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domingo, 5 de septiembre de 2010

Lecturas del día 05-09-2010

5 de Septiembre 2010, SÁBADO DE LA XXIII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 3ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A LA SAGRADA BIBLIA. SS. Bertín y co mrs

LITURGIA DE LA PALABRA

Sabiduría 9, 13-18. ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
Salmo responsorial: 89.Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
 Filemón 9b-10. 12-17. Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano querido
 Lucas 14, 25-33. El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío
PRIMERA LECTURA.
Sabiduría 9, 13-18.
¿Quién comprende lo que Dios quiere? 


¿Qué hombre conoce el designio de Dios? ¿Quién comprende lo que Dios quiere? Los pensamientos de los mortales son mezquinos, y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma, y la tienda terrestre abruma la mente que medita.

Apenas conocemos las cosas terrenas y con trabajo encontramos lo que está a mano: pues, ¿quién rastreará las cosas del cielo? ¿Quién conocerá tu designio, si tú no le das sabiduría, enviando tu santo espíritu desde el cielo? Sólo así fueron rectos los caminos de los terrestres, los hombres aprendieron lo que te agrada, y la sabiduría los salvó.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 89
Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: "Retornad, hijos de Adán." Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. R.

Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. R.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. R.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo. Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R.

SEGUNDA LECTURA
Filemón 9b-10. 12-17
Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano querido
Querido hermano:
Yo, Pablo, anciano y prisionero por Cristo Jesús, te recomiendo a Onésimo, mi hijo, a quien he engendrado en la prisión; te lo envío como algo de mis entrañas.

Me hubiera gustado retenerlo junto a mí, para que me sirviera en tu lugar, en esta prisión que sufro por el Evangelio; pero no he querido retenerlo sin contar contigo; así me harás este favor, no a la fuerza, sino con libertad.

Quizá se apartó de ti para que lo recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido. Si yo lo quiero tanto, cuánto más lo has de querer tú, como hombre y como cristiano. Si me consideras compañero tuyo, recíbelo a él como a mí mismo.

Palabra de Dios,

SANTO EVANGELIO
Lucas 14, 25-33
El que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío
En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: "Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío.

Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?

No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: "Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar."

¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío."

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: Sabiduría 9,13-18b.  ¿Quién comprende lo que Dios quiere?
La liturgia nos ofrece hoy la última parte de la oración que Salomón dirigió a Dios para obtener la sabiduría (Sab 9). Se trata de una oración de un valor incomparable, que figura entre las más elevadas de la Escritura tanto por su contenido espiritual como por su forma estilística, aunque en una primera lectura pueda dar la impresión de ser más bien seca. Es una oración que nos sitúa, de una manera inexpresable, en el haz de luz de la misericordia de Dios que desciende sobre nosotros.

La enseñanza última del libro de la Sabiduría es, precisamente, la oración. Del mismo modo que la sabiduría ha asistido a Dios desde la aurora de la creación, así asiste también al hombre para que continúe «gobernando el mundo con santidad y justicia» (9,3). La vida del hombre es, en esencia, una relación límpida y transparente con la sabiduría para alcanzar de ella la luz necesaria para gobernar el mundo. En este sentido, la vida del hombre no puede ser nada más que oración. La vida del hombre es considerada por el libro sagrado como una maravillosa relación con la sabiduría, y esta relación es oración: «Concédeme la sabiduría» (9,4). Ahora bien, se trata de una relación misteriosa, que se basa en la experiencia de nuestra propia fragilidad y de nuestro propio pecado y que, por eso, sólo puede ser vivida en el clima de la acogida de un amor y de una luz irresistibles y respetuosos con nuestra humanidad. Ninguna perfección, por muy rica que sea, puede ser suficiente para la obra a la que Dios llama al hombre: «Sin tu sabiduría, sería estimado en nada» (9,6). Sólo el don de la sabiduría nos hace contemplar el esplendor de la creación.

Es estupenda la riqueza de esta oración, una oración que nos encanta por la amplitud y el esplendor con que se reflejan las promesas de Dios y las esperanzas del hombre. Se abre con una invocación apesadumbrada a Dios: «Oh Dios de nuestros padres y Señor de misericordia» (9,1). Es una invocación personal a Dios, que siempre ha estado presente y que sigue siendo el Dios de todo un pueblo con el que ha establecido una alianza.

Es una invocación a ese amor y a esa bondad que Dios ha tenido siempre con todo el pueblo de Israel. En ella se muestra que el fundamento de la oración es la experiencia ardiente de la misericordia de Dios.

A buen seguro, el hombre se siente débil y frágil para llevar a cabo los planes de Dios (vv. 13-19). ¿Cómo puede conocer y llevar a cabo el deseo de Dios? «¿Quién conocería tu designio si tú no le dieras la sabiduría y enviaras tu santo espíritu desde los cielos?» (v. 17), dice el libro de la sabiduría. Sin embargo, el hombre sabe asimismo que Dios le asistirá también esta vez con su gracia. El hombre sabe que Dios le ha iluminado y guiado siempre con su sabiduría. Sabe que «aprendieron los hombres qué es lo que te agrada, y se salvaron por la sabiduría» (v. 18). Dios también nos puede asistir hoy. Por eso pedimos continuamente a Dios el don de la divina sabiduría: «Envíala de los cielos santos» (9,10).

Sabemos que esta oración es eficaz. La respuesta de Dios es segura: es la bajada del Verbo al seno de María santísima. La Sabiduría se encarnó en la persona de Jesús. Tomó un rostro humano. Entró en nuestra historia, enseñándonos a renunciar a todo para llegar a la plena disponibilidad a Dios. Jesús es la Sabiduría dulce y luminosa que nos ha sido entregada desde lo alto. Su Evangelio nos muestra la inmensa vanidad del universo y, al mismo tiempo, la inaccesible trascendencia de la única realidad que cuenta, Dios.

Comentario del Salmo 89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación. 
Es una mezcla de salmos de tipo sapiencial (1h y de súplica. Teniendo en cuenta la serie de peticiones que presenta (12-17), nosotros lo consideraremos como un salmo de súplica colectiva.

El pueblo está atravesando serias dificultades y, por eso, clama a Dios. Presenta tres partes (lb-6; 7-11; 12-17) y está cuajado de imágenes. En la primera parte (lb-6), encontramos una profesión de fe en el Dios que siempre ha protegido al pueblo (1b), manifestándose como Dios eterno. Es un Dios que existe desde siempre (2). Se presenta la creación mediante la imagen del parto (2). Todo lo que vemos a nuestro alrededor (montes, tierra, mundo) son realidades salidas del seno de Dios, son su creación. La eternidad de Dios contrasta con los pocos días que vive el ser humano. Nacidos del polvo (Gén 2,7), los hijos de Adán regresan al polvo (3). Esta es la primera imagen de la fragilidad humana. Dios no mide el tiempo como nosotros. Aunque viviéramos mil años, esto no representaría para él más que unas pocas horas. Es una imagen que muestra la fugacidad de la humanidad: la vida transcurre muy aprisa. Otra imagen, la de la siembra (5-6), compara al ser humano con la hierba del campo: una vez sembrada, crece deprisa y desaparece más deprisa todavía. Tenemos aquí otra imagen de la fugacidad de la vida humana.

En la región de Palestina, hay hierbas que nacen, crecen y mueren en pocos días. En la segunda parte (7-1 1), hacen su aparición dos temas nuevos: el pecado de la gente y la ira de Dios. Desde el principio (7a) hasta el fin (11a) se habla de la cólera de Dios. La muerte no se considera como una consecuencia de vivir, sino como resultado del pecado, como un castigo divino. Dios tiene delante los pecados de la humanidad; lo que más ocultamos (secretos) se encuentra al desnudo y con toda claridad ante su presencia (8). Aparece una nueva imagen de la fragilidad del ser humano: la vida es como un suspiro (9b). En aquella época, la esperanza de vida alcanzaba los setenta años, ochenta para los más vigorosos (Pero, ¿qué es esto ante la eternidad de Dios? La vida no es más que un vuelo pasajero. Entonces, ¿qué podemos hacer?

Encontramos la respuesta a esta pregunta en la tercera parte (12-17), que se presenta en forma de súplica. ¿Qué es lo que aquí se pide a Dios? Básicamente, cuatro cosas. La primera es un corazón sensato (12). Dicho de otro modo, aceptar que la vida humana es frágil y caduca, temiendo a Dios, que posee eternidad.

Actuando así, la gente adquiere sabiduría, es decir, encuentra el sentido de la vida. Después, se le pide a Dios que se vuelva y que tenga compasión (13). Todas las cosas proceden de él (2). ¿No va a compadecerse de los que él mismo ha engendrado y puesto en el mundo? En tercer lugar, se pide poder disfrutar de la vida para compensar las pérdidas (14-16). Así es como este salmo entiende la compasión de Dios. Con otras palabras, el pueblo pide que su vida no consista solamente en sufrir y padecer desgracias. Que tenga motivos para celebrar y olvidarse de los momentos amargos: «Alégranos, por los días en que nos castigaste, por los años en que sufrimos desgracias» (15). Finalmente, se pide que el trabajo que realiza el pueblo sea fecundo: «Venga sobre nosotros la bondad del Señor, y confirme la obra de nuestras manos» (17). De hecho, según el Qohélet, lo mejor que le puede suceder a alguien es disfrutar del trabajo de sus propias manos. Y la peor de las desgracias, no poder hacerlo (Qo 2,24).

Este salmo revela algunas tensiones y conflictos propios de los textos sapienciales. Está presente el tema de la fragilidad y la fugacidad de la vida. También se habla de la búsqueda de un «corazón sensato», es decir; de la búsqueda de la sabiduría que llena de colorido, y da sentido y sabor a la vida y a las cosas. Detrás de esta búsqueda se oculta el conflicto con los falsos valores. El conflicto es también teológico, pues se afirma que la muerte es fruto del pecado. En cierto modo, por tanto, sería resultado de la ira de Dios que encienden los pecados de la humanidad, Así pues, e salmo habla, en este sentido, de los castigos y desgracias que son enviados por Dios al pueblo (15). Pedir que se pueda disfrutar del propio trabajo significa que hay gente extraña que se está apropiando del fruto de trabajos que no han realizado; esto mismo vale para cuando se le pide a Dios que «confirme la obra» de las manos. Detrás de todas estas peticiones, hay, por tanto, un conflicto en el que están implicados los trabajadores y los que explotan la fuerza del trabajo. Es un tema muy importante en el libro del Qohélet (Eclesiastés) y que también se pone aquí de manifiesto.

Dios se presenta desde diversas perspectivas. Una de ellas, que tiene un aspecto inquietante, lo considera como el Dios que castiga los pecados, que derrama su ira sobre las personas (7-9). Pero también tiene rasgos positivos: Dios ha sido refugio permanente para el pueblo (1b), pues nunca ha dejado de ser el aliado fiel; es la madre que engendra toda la creación (2). Es el ser eterno que, cuando se le invoca muestra compasión por sus siervos (13); es aquel que, por la mañana, sacia al pueblo con su amor, permitiendo que viva con alegría todo el día (14); quiere que el ser humano disfrute del trabajo de sus propias manos; Dios es quien da a las personas un corazón sensato para que puedan descubrir la sabiduría de la vida...

Jesús puso de manifiesto que Dios no quiere la muerte, sino la vida. Fue refugio de todos los que le dirigieron sus clamores; tuvo compasión de todos; denunció las explotaciones, sobre todo, las realizadas en nombre de la fe y de la religión (Mc 12; Mt 23). Mostró que Dios es Padre y que cuida con cariño de todas las criaturas que creó, sobre todo, del ser humano (Mt 6,25-34; 10,29-31).

El 89 es un salmo para rezar ante la fragilidad y la caducidad de la vida; cuando buscamos el sentido de la vida y los valores auténticos; cuando contemplamos la explotación que existe en el mundo del trabajo; cuando sentimos el peso de los pecados, de la edad...

Comentario de la Segunda Lectura: Filemón 9b-10.12-17. Recíbelo, no como esclavo, sino como hermano querido
 
En la carta que le dirige, Pablo quiere educar a su hermano Filemón en esta renuncia sapiencial. Lo hace con una discreción y un tacto verdaderamente admirable, repleto de una profunda y delicada sabiduría cristiana. Podría “mandarle” que le dejara a su esclavo Onésimo, que había huido de su patrón después de haberle robado. Sin embargo, dado que conoce su generosidad, estima más conveniente aducir motivos de caridad.

Pablo, «anciano ya, y al presente además prisionero por Cristo Jesús» (v. 9), podría retener muy bien al esclavo Onésimo junto a él. No, a buen seguro, como esclavo, sino «para que me sirviera en tu lugar ahora que estoy encadenado por causa del Evangelio» (v. 13), o sea, como esclavo y servidor de Cristo. Sin embargo, le envía de nuevo a Filemón. Deja que sea éste quien decida retenerle o enviarle de nuevo a Pablo. De este modo, Pablo no sólo libera a Onésimo de la esclavitud, sino que pide además a Filemón algo mucho más costoso, le invita a una expropiación todavía más fuerte: que reciba a Onésimo no ya como esclavo, sino «como un hermano muy querido» (v. 16) al que debe amar ante el Señor.

En efecto, mediante el amor de Pablo, Onésimo se ha vuelto para Filemón un hombre como él, auténticamente vivo, en posesión de un tesoro que no perecerá nunca. Se trata de que vuelva a tener a Onésimo no ya para un simple beneficio temporal, para un «momento», sino «precisamente para que ahora lo recuperes de forma definitiva» (v. 15).

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 14,25-33. El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.
Este fragmento del evangelio de Lucas contiene dos parábolas (w 28-30 y 31ss) y tres máximas fundamentales de la sabiduría cristiana (vv. 26.27.33). La verdadera sabiduría, la que nos enseña Jesús en el evangelio, consiste en abandonarlo todo, en prescindir de todo, en despojamos de todo, en llegar a ser por fin libres, para seguir a Jesús y sumergimos en el océano del Amor. El don de la sabiduría consiste precisamente en seguir a Jesús, a nadie más que a él. Las parábolas nos enseñan, en efecto, que la sabiduría del cristiano consiste en ir a Jesús «renunciando a todo lo que tiene», como sugiere Lucas: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (v. 25). Esto es lo que se exige para seguir a Jesús.

Jesús exige para él, por ser el Hijo de Dios, «todo el corazón, todas las fuerzas». Nada puede oponerse a este amor. Jesús quiere ser amado como el único amor, como la única riqueza y el único proyecto que llena el corazón. Quien no «renuncia a todo lo que tiene» (v. 33) no puede pretender ser discípulo suyo. Está incluido aquí todo lo que podamos poseer: no sólo los bienes materiales, sino también las relaciones con otras personas, como los parientes más próximos. En el fondo, la sabiduría cristiana está toda aquí: desvinculamos de todo lo que nos aleja o nos separa de Dios, para llegar a vivir nuestra vocación de discípulos.

Las parábolas nos enseñan en última instancia que, para seguir a Jesús, es menester tener la sagacidad de los hombres de este mundo. El que construye una casa se pregunta antes de empezar las obras si le van a salir las cuentas. Igualmente, el rey que se compromete en una batalla calcula bien si podrá hacer frente al enemigo con los medios de que dispone. Jesús extrae de estos ejemplos la siguiente conclusión: «Del mismo modo, aquel de vosotros que no renuncia a todo lo que tiene no puede ser discípulo mío» (v. 33). Seguir a Jesús es una empresa dura. Es menester reflexionar antes, con seriedad, si estamos dispuestos a renunciar a todos los bienes para construir el edificio cristiano, y a combatir únicamente con la sabiduría divina y no con nuestra propia astucia. Por otra parte, Jesús nos pide que realicemos esta reflexión en silencio.

Debemos preguntarnos si estamos dispuestos verdaderamente a abandonar todo y a esperar, con buen ánimo, toda la fuerza únicamente de Dios, dejando que sea él quien disponga de toda nuestra vida. Abandonar no significa huir a un desierto, sino, simplemente, soltar los dedos aferrados a cualquier cosa que considero una «pertenencia», para ofrecerle todo al Señor.

Los textos de este domingo nos ponen frente a un mismo tema: el abandono en Dios. Con frecuencia nos preguntamos: ¿quién puede conocer la voluntad de Dios? O bien: ¿cómo podemos saber lo que Dios quiere de nosotros? Las lecturas de la misa de hoy nos dicen que sólo podemos conocer las intenciones de Dios si poseemos la sabiduría. Ahora bien, para poseer la sabiduría es preciso renunciar a todo para seguir a Jesús. La sabiduría que el Señor nos enseña es seguir a Jesús. Nada más. Es preciso liberarnos, despojarnos, renunciar a todo lo que creíamos poseer, vender todo lo que tenemos, no llevar dinero con nosotros, no disponer ni siquiera de una piedra en la que reposar la cabeza, no encerrarnos en los vínculos familiares: «Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío» (Lc 14,26).

La garantía del discípulo consiste en ir a Jesús sin tener nada. La verdadera sabiduría consiste en no llevar ningún peso que nos impida la marcha tras Jesús. Dicho de manera positiva, se trata de llevar un único peso: la cruz de Jesús. Y el peso de la cruz es el peso de su amor. No se trata de hacer cálculos, de contar el número de piedras necesarias para construir la casa o el número de personas necesarias para la batalla. No es ésa la intención del Señor. Ser discípulo significa no preferir nada que no sea el amor de Jesús. Preferir únicamente y siempre al Señor, o sea, elegirle de nuevo cada día y ofrecerle toda nuestra vida. El don de la sabiduría.

Comentario del Santo Evangelio: Lc 14,25-33, para nuestros Mayores. Seguir a Jesús bajo las condiciones de Jesús. 
Dirigiéndose decididamente hacia Jerusalén, Jesús se caracteriza por la firme aceptación de su propio destino. A lo largo del camino se ve acompañado de muchas personas. Quieren estar con él. Creen que tiene algo válido que decir y algo permanente que ofrecer. Están fascinados por él. Jesús no los rechaza, pero no quiere tampoco que le sigan con falsas esperanzas. Les habla con toda claridad. Quien se vincula a él —quien quiere ser verdaderamente cristiano— debe saber lo que se le exige. Debe reflexionar detenidamente si se encuentra en condiciones de afrontarlo. No tiene sentido alguno parar a mitad del camino y abandonar. Jesús quiere tener seguidores —cristianos— que le sigan de manera consciente y premeditada, con la sobria apreciación de lo que se les pide. El recuerda estas condiciones no sólo a los pocos que ha elegido de modo específico, sino también a las muchas personas que le acompañan. Estas condiciones son válidas no sólo para un grupo selecto, sino para todos los cristianos.

Les pide, en primer lugar, «odiar» al padre y a la madre, a la mujer y a los hijos, a los hermanos y las hermanas. A primera vista uno podría preguntarse si aquí no queda trastocado por completo el mandamiento del amor al prójimo; en otras palabras, si para seguir a Jesús el amor hacia el prójimo no debe dejar paso al odio hacia el prójimo. Pero el significado del verbo «odiar» se esclarece desde Mt 10,37: «Quien ama al padre o a la madre más que a mí no es digno de mí; quien ama al hijo o a la hija más que a mí no es digno de mí». Esto significa que quien quiere seguir a Jesús debe amarlo por encima de todas las demás personas, por encima también de las que le son más cercanas. Debe amarlo incluso más que a la propia vida. Jesús pretende tener un puesto totalmente particular y único. El amor hacia él y la vinculación a él han de tener la precedencia sobre todas las demás vinculaciones. Pero el amor hacia él no excluye el amor a los demás hombres. Es precisamente lo contrario. Jesús quiere que nosotros amemos al prójimo. Y el amor hacia él requiere que cumplamos esta voluntad suya. Ahora bien, la relación con el prójimo debe estar determinada por la relación con Jesús y debe insertarse en ella. Quien se vea obligado a hacer una opción entre Jesús y otra persona, por muy cercana que sea, debe optar por Jesús. Por otra parte, debe moldear su relación con el prójimo de tal forma que, lejos de perturbar su relación con Jesús, se sostenga en ella. El criterio último no es el deseo y la voluntad del prójimo, ni su satisfacción, ni la armonía o el acuerdo con él, sino sólo la voluntad de Jesús y el camino por el que nos precede. El cristiano no debe buscar el entendimiento con el prójimo contra la voluntad de Jesús, sino sólo con y en dependencia de ella. Esta es para él la norma obligatoria y suprema.

La vinculación particular a la persona de Jesús, la vinculación que él exige, encuentra con frecuencia menos obstáculos en el prójimo y en los familiares que en el propio yo, es decir, en el egoísmo y en el amor a uno mismo. También el propio yo y la propia vida deben retroceder ante la vinculación a Jesús. Quien quiera seguirle, ha de cargar con su propia cruz, ha de seguirle incluso sobre el camino de la cruz. La sequela Christi o es total o no se da en absoluto. No se pueden escoger sólo aquellos tramos del camino de Jesús que nos agradan. O se está dispuesto a acompañarle en todo su camino o es inútil comenzar. La cruz de Jesús es el signo concreto de su incondicional fidelidad a la voluntad del Padre, a su destino y a su misión. Esta fidelidad es para él más preciosa incluso que su propia vida. Por adherirse a la voluntad del Padre él llega a ser condenado a muerte, debe llevar la cruz, pierde la propia vida muriendo en la cruz. Jesús no busca la cruz y el sufrimiento, como si encontrara deleite en ello. Pero no duda en cargar con la cruz y el sufrimiento, con el daño y la pérdida de la propia vida, cuando esto viene exigido por su fidelidad a Dios. También el cristiano debe estar dispuesto a lo mismo. No puede hacer de una vida dichosa, placentera, gozada plenamente según la opinión corriente, el fin de la misma y el valor supremo. No puede dejar a un lado todo lo que es desagradable e incómodo, todo lo que supone un obstáculo para esa vida. El valor supremo no es la vida hermosa, la comodidad y el esplendor del propio yo, sino la fidelidad a la voluntad de Dios y la vinculación a Jesús. Quien quiera seguirle, ha de poner esta fidelidad por encima de todo. Por amor a ella debe aceptar sufrimiento, vergüenza, desprecio y todo lo que obstaculiza una vida hermosa, hasta la pérdida de la vida misma.

A los vínculos con los familiares y con el propio yo se añaden los vínculos con los bienes materiales. Aunque estos sean algo impersonal, algo «no humano», la relación con ellos puede ser muy intensa. También esta relación debe perder intensidad y debe quedar subordinada a la relación con Jesús. Quien quiera seguir a Jesús, ha de «renunciar» a todos sus bienes. Esto no significa que uno deba dejarlo todo y seguir a Jesús en completa pobreza y carencia de medios. Las mujeres que siguen a Jesús se encargan de sustentarle a él y a los discípulos con sus propios medios (8,3). Por tanto, ellas no han abandonado completamente sus bienes. Pero seguir a Jesús significa para todos no apegarse en modo alguno a los propios bienes y usarlos en la forma que pide la vinculación a Jesús. Es preciso incluso estar dispuestos a darlos en su totalidad. El amor a Jesús y la fidelidad a su voluntad deben ocupar el primer puesto bajo todos los aspectos.

Jesús recuerda con toda claridad estas condiciones para seguirle, para ser cristiano. Pide también expresamente a los hombres considerar con detención si están en condiciones de seguirle. No deben aventurarse sin premeditación en algo que desconocen, abandonándose al azar. Han de calcular precisamente si están en condiciones de afrontar estas exigencias del seguimiento. El parangón con la construcción de la casa y con la expedición militar muestra hasta qué punto es necesaria una seria reflexión. Jesús no quiere engañar a nadie. No quiere atraer a su camino al mayor número posible de personas con promesas. El es muy claro. Los que le siguen, deben abrir primero los ojos. Jesús quiere personas que sepan lo que hacen y que se vinculen a él con premeditación y decisión.

Los hombres tendemos continuamente a querer seguir a Jesús, a ser cristianos, bajo nuestras condiciones. Muchas cosas en él nos fascinan y nos atraen; otras nos agradan menos. Quisiéramos componer una forma de cristianismo a nuestra medida, a nuestro gusto. Jesús dice a los hombres que seguirle es posible sólo bajo las condiciones que él pone; de otro modo no se es seguidor suyo. Hay sólo un Jesús total, tal como es. No existe un Jesús del que se puedan escoger rasgos determinados. Quien quiere pertenecer a él, debe decidirse por él en su totalidad, con todo su camino. Todo lo demás es no tenerle en cuenta a él.

Comentario Santo Evangelio: Lucas 14,25-33, de Joven para Joven. Tener amor en él Evangelio. 
La primera lectura de este domingo empieza con dos preguntas: « ¿Qué hombre conoce el designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere?».

Se indica así nuestra dificultad para conocer la voluntad de Dios. En ocasiones nos hacemos la ilusión de conocerla, pero nos equivocamos. En efecto, «los pensamientos de los mortales son mezquinos y nuestros razonamientos son falibles; porque el cuerpo mortal es lastre del alma y la tienda terrestre abruma la mente que medita».

Nosotros tenemos ideas, pensamientos limitados. Dios nos dice en el libro de Isaías: «Mis pensamientos no son vuestros pensamientos» (Isaías 55,8). Existe una distancia enorme entre nuestros pensamientos y los de Dios.
Esto podemos verificarlo en el evangelio de hoy, en donde Jesús define la voluntad de Dios de un modo que es muy desconcertante para nosotros.

No es ésta la única vez que Jesús se expresa de una manera desconcertante. Así, por ejemplo, mientras que en un fragmento del Evangelio dice que ha venido a traer la paz («La paz os dejo, mi paz os doy»: Juan 14,27), en otro fragmento dice que no ha venido a traer la paz, sino la división (cf. Lucas 12,51).

Jesús insiste mucho en el amor en el Evangelio, nos da el mandamiento del amor; pero en el fragmento que hemos leído hoy habla de «posponer»: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío».

Parece una contradicción. Jesús expresa aquí una exigencia tremenda: posponer a todas las personas de la familia. ¿Cómo puede decir una cosa así?

Si leemos el evangelio de Mateo, veremos que la expresión que usa Jesús en él es menos fuerte, menos radical. Dice: «Quien ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; quien ame a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí» (Mateo 10,37).

En consecuencia, no se trata ya de posponer, sino de un «amar más», de un grado diferente en el afecto. Jesús pretende un afecto superior a todos los otros afectos. Lucas ha mantenido el término «posponer» para indicar de un modo más radical esta exigencia de Jesús.

Nuestros afectos naturales están todos contaminados de egoísmo, de búsqueda de nuestra satisfacción; no son afectos espirituales, completamente generosos. Jesús nos pide que quitemos de nuestro corazón todos los afectos naturales, que son limitados, imperfectos, para acoger el amor divino, que es perfecto, purísimo.

Ese amor divino pondrá así en nuestro corazón afectos nuevos para con nuestro padre, nuestra madre, nuestra esposa, nuestros hijos, nuestros hermanos...

El hecho de que Jesús hable de posponer no sólo a otras personas, sino incluso a sí mismo («Si alguno se viene conmigo y no pospone e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío»), muestra que se trata de eliminar todos los afectos de nuestro corazón que tengan algo de egoísmo. El amor a nuestra vida es un amor interesado, y Jesús nos pide que renunciemos a él para acoger su amor, que es completamente desinteresado y generoso en grado sumo.

Jesús debe mostrarse así de exigente precisamente para poder darse a sí mismo a nosotros. Si se contentara con un afecto limitado por nuestra parte —que le tratáramos como a un amigo entre otros—, entonces no se podría dar él mismo a nosotros.

En efecto, Jesús no es un amigo entre otros, sino que es el Hijo de Dios, que requiere toda nuestra persona, nuestra adhesión a él en la fe, la esperanza y el amor de una manera perfecta.

Debemos acoger a Jesús como acogemos al mismo Dios. Y el primer mandamiento es «amarás al Señor tu Dios de todo corazón, con toda el alma, con toda tu mente» (Mateo 22,37; Marcos 12,30). Por consiguiente, en cierto sentido, Dios quiere todo de nosotros y no deja sitio para ningún otro.

Es éste un aspecto importante para nuestra vida: debemos tender constantemente a este amor fortísimo, total, muy exigente. Debemos acoger a Dios como Dios en nuestra vida, acoger a Jesús como Hijo de Dios, que tiene derecho a ser amado con toda nuestra persona, con toda nuestra fuerza y con toda nuestra capacidad de afecto.

Si acogemos a Jesús de este modo y llevamos nuestra cruz —porque un amor tan radical se manifiesta en la renuncia a la búsqueda de nuestro propio interés y de nuestra propia satisfacción, para intentar acoger únicamente el amor—, entonces Dios nos hará partícipes de su amor a todas las personas.

Dios ama, en efecto, a nuestro padre, a nuestra madre, a nuestros hermanos y a nuestras hermanas... Si estamos unidos a él en el amor, entonces estaremos con él llenos de amor por los otros: un amor purificado, desinteresado, generoso.

Ésta es la perspectiva del Evangelio. No resulta fácil comprenderla, porque, como dice la primera lectura, « ¿qué hombre conoce el designio de Dios, quién comprende lo que Dios quiere?». En cierto sentido, Dios lo quiere todo; pero, en otro sentido, lo da todo.

Nos cuesta comprender. Por eso debemos pedir al Espíritu Santo que nos guíe, a fin de hacernos crecer en el amor. Dice Salomón a Dios: « ¿Quién conocerá tu designio si tú no le das sabiduría enviando tu Santo Espíritu desde el cielo?».

Jesús habla, en la segunda parte del evangelio, de la necesidad de reflexionar antes de tomar una decisión importante, y pone dos ejemplos.

El primero de ellos es el de un hombre que quiere construir una torre: antes debe sentarse y calcular los gastos, si dispone de medios para acabarla; de lo contrario, corre el riesgo de que se rían de él si empieza a construir la torre, pero después no puede acabarla.

El segundo ejemplo es el de un rey que sale a dar la batalla contra otro rey, enemigo suyo: también él debe reflexionar bien antes de acometer una empresa de este tipo; de lo contrario, si piensa que no puede dar la batalla, debe enviar al otro rey una embajada para negociar la paz.

Jesús nos dice que quien quiera seguirle debe reflexionar bien, debe comprender cuál es la condición para ser discípulo suyo.

¿Cuál es esa condición? ¿Qué hay que dar para ser discípulo de Jesús? ¿Hay que dar una parte de los bienes que se tiene? ¿Una gran parte de ellos? La exigencia de Jesús es mucho más radical: «El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío».

Jesús se muestra aquí de nuevo muy exigente: exige una renuncia total, una renuncia a todos los propios bienes; de lo contrario, no es posible ser discípulo suyo.

Eso no significa que, para ser discípulo de Jesús, cada cristiano deba vender todo lo que tiene y darlo a los pobres; lo que quiere decir es que todo cristiano tiene el deber de apartarse profundamente de toda codicia, de todo apego a las riquezas materiales, a los bienes de cualquier tipo.

El cristiano debe aceptar que su corazón no esté ocupado por estas cosas. Debe poner verdaderamente a Jesús en el centro de su propio corazón. Debe darle todo el espacio. Debe desear constantemente hacer la voluntad de Jesús, que es una voluntad de amor. De lo contrario, si su corazón está dividido, no puede ser verdaderamente discípulo de Jesús.

Debemos pedir al Señor la fuerza de seguir adelante por esta dirección, de no aceptar la división de nuestro corazón. Este debemos ofrecerlo completamente a Jesús, para que podamos estar unidos a él de manera auténtica. Entonces seremos sus discípulos y recibiremos de él toda la fuerza de su amor, que transformará nuestra vida, infundiendo en ella la paz y la alegría y, por consiguiente, la verdadera felicidad.

La segunda lectura nos muestra la enorme delicadeza de amor que Jesús pone en el corazón de sus discípulos.
Pablo es un apóstol lleno de amor ardiente a Jesús; vive para él, hasta el punto de afirmar: «Para mí el vivir es Cristo, y el morir una ganancia» (Filipenses 1,21). Para él la muerte es una ganancia porque le llevará junto a Jesús para siempre.

El apóstol había ofrecido su corazón enteramente a Jesús. La consecuencia de esto es que estaba lleno de amor por los fieles, por todos sus hijos en la fe, aunque también por todos los hombres que encuentra y a los que desea ofrecer al Señor.

La Carta a Filemón muestra una conversión extraordinaria del corazón. Onésimo es un esclavo fugitivo al que Pablo acogió mientras él mismo estaba prisionero. Pablo encontró a este esclavo en la cárcel, y lo evangelizó, le anunció la fe en Jesús, le habló del amor de Jesús. Onésimo se convirtió.

El apóstol escribe ahora a Filemón, que es el dueño de este esclavo —en aquel tiempo se consideraba a los esclavos como una propiedad, como una cosa—, y le dice que siente por este esclavo fugitivo un afecto extraordinario, llamándole «hijo de mis entrañas».

Pablo le pide a Filemón que adopte la misma actitud cristiana y, en vez de castigar a Onésimo, le reciba no ya como un esclavo, sino como un hermano.

El apóstol le pide a Filemón este favor con unas palabras que están llenas de delicadeza y de cortesía hacia él: «No he querido retenerlo sin contar contigo: así me harás este favor no a la fuerza, sino con toda libertad»; «quizá se alejó de ti por breve tiempo para que puedas recobrarlo definitivamente; y no ya como esclavo, sino mejor que esclavo: como hermano muy querido para mí y más aún para ti, como hombre y como cristiano».

Esto nos hace ver la enorme delicadeza que el amor de Jesús pone en los corazones que se abren de verdad a él. Si pensamos en la mentalidad antigua, no podemos dejar de quedar impresionados por la fuerza de este amor que invadió el corazón de Pablo y que cambió por completo el modo de considerar a los esclavos.

Así, esta segunda lectura completa la enseñanza del evangelio expresando un aspecto que no encontramos en el fragmento evangélico de hoy. El Evangelio no se puede expresar por completo, efectivamente, en cada una de sus páginas. La que hemos leído hoy manifiesta la exigencia de Jesús; y la Carta de Pablo manifiesta la generosidad de Jesús, que se comunica a todos sus discípulos.

Elevación Espiritual para este día.
La cruz es la puerta de los misterios; por esta puerta entra el Intelecto en el conocimiento de los misterios celestiales. El conocimiento de la cruz está escondido en los sufrimientos de la cruz; y en la medida en que se participa en ellos, se experimenta lo que hay en la cruz, según las palabras del apóstol: “En la misma medida en que abunden en nosotros los sufrimientos de Cristo, así será a su semejanza nuestra consolación en Cristo”. Se llama consolación a la contemplación que se despliega como visión del alma. La visión engendra la consolación. No es posible que nuestra alma produzca los frutos del Espíritu si nuestro corazón no ha muerto al mundo. El Padre, en efecto, consolida en la contemplación de todos los mundos al alma que ha muerto con la muerte de Cristo.

Tú, que has salido vencedor, saborea en ti mismo la pasión de Cristo, para ser hecho digno de saborear también su gloria; si padeces efectivamente con él, con él también serás glorificado. Si el cuerpo no padece a causa de Cristo, el intelecto no será glorificado con Jesús. En efecto, en el mismo instante en que pise la gloria, recibirá la gloria, y será glorioso en su cuerpo y, al mismo tiempo, en su alma.

Reflexión Espiritual para el día.
Jerusalén es para mí el lugar más bello y más querido del mundo. En Jerusalén está la capilla del Calvario, en la basílica del Santo Sepulcro. Algunos de vosotros ya habéis estado en ella, otros iréis ciertamente, antes o después. Subiendo una serie de escalones, se llega a una capilla donde hay un pequeño altar reservado a los monjes griegos, y allí podemos detenernos a orar. Bajo el altar se ve un orificio que pretende recordar el lugar donde fue clavado el leño de la cruz de Jesús. Delante, una gran tabla pictórica bizantina: Jesús en la Cruz, la Virgen María, el evangelista Juan, María Magdalena. He pasado en esa pequeña capilla muchísimas horas de mi vida y no me he cansado nunca de permanecer mucho tiempo, en oración silenciosa, sin conseguir decir nada especial. Estaba allí, y sentía que estaba en el centro del mundo, comprendí que el mundo se manifestaba en su verdad sólo si era mirado desde arriba de la cruz y con la mirada de Jesús.

Todavía ahora continúo con esta oración fundamental que es la contemplación de la cruz como significado y clave de toda la historia humana. No hay persona, no hay acontecimiento humano que no tenga su punto de referencia en la escucha contemplativa del mensaje de la cruz. Por consiguiente, le pido a Jesús esta gracia para cada uno de vosotros: que podáis contemplar, cada vez más, la luz que se desprende de su cruz, para referir a ella todas las realidades de vuestra vida y todas las realidades de la historia.

El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Agar.
Como hecho esencial de la lectura paulina de este domingo litúrgico está el relato de un esclavo, Onésimo, un personaje que con su dueño, Filemón, amigo de Pablo, hemos tenido ya ocasión de presentar en nuestra galería. Por eso hemos escogido otra figura ligada a la esclavitud, una mujer del Antiguo Testamento, Agar, sierva egipcia, que dará al patriarca Abrahán su primer hijo, Ismael. Su historia es exaltadora y amarga al mismo tiempo, y está narrada en dos relatos paralelos, pero diferentes, en los capítulos 16 y 21 del Génesis.
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Según el antiguo derecho oriental la esclava de la señora de un clan podía sustituirla para engendrar un hijo, en el caso de que la mujer del jefe del clan fuese estéril. Y esto es lo que sucedió con Sara, mujer de Abrahán, y Agar, su esclava. Esta pudo tener el orgullo de parir un hijo, Ismael («Dios escucha»), al que la tradición bíblica reconocerá como cabeza de los ismaelitas árabes (25,12-16). La propia Agar llevaba el nombre de la capital de un inmenso oasis en el norte de Arabia, el actual de al-Hasa, cuyos habitantes llevan también en la Biblia el nombre de agarenos.

Pero muy pronto la felicidad de esta mujer se tambalea. Ya había sucedido mientras estaba encinta: Sara, envidiosa de la seguridad orgullosa de la esclava fecunda, la había sometido a malos tratos con el fin de obligarla a huir al desierto. Pero allí un ángel la había invitado a volver al campamento de Abrahán, donde dio a luz un hijo robusto como «un onagro», es decir, como un potro salvaje, y así hizo ella (capítulo 16). Pero después de nacer Ismael también Dios le había concedido a Sara, sin esperarlo ya, el don de un hijo, Isaac.

Entonces se había presentado otro motivo de disensión, relacionada con la enemistad entre los dos muchachos. De este modo Saray consiguió que su marido Abrahán expulsase del clan a Agar y a su hijo. Una vez más la esclava se había visto obligada a vagar por el desierto, aunque esta vez más desesperada porque veía perfilarse, a causa de la sed, el espectro de la muerte, no sólo la suya sino también la de su hijo. El relato del Génesis es muy intenso y conmovedor.

«Ella se fue y anduvo errante por el desierto de Berseba. Cuando se agotó el agua del odre, dejó al niño bajo un matorral y se sentó enfrente, a la distancia de un tiro de arco, diciéndose: “No puedo ver morir al niño”. El niño se puso a llorar a gritos. Dios oyó los gritos del niño, y el ángel de Dios llamó desde el cielo a Agar...». Entonces tiene lugar un cambio inesperado: de improviso aparece ante Agar un pozo de agua en el que calman su sed, y desde entonces su existencia será la de los nómadas en la estepa e Ismael crecerá como un fuerte tirador de arco y se casará con una mujer egipcia, como lo era su madre. San Pablo compondrá una meditación sobre Agar en la Carta a los gálatas (4,21-31) y, paradójicamente, la convertirá en la madre del judaísmo, considerado como sometido al imperio de la Ley, en oposición a la libertad de la fe, encarnada en Sara, madre de los creyentes en Cristo. +

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