestros corazones el temor de Dios, y preservarnos así de todo abandono al mal.
Ahora bien, la experiencia espiritual cristiana es de otro orden: no es una experiencia impresionante, sino una experiencia de relaciones serenas y fraternas con Dios mismo y con todos los seres que están unidos a él. Afirma el autor de la Carta a los Hebreos: «Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo los cristianos hemos sido introducidos con el bautismo en un mundo celestial, a la asamblea de innumerables ángeles, a la congregación de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús».
Es ésta una situación llena de satisfacciones profundas, una situación de múltiples relaciones interpersonales, que elevan al hombre, poniéndole en una condición de perfección y de belleza extraordinaria.
Pero, para ser consciente de este privilegio cristiano, es preciso tener fe. En efecto, estas cosas no aparecen en el exterior. Es preciso tener fe, y acoger los dones de Dios, los dones de la gracia, que son todos ellos, de un modo o de otro, dones de amor.
La experiencia espiritual cristiana es, ante todo, una experiencia de compartir el amor que viene de Dios y, en consecuencia, que coima los corazones de las personas y las impulsa a difundir la civilización del amor.
Cuando estamos persuadidos de este privilegio, la humildad se convierte en algo natural. Sin haberlo merecido, nos sentimos colmados de la gracia divina, del amor gratuito; por eso no tenemos motivo alguno para despreciar a los otros.
Nosotros debemos ponernos también en el último lugar, como hizo Jesús, porque el último sitio es aquél en el que se manifiesta del modo más puro y vigoroso la generosidad del amor.
Elevación Espiritual para este día.
La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim 6,14; Tit 2,13).
Cuando Dios revela hay que prestarle «la obediencia de la fe», por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando «a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad» y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da «a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad». Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.
Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, «para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana» (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, 4-6).
Reflexión Espiritual para el día.
¿Basta con estar convencidos de la misericordia de un Dios que perdona y de nuestra condición personal de pecadores para que se lleve a cabo la reconciliación? No. Falta aún una disposición, un valor que es nuestro o, al menos, es nuestro en cuanto debemos aceptar una invitación interior que viene de Dios. Sin conversión no hay reconciliación. La conversión del corazón, entendida como movimiento del hombre que se dirige hacia Dios, que se convierte, es decir, que se mueve hacia Dios con la conciencia de haberse alejado de Dios.
La conversión es un dar marcha atrás, un cambio de ruta, un cambiar la orientación de nuestra propia vida. El pecador es un fugitivo, alguien que vuelve la espalda al Señor, como un pródigo que se va hacia la ilusión de paraísos terrestres. La conversión es un volver a caminar hacia Dios dejando a nuestra espalda muchas ilusiones que se han vuelto amargas y muchas infidelidades que todavía pueden conservar la atracción de la seducción. Eso significa convertirse. No es, por consiguiente, un gesto que se realiza de una vez por todas, sino una actitud permanente de la vida. No nos convertimos el 25 de julio o el 3 de abril, sino que empezamos a convertirnos para no acabar nunca más. La conversión debe invadir todo el compromiso de la vida para ser realmente una actitud viva, una actitud que no hace la historia de ayer, sino que hace la historia de hoy.
Podríamos decir que la conversión es ese presente misterioso, totalmente animado por la gracia del Señor, que hace que, en nuestra vida, el pecado sea cada vez más un pasado, un pasado próximo, un pasado remoto. Algo superado, algo que hemos dejado a nuestra espalda, algo abandonado con el compromiso de la reconciliación, del misterio de la reconciliación, como lo llama el apóstol Pablo. Es el misterio que brota del designio salvífico de Dios, el reconciliador por excelencia, que quiere vivir de verdad en comunión con su criatura, el hombre.
El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Sirácida.
«Así es como Jesús, mi abuelo, habiéndose aplicado intensamente a la lectura de la Ley, de los Profetas y de los otros libros patrios y después de haber adquirido un gran dominio de ellos, resolvió escribir también él algo relacionado con la instrucción y la sabiduría, para que los amigos de saber, conocedores de estas cosas, se aplicaran más a vivir según la ley». Así se lee en el prólogo que precede un libro sapiencial bíblico, Sirácida —del que se lee en la liturgia de este domingo un fragmento del capítulo 3— libro denominado en el pasado Eclesiástico, no sólo para ponerlo en paralelo con el Eclesiastés, es decir, el Qohélet, sino también porque era muy usado en la comunidad eclesial cristiana, sobre todo en la formación de los catecúmenos (ya en el siglo III san Cipriano de Cartago lo denomina Eclesiástico y lo usa como texto sagrado).
Pero, ¿quién era este Jesús, autor de un amplio escrito que ha llegado a nosotros en la versión griega de su nieto? Ante todo hay que recordar que la obra, a partir de finales del s. XIX, gracias a algunos antiguos manuscritos descubiertos en la antigua sinagoga de El Cairo y, posteriormente, con los célebres documentos de las cuevas de Qumrán, cerca del mar Muerto, fue reconstruida en dos tercios en el original hebreo. Pues bien, en el final griego de esta obra se lee: «Doctrina sabia y ciencia consignó en este libro Jesús, hijo de Sirá Eleazar, de Jerusalén» (50,27). El original hebreo, en cambio, ofrece aquí otro nombre: «Simeón, hijo de Jesús, hijo de Eleazar, hijo de Sirá».
En este punto se ha preferido recurrir al patronímico Ben Sirach, «hijo de Sirach» o Sirácida. De él no se sabe más que su visión del mundo expresada en su obra, compuesta probablemente en torno al 190/180 a.C. Conocemos, sin embargo, con precisión la fecha de la traducción griega realizada por el nieto anónimo, En el prólogo que hemos citado él recuerda que ha completado su trabajo «en el año treinta y ocho del rey Evergetes» de Egipto. Este título griego, que significa «Benefactor», fue atribuido a varios soberanos heleno-egipcios, entre los cuales el más probable para nuestro caso es Tolomeo III Evergetes Fiscón (145-116 a.C.). Estaríamos, por consiguiente, en el 132 a.C.
El abuelo Sirácida era un verdadero sabio, un escriba hebreo de Jerusalén, formado en las tradiciones de los antepasados, atento a impedir que el espíritu religioso de Israel fuese absorbido y deformado por la cultura racionalista griega que entonces predominaba. Sin embargo él no se contenta con conservar la doctrina tradicional de forma rígida; es evidente el esfuerzo por actualizarla según las nuevas necesidades, aunque sin faltar a la fidelidad. Por consiguiente, para conocer el pensamiento de Jesús Ben Sirach (o Ben Sirá) es indispensable la lectura de los 51 capítulos de su libro que ofrecen una gran cantidad de consejos, reflexiones, meditaciones, además de cuatro himnos de mucha intensidad poética y espiritual. Recordamos especialmente el himno del capítulo 24, que celebra la Sabiduría divina, y el delicioso cántico de las criaturas que se abre en el 42,15 y concluye en 43,33. +
La reflexión sapiencial del pueblo de Israel ha alcanzado cimas de espiritualidad válidas en sí mismas y, al mismo tiempo, premonitorias de la espiritualidad evangélica. Estos pocos versos lo atestiguan de un modo más que evidente. En cierto modo, se entrevé en ellos, efectivamente, el mensaje de las bienaventuranzas y el estilo humilde y sencillo de Jesús de Nazaret.
Observamos, en primer lugar, que a cada consejo o recomendación le está asociada también una promesa: El «Mediador» único e insustituible de este camino de Dios hacia nosotros y de nuestro camino hacia Dios (cf. 1 Tim 2,5) es Jesucristo, puesto que en la unidad de su persona se han encontrado de una vez para siempre el cielo y la tierra, Dios y el hombre. Con él se ha inaugurado la nueva era de la historia, que ha contemplado la más inédita de las novedades: los de lejos y los de cerca han recibido el mismo mensaje de paz (cf. Hch 2,39 y Ef. 2,14-18) y se han convertido en un solo pueblo en Aquel que es nuestra paz.
Comentario del salmo 67. Preparaste, oh Dios, casa para los pobres.
Sabía que mi vida es una marcha, y siempre he querido que mi marcha sea del Sinaí a Sión, contigo como jefe. Sinaí era tu voz, tu mandamiento, tu palabra empeñada de llevar a tu Pueblo a la Tierra Prometida; y Sión es la ciudad firme, la fortaleza inexpugnable, el Templo santo. Mi vida también va, con tu Pueblo, de la montaña al Templo, de la promesa a la realidad, de la esperanza a la gloria, a través del largo desierto de mi existencia en la tierra. Y en esa marcha me acompaña tu presencia, tu ayuda, tu dirección certera por las arenas del tiempo. Me siento seguro en tu compañía.
«Oh Dios, cuando salías al frente de tu pueblo y avanzabas por el desierto, la tierra tembló, el cielo destiló ante Dios, el Dios del Sinaí; ante Dios, el Dios de Israel».
La peregrinación se hace dura a veces. Hay peligros y enemigos, está el cansancio de la marcha y la duda de si llegará alguna vez a su término, a feliz término. Hay nombres extraños a lo largo de la tortuosa geografía, reyes y ejércitos que amenazan a cada vuelta del camino. Los picos de Basán le tienen envidia a la colina de Sión, y la enemistad de los vecinos pone asechanzas al paso del Arca que lleva tu Presencia. Pero esa misma Presencia es la que da protección y victoria en las batallas diarias de nuestra peregrinación de fe.
« ¡Se levanta Dios y se dispersan sus enemigos! Cantad a Dios, tocad en su honor, alfombrad el camino del que avanza por el desierto; su nombre es el Señor: alegraos en su presencia. Padre de huérfanos, protector de viudas, Dios vive en su santa morada. Dios prepara casa a los desvalidos, libera a los cautivos y los enriquece; sólo los rebeldes se quedan en la tierra abrasada».
Mi peregrinación se afirma al saber que también es la tuya. Tú vienes conmigo. Tú eres el Señor del desierto como eres el Señor de mi vida. Tú llevas contigo a tu Pueblo, y a mí con él. Me regocijo como el último miembro de esa procesión sagrada, el Benjamín entre las tribus de Israel.
«Aparece tu cortejo, oh Dios, el cortejo de mi Dios, de mi Rey, hacia el santuario. Al frente marchan los cantores; los últimos, los tocadores de arpa; en medio, las muchachas van tocando panderos. ¡En el bullicio de la fiesta bendecid a Dios, al Señor, estirpe de Israel! Va delante Benjamín, el más pequeño, los príncipes de Judá con sus tropeles, los príncipes de Zabulón, los príncipes de Neftalí».
Ese es mi gozo, Señor, y ésa es mi protección: andar en compañía de tu Pueblo. Sentirme uno con tu Pueblo, luchar en sus batallas, llorar en sus derrotas y alegrarme en la victoria. Tú eres mi Dios, porque yo pertenezco a tu Pueblo. No soy un viajero solitario, no soy peregrino aislado. Formo parte de un Pueblo que marcha junto, unido por una fe, un Jefe y un destino. Conozco su historia y canto sus canciones. Vivo sus tradiciones y me aferro a sus esperanzas. Y como signo diario y vínculo práctico de mi unión con tu Pueblo, renuevo y refuerzo la amistad en oración y trabajo con el grupo con el que vivo en comunidad en tu nombre. Célula de tu Cuerpo e imagen de tu Iglesia. Son los compañeros que tú me has dado, y con ellos vivo y trabajo, me muevo y me esfuerzo, trabajo y descanso en la intimidad de una familia que refleja en humilde miniatura la universalidad de toda la familia humana de la que tú eres Padre.
«Oh Dios, despliega tu poder; tu poder, oh Dios, que actúa en favor nuestro. A tu templo de Jerusalén traigan los reyes su tributo».
En cierto modo, en fe y en esperanza, ya hemos llegado al fin del viaje. Ya estamos en Jerusalén, estamos en tu Templo, estamos en tu Iglesia. «Los justos se alegran, gozan en la presencia de Dios, rebosando de alegría». La alegría de saber que tenemos ya prenda de lo que seremos para siempre en plenitud perfecta. La alegría de un viaje que lleva ya en su comienzo el anticipo de la llegada. La alegría del viajero unida a la satisfacción del residente. Somos a un tiempo peregrinos y ciudadanos, estamos en camino y hemos llegado, reclamamos tanto el Sinaí como Sión por herencia. Contigo a nuestro lado, peregrinamos con alegría y llegamos con gloria. «Bendito el Señor cada día; Dios lleva nuestras cargas, es nuestra salvación».
Comentario de la Segunda lectura: hebreos 12,18-19.22-24a. Os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo.
Para el autor de la Carta a los Hebreos, la salvación adquirida mediante la «nueva alianza’> consiste en obtener una gran familiaridad con Dios. Dios se ha hecho cercano al hombre (cf. Dt 4,7.34) para que éste se pudiera acercar cada vez más a Dios. Ahora bien, para llevar a cabo este «atraque espacial», siempre según este autor, hace falta la fe: «Sin fe es imposible agradarle, porque para acercarse a Dios es preciso creer que existe y que no deja sin recompensa a los que lo buscan» (He 11,6).
Dios es el monte hacia el que nos encaminamos; él es la ciudad que anhelamos alcanzar y en la que deseamos habitar; es la luz cuya necesidad sentimos como más fuerte que el pan de cada día. Creer significa, precisamente, acercarnos a él como al esposo más amado, como al amigo más deseado, como al único Salvador. No es ya una cosa tangible, para seguir la huella indicada por nuestro autor, aquello que anhelamos; tampoco es el sonido de una trompeta lo que escuchamos; tampoco es el miedo a oír o a ver a Dios lo que nos caracteriza hoy, en la plenitud de los tiempos. Al contrario, el Dios de Jesucristo, Padre suyo y Padre nuestro, nos atrae hacia él con toda la fuerza imantada de su amor: sólo así podemos esperar acercarnos a él para obtener de él un juicio de misericordia y de paz.
El «Mediador» único e insustituible de este camino de Dios hacia nosotros y de nuestro camino hacia Dios (cf. 1 Tim 2,5) es Jesucristo, puesto que en la unidad de su persona se han encontrado de una vez para siempre el cielo y la tierra, Dios y el hombre. Con él se ha inaugurado la nueva era de la historia, que ha contemplado la más inédita de las novedades: los de lejos y los de cerca han recibido el mismo mensaje de paz (cf. Hch 2,39 y Ef. 2,14-18) y se han convertido en un solo pueblo en Aquel que es nuestra paz.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 14,1.7-14. El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido.
En el marco de un banquete (v. 1), Lucas recoge un par de enseñanzas de Jesús relacionadas con la elección de los primeros puestos (w. 7-11) y la selección de los invitados (vv. 12-14). La página evangélica que estamos
meditando está incluida toda ella dentro de estos límites. Una óptima clave de lectura para las parábolas contenidas en el capítulo 14 de Lucas y, en consecuencia, también para las dos que componen el texto evangélico de este domingo consiste en señalar que ambas tienen como tema la invitación de Dios al banquete escatológico y, por consiguiente, podemos caracterizarlas como «las parábolas de la invitación divina». Las dos parábolas que nos interesan hoy mantienen una relación muy estrecha con nuestra experiencia cotidiana: parecen dos escenas tomadas de la vida diaria, dos escenas que, al final, han sido recompuestas en una unidad dinámica, capaz de revelar, por un lado, la mente de quien invita y, por otro, las instancias éticas requeridas a quien acepta la invitación.
En la primera parábola lo que le importa a Lucas es poner de manifiesto que, con frecuencia, en las relaciones humanas, el anfitrión y los invitados están repletos de prejuicios egoístas, de triviales arribismos, de preocupaciones jerárquicas. Jesús desmantela con sus claras afirmaciones las intenciones de éstos y pone al desnudo, allí en torno a la mesa, sus sentimientos. Hay materia para reflexionar y para preocuparse, vistas las modalidades con las que frecuentemente se trenzan nuestras relaciones interpersonales. También en la segunda parábola pone Jesús en claro que bajo de un gesto aparentemente magnánimo se esconde en ocasiones un sentimiento egoísta, a saber: cuando la selección de los invitados está sugerida únicamente por motivos de obligación, de simpatía, de interés. No es fácil captar la fuerte carga de contestación que caracteriza a estas parábolas de Jesús, que, una vez más, se manifiesta como el Mesías de los pobres, el defensor de los pequeños y de los oprimidos, alguien que se pone siempre del lado de los últimos.
Se comprende así la bienaventuranza del final: «iDichoso tú si no pueden pagarte! Recibirás tu recompensa cuando los justos resuciten» (v. 14). Jesús propone aquí, de una manera implícita, el ejemplo del mismo Dios, que no hace acepción de personas a la hora de distribuir sus bienes: así debería proceder también el perfecto discípulo de Jesús, superando la lógica humana, frecuentemente egoísta, y esperar la recompensa, a lo sumo, sólo de Dios.
Poner la humildad en el centro de nuestras consideraciones no es, a buen seguro, cosa fácil hoy; entre otras causas, porque el término «humildad» parece haber sido erradicado por completo del vocabulario corriente. Y si el vocabulario lo ignora, eso significa que la humildad, como actitud de vida, se ha convertido ahora en un opcional; más aún, en una rareza indeseable. Sin embargo, no sólo el cristiano, sino todo verdadero creyente, si se mantiene en la escuela de Dios y, con mayor razón, en la escuela del Evangelio, advierte que se siente más llamado cada día a caminar por el sendero de la humildad. Este es el camino que Dios abrió del cielo a la tierra cuando él bajó a nosotros. Este es el camino por el que Cristo se movió cuando vivía en medio de nosotros. Este es el camino por el que han andado los santos y los mártires. Este es el camino de la perfección cristiana, el que se abre ante todos aquellos que, como peregrinos sobre la tierra, se sienten llamados a la patria del cielo.
La liturgia de la Palabra de hoy pone de manifiesto, por otra parte, el aspecto positivo de la humildad cuando la acogemos de un modo sincero y animoso como actitud de vida: con ella y por ella se nos admite en el banquete del Reino. Ella es el traje de boda del que no podemos prescindir; con ella, en cambio, llegamos a ser agradables al Señor y somos admitidos a la alegría del banquete nupcial. Es como decir que la humildad nos hace semejantes a Jesús y que sólo de este modo reconoce Jesús en nosotros nuestra semejanza con él. La humildad es, para un cristiano, actitud de vida y actitud interior, al mismo tiempo. Si no es humilde el ánimo, no pueden ser humildes las palabras y los gestos. Es ésta una lección que sólo podemos aprender de Jesús. Fue él quien dijo —y se dirigía a sus discípulos—: «Aprended de mí, que soy sencillo y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas» (Mt 11,29). ¿Quién de nosotros puede decir con toda verdad que ha «aprendido sobre Cristo» (Ef. 4,20)?
Comentario del Santo Evangelio: Lc 14,1.7-14, para nuestros Mayores. Dios asigna el puesto.
Una de las principales aspiraciones del hombre es gozar de gloria y estima, determinar posiciones, asignar puestos. Cada cual querría estar lo más adelante y lo más arriba posible, por encima de los demás. En los que comen con Jesús se manifiesta esta tendencia en el hecho de querer ocupar los primeros puestos. El verdadero primer puesto estaba en la cabecera de la mesa o también en el centro de la misma. Lo que se pone de manifiesto en la elección de los primeros puestos adopta innumerables formas a cualquier nivel de convivencia humana y en cualquier estrato social. Cada cual mira hacia arriba y quiere hacer descender a los demás. Nos resulta difícil reconocer a nuestro prójimo con nuestros mismos derechos y nuestro mismo valor. Preferimos que sea inferior a nosotros. Parece como si sólo estuviéramos seguros de nuestro valor y de nuestra importancia cuando podemos mirar a los demás desde arriba, considerándolos menos dignos que nosotros. Nos colocamos así sobre el pedestal que se eleva por encima de la cabeza de los demás. En la feria de la vanidad y del deseo de afirmarse, vale todo; todo tiene su significado, desde la cuna hasta la tumba. Cosas y personas no gozan sólo de la importancia que les corresponde por naturaleza; adquieren también un valor añadido por su prestigio. Está bien tener una casa grande, un hermoso coche, una buena posición, una magnífica mujer, unos hijos inteligentes, etc. Pero todo esto parece recibir su valor sólo por el hecho de poder establecer una confrontación con los demás, de poder sentirse por encima de ellos, de poder mostrarlo y demostrarlo a los otros. Esta búsqueda de prestigio llega a verse expresada hasta en el funeral y en la lápida sepulcral.
Con su regla de comportamiento para los comensales, Jesús parece aprobar en línea de principio la aspiración a los puestos más elevados. Lo que él dice parece venir dictado por la astucia. No se han de buscar los primeros puestos ni de modo demasiado directo ni tampoco con demasiada premura, puesto que así uno puede verse denigrado en lugar de honrado. Aun teniendo la mirada fija en los primeros puestos, se ha de aspirar a ellos de manera más astuta y menos arriesgada. Una persona escoge por sí mismo el puesto más modesto, no por humildad, sino por cálculo, y deja que el dueño de casa le asigne el puesto definitivo. Se evita así la vergüenza de tener que retroceder y se consigue verse honrado de modo bien palmario ante todos los presentes.
Pero la finalidad de Jesús no es sólo recordar una regla de sagacidad. Sus palabras tienen el carácter de parábola y nos muestran que una búsqueda directa del puesto y del honor está llamada al fracaso, siendo mejor dejar en manos del anfitrión la distribución de los puestos. Esto vale ya entre los hombres, según sus reglas de juego. Pero Jesús nos quiere introducir con ello en su afirmación: «El que se enaltece, será humillado por Dios, y el que se humilla será enaltecido por Dios». No sólo la búsqueda directa, sino toda búsqueda del propio honor, sea de forma abierta o velada, fracasa ante Dios. Ante él sólo puede tener un efecto contrario. Dios no está dispuesto de ningún modo a acoger y a reconocer el orden jerárquico que los hombres han encontrado y establecido entre sí. La aspiración al honor y al prestigio, el esfuerzo por dar nuevo brillo al propio esplendor, carece de valor ante él. No merece la pena dedicar a ello esfuerzo y energía de ninguna índole. Todo esto es una preocupación por el propio yo y una forma de egoísmo. Debemos dejar que sea Dios el que asigne los puestos. Nuestro valor y nuestra importancia dependen sólo de él, no de nuestra ambición.
También en otros pasajes del Evangelio se afirma que la última palabra sobre el puesto y el valor de una persona la tiene Dios. En el Magnificat se dice: «Ha derribado del trono a los poderosos, ha ensalzado a los humildes» (1,52). La parábola del fariseo y del publicano se concluye con la afirmación: «El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (18,14). En la disputa que surge entre los discípulos por los primeros puestos, Jesús les responde exhortándoles al servicio (22,24-27). Aquí se ve claramente que el servicio y la preocupación por el bien del prójimo deben tomar el puesto de la ambición y de la preocupación por la propia importancia. Todas las energías empleadas en conservar e incrementar el propio esplendor resultan inútiles para el servicio, y también para Dios.
Jesús reclama igualmente la atención de sus compañeros de mesa sobre otra realidad. Es usual y frecuente entablar relaciones sólo con personas del propio nivel. A un determinado grupo de personas se le reconoce una dignidad similar. No hay reparo entonces en establecer con este grupo vínculos de comunión e intercambio. Esto se expresa en las invitaciones recíprocas y en los banquetes comunes. El círculo es limitado y debe mantenerse un cierto exclusivismo. De este círculo quedan excluidos precisamente los pobres y desgraciados. Pero este exclusivismo, que es de nuevo una reclusión en el propio yo y en el grupo de los que se consideran de igual dignidad, debe ser superado. El círculo ha de abrirse a los que el destino ha llevado a una situación de marginación. A los cuatro grupos «amigos, hermanos, parientes y vecinos ricos» se contraponen los cuatro grupos de «pobres, lisiados, cojos y ciegos». Según los criterios humanos, la relación con estos últimos no tiene ninguna utilidad, no incrementa el prestigio social. Pero ellos son precisamente los que deben ser invitados; precisamente con ellos hay que vivir en comunión; precisamente ellos han de ser reconocidos como personas de igual valor y dignidad. Jesús no quiere impedir el banquete con los familiares, pero se opone al exclusivismo y a la exclusión de los que están en desventaja.
Jesús no quiere tampoco que el cálculo terreno de utilidad y de costes se vea sustituido por un continuo mirar a hurtadillas la marcha de las cuentas celestes. Quiere, por el contrario, que en nuestro comportamiento terreno tengamos muy presente el cumplimiento, es decir, la resurrección de los justos. Entonces no habrá ya grupos exclusivos. Entonces los pobres y todos los que sufren privaciones serán completamente equiparados a los demás. Si aquí sobre la tierra nosotros los tratamos como personas de menor valía y no queremos entrar en comunión con ellos, nos excluimos de la comunión que tendrá lugar con la resurrección.
Comentario del Santo Evangelio: Lucas 14,1.7-14, de Joven para Joven. “Cuando te conviden a una boda no te sientes en el puesto principal”
Jesús nos exhorta en el evangelio de este domingo a tener dos actitudes muy importantes para la vida espiritual, y también para las relaciones comunitarias: la humildad y la generosidad desinteresada.
En este fragmento podemos admirar la psicología de Jesús o, mejor aún, su hábil pedagogía.
Jesús participa en un banquete dado en casa de uno de los fariseos principales y, al observar que los invitados eligen los primeros puestos, da un consejo de una manera gráfica. Eso significa que el ejemplo puesto por Jesús se aplica asimismo a otras circunstancias y que, por consiguiente, su enseñanza vale también para otros momentos y otras situaciones.
Jesús da este consejo: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal». A renglón seguido, da la razón, basándola en la psicología humana: «No sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro, y te dirá: Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto».
Jesús se muestra aquí preocupado por evitarnos humillaciones. Ahora bien: para evitarnos esas humillaciones, nos aconseja humillarnos nosotros mismos: «Cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales».
A nosotros nos resulta difícil seguir este consejo de Jesús. Nosotros intentamos ocupar siempre, efectivamente, en la medida en que nos sea posible, los puestos principales, y no aceptamos de buena gana ser tan modestos que nos pongamos en el último lugar.
Sin embargo, esta actitud de humildad es muy importante. Se trata de renunciar a buscar los honores por nuestra propia iniciativa, de contentarnos con esperar a que los otros nos los tributen y, en particular, que Dios nos dé honor y gloria.
Todos tenemos sed de honor y de gloria, pero, si queremos obtenerlos por nosotros mismos, asumimos una actitud egoísta, soberbia, que nos rebaja. Jesús quiere que asumamos, más bien, una actitud humilde, porque la humildad manifiesta una disposición de ánimo muy hermosa, una disposición que nos abre el camino al amor.
Los peores obstáculos para el amor son precisamente la soberbia y el orgullo, que quieren tener todos los honores para sí. La humildad, en cambio, nos ayuda muchísimo a progresar en el amor.
Jesús nos invita, por tanto, a renunciar a la búsqueda directa de los honores, porque esta búsqueda manifiesta una actitud posesiva, negativa. El que busca directamente los honores, no los merece. En cambio, el que se contenta con el último lugar, o con un lugar modesto, manifiesta una actitud positiva de generosidad, de apertura al amor verdadero.
Jesús presenta, a continuación, otro ejemplo, y aconseja esta vez la generosidad desinteresada. Dice, de una manera sorprendente: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos ni a tus hermanos ni a tus parientes ni a los vecinos ricos».
Es algo extraño, porque lo normal es que invitemos a comer precisamente a estas personas: los parientes y los amigos. ¿Por qué da Jesús este consejo?
La razón que nos da es también sorprendente: «Porque corresponderán invitándote y quedarás pagado». ¿Qué hay de malo en ello? No se comprende de inmediato el motivo de este consejo de Jesús.
Jesús añade ahora: «Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú porque no pueden pagarte».
Se trata, de nuevo, de un consejo sorprendente: ¿cómo vamos a ser dichosos porque no pueden pagarnos?
Jesús revela al final la clave de todo este discurso: «Te pagarán cuando resuciten los justos». Es decir, habrá una recompensa divina, una recompensa de una calidad completamente diferente del intercambio que esperamos de ordinario pero que, en realidad, vicia las relaciones, introduciendo el interés personal en una relación que debería ser generosa, gratuita.
Jesús nos invita, de este modo, a la generosidad desinteresada, a fin de abrirnos el camino a una alegría de una calidad muy superior: la alegría de estar unidos a Dios en la generosidad desinteresada; la alegría de vivir en el amor que viene de Dios y que nos une a él.
Estamos ante unas enseñanzas muy concretas y muy importantes. Todos debemos intentar progresar en las actitudes de humildad y de generosidad desinteresada, que, por otra parte, ya se aconsejaban en el Antiguo Testamento. La primera lectura dice, en efecto: «Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad. Hazte pequeño en las grandezas humanas».
En vez de hacer valer nuestro poder y nuestra grandeza, debemos hacernos pequeños con los pequeños, a fin de estar en condiciones de vivir en relaciones fraternas, mejor que quedarnos aislados en nuestra soberbia.
La segunda lectura no tiene una relación directa con el evangelio, aunque es posible establecer una. En efecto, este fragmento de la Carta a los Hebreos nos muestra que, como cristianos, tenemos una dignidad verdaderamente extraordinaria y, por consiguiente, no debemos buscar los honores mundanos, porque eso sería injuriar a la generosidad divina, que nos colma de honores celestiales.
Este fragmento establece un contraste entre dos experiencias espirituales.
La primera es aquélla en que no existe comunicación entre las personas: una experiencia tremenda.
Ésta es la experiencia del Sinaí, donde Dios se manifestó en unas circunstancias impresionantes: fuego ardiente, oscuridad, tiniebla y tempestad; a continuación, un toque de trompetas espantoso, un sonido de palabras misteriosas...
Esta experiencia religiosa es útil, en el primer momento de la vida espiritual, para introducir en nuestros corazones el temor de Dios, y preservarnos así de todo abandono al mal.
Ahora bien, la experiencia espiritual cristiana es de otro orden: no es una experiencia impresionante, sino una experiencia de relaciones serenas y fraternas con Dios mismo y con todos los seres que están unidos a él. Afirma el autor de la Carta a los Hebreos: «Vosotros os habéis acercado al monte Sión, ciudad del Dios vivo, Jerusalén del cielo los cristianos hemos sido introducidos con el bautismo en un mundo celestial, a la asamblea de innumerables ángeles, a la congregación de los primogénitos inscritos en el cielo, a Dios, juez de todos, a las almas de los justos que han llegado a su destino y al Mediador de la nueva alianza, Jesús».
Es ésta una situación llena de satisfacciones profundas, una situación de múltiples relaciones interpersonales, que elevan al hombre, poniéndole en una condición de perfección y de belleza extraordinaria.
Pero, para ser consciente de este privilegio cristiano, es preciso tener fe. En efecto, estas cosas no aparecen en el exterior. Es preciso tener fe, y acoger los dones de Dios, los dones de la gracia, que son todos ellos, de un modo o de otro, dones de amor.
La experiencia espiritual cristiana es, ante todo, una experiencia de compartir el amor que viene de Dios y, en consecuencia, que coima los corazones de las personas y las impulsa a difundir la civilización del amor.
Cuando estamos persuadidos de este privilegio, la humildad se convierte en algo natural. Sin haberlo merecido, nos sentimos colmados de la gracia divina, del amor gratuito; por eso no tenemos motivo alguno para despreciar a los otros.
Nosotros debemos ponernos también en el último lugar, como hizo Jesús, porque el último sitio es aquél en el que se manifiesta del modo más puro y vigoroso la generosidad del amor.
Elevación Espiritual para este día.
La economía cristiana, por tanto, como alianza nueva y definitiva, nunca cesará, y no hay que esperar ya ninguna revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo (cf. 1 Tim 6,14; Tit 2,13).
Cuando Dios revela hay que prestarle «la obediencia de la fe», por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios prestando «a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad» y asistiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que proviene y ayuda a los auxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da «a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad». Y para que la inteligencia de la revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones.
Mediante la revelación divina quiso Dios manifestarse a sí mismo y los eternos decretos de su voluntad acerca de la salvación de los hombres, «para comunicarles los bienes divinos, que superan totalmente la comprensión de la inteligencia humana» (Concilio Vaticano II, Constitución dogmática sobre la divina revelación Dei Verbum, 4-6).
Reflexión Espiritual para el día.
¿Basta con estar convencidos de la misericordia de un Dios que perdona y de nuestra condición personal de pecadores para que se lleve a cabo la reconciliación? No. Falta aún una disposición, un valor que es nuestro o, al menos, es nuestro en cuanto debemos aceptar una invitación interior que viene de Dios. Sin conversión no hay reconciliación. La conversión del corazón, entendida como movimiento del hombre que se dirige hacia Dios, que se convierte, es decir, que se mueve hacia Dios con la conciencia de haberse alejado de Dios.
La conversión es un dar marcha atrás, un cambio de ruta, un cambiar la orientación de nuestra propia vida. El pecador es un fugitivo, alguien que vuelve la espalda al Señor, como un pródigo que se va hacia la ilusión de paraísos terrestres. La conversión es un volver a caminar hacia Dios dejando a nuestra espalda muchas ilusiones que se han vuelto amargas y muchas infidelidades que todavía pueden conservar la atracción de la seducción. Eso significa convertirse. No es, por consiguiente, un gesto que se realiza de una vez por todas, sino una actitud permanente de la vida. No nos convertimos el 25 de julio o el 3 de abril, sino que empezamos a convertirnos para no acabar nunca más. La conversión debe invadir todo el compromiso de la vida para ser realmente una actitud viva, una actitud que no hace la historia de ayer, sino que hace la historia de hoy.
Podríamos decir que la conversión es ese presente misterioso, totalmente animado por la gracia del Señor, que hace que, en nuestra vida, el pecado sea cada vez más un pasado, un pasado próximo, un pasado remoto. Algo superado, algo que hemos dejado a nuestra espalda, algo abandonado con el compromiso de la reconciliación, del misterio de la reconciliación, como lo llama el apóstol Pablo. Es el misterio que brota del designio salvífico de Dios, el reconciliador por excelencia, que quiere vivir de verdad en comunión con su criatura, el hombre.
El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Sirácida.
«Así es como Jesús, mi abuelo, habiéndose aplicado intensamente a la lectura de la Ley, de los Profetas y de los otros libros patrios y después de haber adquirido un gran dominio de ellos, resolvió escribir también él algo relacionado con la instrucción y la sabiduría, para que los amigos de saber, conocedores de estas cosas, se aplicaran más a vivir según la ley». Así se lee en el prólogo que precede un libro sapiencial bíblico, Sirácida —del que se lee en la liturgia de este domingo un fragmento del capítulo 3— libro denominado en el pasado Eclesiástico, no sólo para ponerlo en paralelo con el Eclesiastés, es decir, el Qohélet, sino también porque era muy usado en la comunidad eclesial cristiana, sobre todo en la formación de los catecúmenos (ya en el siglo III san Cipriano de Cartago lo denomina Eclesiástico y lo usa como texto sagrado).
Pero, ¿quién era este Jesús, autor de un amplio escrito que ha llegado a nosotros en la versión griega de su nieto? Ante todo hay que recordar que la obra, a partir de finales del s. XIX, gracias a algunos antiguos manuscritos descubiertos en la antigua sinagoga de El Cairo y, posteriormente, con los célebres documentos de las cuevas de Qumrán, cerca del mar Muerto, fue reconstruida en dos tercios en el original hebreo. Pues bien, en el final griego de esta obra se lee: «Doctrina sabia y ciencia consignó en este libro Jesús, hijo de Sirá Eleazar, de Jerusalén» (50,27). El original hebreo, en cambio, ofrece aquí otro nombre: «Simeón, hijo de Jesús, hijo de Eleazar, hijo de Sirá».
En este punto se ha preferido recurrir al patronímico Ben Sirach, «hijo de Sirach» o Sirácida. De él no se sabe más que su visión del mundo expresada en su obra, compuesta probablemente en torno al 190/180 a.C. Conocemos, sin embargo, con precisión la fecha de la traducción griega realizada por el nieto anónimo, En el prólogo que hemos citado él recuerda que ha completado su trabajo «en el año treinta y ocho del rey Evergetes» de Egipto. Este título griego, que significa «Benefactor», fue atribuido a varios soberanos heleno-egipcios, entre los cuales el más probable para nuestro caso es Tolomeo III Evergetes Fiscón (145-116 a.C.). Estaríamos, por consiguiente, en el 132 a.C.
El abuelo Sirácida era un verdadero sabio, un escriba hebreo de Jerusalén, formado en las tradiciones de los antepasados, atento a impedir que el espíritu religioso de Israel fuese absorbido y deformado por la cultura racionalista griega que entonces predominaba. Sin embargo él no se contenta con conservar la doctrina tradicional de forma rígida; es evidente el esfuerzo por actualizarla según las nuevas necesidades, aunque sin faltar a la fidelidad. Por consiguiente, para conocer el pensamiento de Jesús Ben Sirach (o Ben Sirá) es indispensable la lectura de los 51 capítulos de su libro que ofrecen una gran cantidad de consejos, reflexiones, meditaciones, además de cuatro himnos de mucha intensidad poética y espiritual. Recordamos especialmente el himno del capítulo 24, que celebra la Sabiduría divina, y el delicioso cántico de las criaturas que se abre en el 42,15 y concluye en 43,33. +
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