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domingo, 12 de septiembre de 2010

Lecturas del día 12-09-2010

12 de Septiembre 2010, DOMINGO DE LA XXIV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 4ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A LA SAGRADA BIBLIA.  NUESTRA SEÑORA DE LA FUENSANTA, NUESTRA SEÑORA DE LLUC. NUESTRA SEÑORA DE VALVANERA. NUESTRA SEÑORA DE ARÁNZAZU. NUESTRA SEÑORA DE ESTÍBALIZ. SS. Guido cf, Albeo ob. 
LITURGIA DE LA PALABRA

Éxodo 32, 7-11. 13-14. El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado
Salmo responsorial: 50. Me pondré en camino adonde esta mi padre.
1Timoteo 1, 12-17. Cristo vino para salvar a los pecadores
Lucas 15, 1-32 . Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta

PRIMERA LECTURA.
Éxodo 32, 7-11. 13-14
El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado
En aquellos días, el Señor dijo a Moisés: "Anda, baja del monte, que se ha pervertido tu pueblo, el que tú sacaste de Egipto. Pronto se han desviado del camino que yo les había señalado. Se han hecho un novillo de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: "Éste es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto."

Y el Señor añadió a Moisés: "Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso, déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo."

Entonces Moisés suplicó al Señor, su Dios: "¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta? Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo, diciendo: "Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre."

Y el Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.

Palbra de Dios.

Salmo responsorial: 50
R/: Me pondré en camino adonde esta mi padre.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa;

lava del todo mi delito, limpia mi pecado. R.

Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. R.

Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. R.

SEGUNDA LECTURA
1Timoteo 1, 12-17
Cristo vino para salvar a los pecadores
Querido hermano:

Doy gracias a Cristo Jesús, nuestro Señor, que me hizo capaz, se fió de mí y me confió este ministerio. Eso que yo antes era un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. El Señor derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor en Cristo Jesús.

Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero. Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo Jesús toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que crearán en él y tendrán vida eterna. Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.

Palabra de Dios.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 15, 1-32
Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: "Ése acoge a los pecadores y come con ellos."

Jesús les dijo esta parábola: "Si uno de vosotros tiene cien ovejas y se le pierde una, ¿no deja las noventa y nueve en el campo y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos para decirles: "¡Felicitadme!, he encontrado la oveja que se me había perdido."

Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse. Y si una mujer tiene diez monedas y se le pierde una, ¿no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas para decirles: ¡Felicitadme!, he encontrado la moneda que se me había perdido."

Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta." También les dijo: "Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: "Padre, dame la parte que me toca de la fortuna."

El padre les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, emigró a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad.

Fue entonces y tanto le insistió a un habitante de aquel país que lo mandó a sus campos a guardar cerdos. Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer.

Recapacitando entonces, se dijo: "Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre. Me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros."

Se puso en camino adonde estaba su padre; cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió; y, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.

Su hijo le dijo: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo."

Pero el padre dijo a sus criados: "Sacad en seguida el mejor traje y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo; celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."

Y empezaron el banquete. Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Éste le contestó: "Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud."

Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y él replicó a su padre: "Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado."

El padre le dijo: "Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado."

Palabra del Señor


Comentario de la Primera lectura: Éxodo 32, 7-11.13ss. El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado.
El pasaje del Éxodo que hemos leído parece, a primera vista, que quiere describirnos la cólera de Dios contra Israel después de que éste hubiera violado las leyes de la alianza con la adoración del becerro de oro: «Me estoy dando cuenta de que ese pueblo es un pueblo obcecado. Déjame; voy a desahogar mi furor contra ellos y los aniquilaré» (Ex 32,9ss). Parece ser que Moisés consiguió hacer cambiar de opinión a Dios. Ahora bien, leído con mayor profundidad, no es así. Moisés está en la cima del monte, solo ante Dios. Ha permanecido fiel a la alianza de Dios con su pueblo.

Moisés siente toda la confianza y el amor de Dios, pero siente también todo lo que le une al pueblo de Israel. No acepta que Dios le quiera elegir a cambio de la destrucción de Israel. Parte entonces de esta ira de Dios, ampliamente justificada a causa del pecado de su pueblo, para apelar a la intención más profunda y más divina de Dios, a su fidelidad a los padres y, por ello, también al pueblo. Moisés apela a la fidelidad de Dios, a su promesa de amor. Dios y el hombre están frente a frente. Nunca se ha mostrado Dios tan condescendiente con el hombre. Moisés consigue hacer salir lo más divino que hay en Dios, el corazón de Dios, que no cesa de latir de amor incluso frente a la miseria de su pueblo. Tiene, en efecto, razón san Pablo: “Si nosotros somos infieles, Dios permanece fiel, porque no puede renegar de sí mismo” (2 Tim 2,13).

Comentario Salmo 50. Me pondré en camino en camino adonde está mi padre.
Es un salmo de súplica individual. El salmista está viviendo un drama que consiste en la profunda toma de conciencia de la propia miseria y de los propios pecados; es plenamente consciente de la gravedad de su culpa, con la que ha roto la Alianza con Dios. Por eso suplica. Son muchas las peticiones que presenta, pero todas giran en torno a la primera de ellas: “¡Ten piedad de mí, Oh Dios, por tu amor!” (3a).

Tal como se encuentra en la actualidad, este salmo está fuertemente unido al anterior (Sal 50). Funciona corno respuesta a la acusación que el Señor hace contra su pueblo. En el salmo 50, Dios acusaba pero, en lugar de dictar la sentencia, quedaba aguardando la conversión del pueblo. El salmo 51 es la respuesta que esperaba el Señor: «Un corazón contrito y humillado tú no lo desprecias» (19h). Pero con anterioridad, este salmo existió de forma independiente, como oración de una persona.

Tiene tres partes: 3-11; 12-19; 20-21. En la primera tenemos una riada de términos o expresiones relacionados con el pecado y la transgresión. Estos son algunos ejemplos: «culpa» (3), «injusticia» y «pecado» (4), «culpa» y «pecado» (5), «lo que es malo» (6), «culpa» y «pecador» (7), «pecados» y «culpa» (11). La persona que compuso esta oración compara su pecado con dos cosas: con una mancha que Dios tiene que lavar (9); y con una culpa (una deuda o una cuenta pendiente) que tiene que cancelar (11). En el caso de que Dios escuche estas súplicas, el resultado será el siguiente: la persona «lavada» quedará más blanca que la nieve (9) y libre de cualquier deuda u obligación de pago (parece que el autor no está pensando en sacrificios de acción de gracias). En esta primera parte, el pecado es una especie de obsesión: el pecador lo tiene siempre presente (5), impide que sus oídos escuchen el gozo y la alegría (10a); el pecador se siente aplastado, como si tuviera los huesos triturados a causa de su pecado (10b). En el salmista no se aprecia el menor atisbo de respuesta declarándose inocente, no intenta justificar nada de lo que ha hecho mal. Es plenamente consciente de su error, y por eso implora misericordia. El centro de la primera parte es la declaración de la justicia e inocencia de Dios:» Pero tú eres justo cuando hablas, y en el juicio, resultarás inocente» (6b). Para el pecador no hay nada más que la conciencia de su compromiso radical con el pecado: «Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (7).

Si en la primera parte nos encontrábamos en el reino del pecado, en la segunda (12-19) entramos en el del perdón y de la gracia. En la primera, el salmista exponía su miseria; en la segunda, cree en la riqueza de la misericordia divina. Pide una especie de «nueva creación» (12), a partir de la gracia. ¿En qué consiste esta renovación total? En un corazón puro y un espíritu firme (12). Para el pueblo de la Biblia, el «corazón» se identifica con la conciencia misma de la persona. Y el “espíritu firme” consiste en la predisposición para iniciar un nuevo camino.

Creada nuevamente por Dios, esta persona empieza a anunciar buenas noticias: «Enseñaré a los culpables tus caminos, y los pecadores volverán a ti» (15). ¿Por qué? Porque sólo puede hablar adecuadamente del perdón de Dios quien, de hecho, se siente perdonado por él. Hacia el final de esta parte, el salmista invoca la protección divina contra la violencia (16) y se abre a una alabanza incesante (17). En ocasiones, las personas que habían sido perdonadas se dirigían al templo para ofrecer sacrificios. Este salmista reconoce que el verdadero sacrificio agradable a Dios es un espíritu contrito (18-19).

La tercera parte (20-21) es, ciertamente, un añadido posterior. Después del exilio en Babilonia, hubo gente a quien resultó chocante la libertad con que se expresaba este salmista. Entonces se añadió este final, alterando la belleza del salmo. Aquí se pide que se reconstruyan las murallas de Sión (Jerusalén) y que el Señor vuelva nuevamente a aceptar los sacrificios rituales, ofrendas perfectas y holocaustos, y que sobre su altar se inmolen novillos. En esta época, debe de haber sido cuando el salmo 51 empezó a entenderse como repuesta a las acusaciones que Dios dirige a su pueblo en el salmo 50.

Este salmo es fruto de un conflicto o drama vivido por la persona que había pecado. Esta llega a lo más hondo de la miseria humana a causa de la culpa, toma conciencia de la gravedad de lo que ha hecho, rompiendo su compromiso con el Dios de la Alianza (6) y, por ello, pide perdón. En las dos primeras partes, esboza dos retratos: el del pecador (3-11) y el del Dios misericordioso, capaz de volver a crear al ser humano desde el perdón (12-19). También aparece, en segundo plano, un conflicto a propósito de las ceremonias del templo. Si se quiere ser riguroso, esta persona tenía que pedir perdón mediante el sacrificio de un animal. Sin embargo, descubre la profundidad de la gracia de Dios, que no quiere sacrificios, sino que acepta un corazón contrito y humillado (19).

Se trata, una vez más, del Dios de la Alianza, La expresión «contra ti, contra ti solo pequé» (6a) no quiere decir que esta persona no haya ofendido al prójimo. Su pecado consiste en haber cometido una injusticia (4a). Esta expresión quiere decir que la injusticia cometida contra un semejante es un pecado contra Dios y una violación de la Alianza. El salmista, pues, tiene una aguda conciencia (le la transgresión que ha cometido. Pero mayor que su pecado es la confianza en el Dios que perdona. Mayor que su injusticia es la gracia de su compañero fiel en la Alianza. Lo que el ser humano no es capaz de hacer (saldar la deuda que tiene con Dios), Dios lo concede gratuitamente cuando perdona.

El tema de la súplica está presente en la vida de Jesús (ya hemos tenido ocasión de comprobarlo a propósito de otros salmos de súplica individual). La cuestión del perdón ilimitado de Dios aparece con intensidad, por ejemplo, en el capítulo 18 de Mateo, en las parábolas de la misericordia (Lc 15) y en los episodios en los que Jesús perdona y «recrea» a las personas (por ejemplo, Jn 8,1-11; Lc 7,36-50, etc).

El motivo «lavar» resuena en la curación del ciego de nacimiento (Jn 9,7); el «purifícame» indica hacia toda la actividad de Jesús, que cura leprosos, enfermos, etc.

La cuestión de la «conciencia de los pecados» aparece de diversas maneras. Aquí, tal vez, convenga recordar lo que Jesús les dijo a los fariseos que creían ver: «Si fueseis ciegos, no tendríais culpa; pero como decís que veis, seguís en pecado» (Jn 9,41). En este mismo sentido, se puede recordar lo que Jesús dijo a los líderes religiosos de su tiempo: «Si no creyereis que “yo soy el que soy”, moriréis en vuestros pecados» (Jn 8,24).

Este salmo es una súplica individual y se presta para ello. Conviene rezarlo cuando nos sentimos abrumados por nuestras culpas o «manchados» ante Dios y la gente o “en deuda” con ellos; cuando queremos que el perdón divino nos cree de nuevo, ilumine nuestra conciencia y nos dé nuevas fuerzas para el camino...

Comentario de la Segunda lectura: 1 Timoteo 1,12-17. Cristo vino para salvar a los pecadores.
También el segundo texto de las lecturas de hoy habla de la misericordia de Dios. La misericordia es el rostro más expresivo y original de Dios, el rasgo que mejor le caracteriza. Pablo intenta además ocultar su personalidad para que pueda manifestarse en él con mayor claridad el don de la misericordia divina. No quiere retener nada para sí que no remita únicamente a la condescendencia sin límites del amor de Dios al hombre. Desea presentarse sólo como un puro producto de la misericordia divina. Dice dos veces que ha encontrado misericordia, y ello «de modo que yo sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él» (v. 16). Y, para poner aún más de relieve la misericordia de Dios, Pablo se pone en el último lugar, entre los pecadores. Se considera a sí mismo «el primero» (v. 15) de los pecadores, a fin de que pueda aparecer en él la expresión más clara de la misericordia infinita de Dios. Pablo se siente cogido por Dios; desvestido, desnudo, libre al fin, para ser sumergido hasta el fondo en el océano del amor. Cuanto más se somete Pablo a la acción de Dios, tanto más apretado así lo mantiene éste, y no le suelta antes de haberle transformado, deificado, hasta que no se haya convertido él mismo en misericordia.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 15,1-32.Habrá alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta.
El evangelio presenta tres bellísimas parábolas sobre la misericordia de Dios. Este no sólo es bueno y perdona al pecador que vuelve a él, sino alguien que, de manera afanosa, busca «al que estaba perdido hasta que lo encuentra». Así sucede en la parábola de la oveja perdida y de la moneda extraviada. En la tercera parábola, Dios es aún el padre que va hacia el hijo. Mira a lo lejos más allá del horizonte. Escruta los caminos por los que el hijo puede encontrar la vía del retorno. Apenas le divisa, cuando todavía se confunde con el horizonte lejano, siente un sobresalto de alegría. No se queda en casa esperándole, sino que corre a su encuentro, le abraza y le besa. Oye las palabras que el hijo le repite, pero su corazón está en otra parte. Ordena que le vistan con el mejor traje y hace preparar una gran fiesta para celebrar el regreso.

Sorprende que el evangelio, que antes había descrito con gran riqueza la partida del hijo hacia un país lejano, no mencione ahora el estado de ánimo del hijo. Sin embargo, Lucas quiere hacernos comprender algo: el amor tierno del padre respecto al hijo está ahora sobre el hijo, le envuelve por completo, y éste se encuentra liberalmente sumergido por el ambiente festivo de alegría, de música y de danza (cf. v. 25). Todo es a imagen del desbordamiento de su inmensa alegría de padre. Nos maravilla verdaderamente esta búsqueda del hombre perdido por parte de Dios, a través de caminos y senderos escarpados. También nos sorprende que Dios no encuentre paz mientras no haya encontrado al que se había perdido. Pero precisamente así es ese Dios nuestro, absolutamente diferente, lleno de un amor que nunca hemos merecido, donde desaparece todo tipo de cálculo en su condescendencia sin límites. Este amor llega al corazón del hijo «perdido» y «encontrado».

El fragmento del evangelio celebra también, a través de las palabras y de las actitudes de Jesús, la misericordia infinita del Padre. Así es como Lucas introduce y da relieve a las tres bellísimas parábolas de Jesús sobre la misericordia. Se trata de una imagen sorprendente, que produce fascinación: «Todos los publicanos y pecadores se acercaban a Jesús para oírle. Los fariseos y los maestros de la Ley murmuraban: “Este anda con pecadores y come con ellos”» (15,1ss). Como es patente, no conocen el amor de Dios, no tienen idea de la superabundancia de su amor. Esta superabundancia recibe en la Escritura el nombre de «misericordia». Se revela sobre todo a aquellos que rechazan a Dios, como por ejemplo la oveja que se pierde o el hijo que le abandona y se marcha lejos. Dios tendría todo el derecho a airarse y castigar, pero este sentimiento ni siquiera le roza. Dios deja hacer, no interviene; al contrario, corre al encuentro del hijo: «Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos» (15,20). Dios no quiere saber nada de nuestras excusas; sólo quiere manifestar su alegría: «Traed, en seguida, el mejor vestido y ponédselo; ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies. Tomad el ternero cebado, matadlo y celebremos un banquete de fiesta, porque este hijo mío había muerto y ha vuelto a la vida, se había perdido y lo hemos encontrado» (v. 22-24). Dios no quiere oír ninguna excusa; sólo quiere recubrimos de su amor.

Dado que Dios es amor, se hace pequeño ante el hombre pobre y pecador. Quiere que aparezca únicamente el amor. Se identifica hasta tal punto con el hombre que también El se hace pobre, hasta compartir con él la mesa y la reputación, para hacerse semejante a él en todo, hasta en la miseria. Precisamente en esto consiste la alegría del amor: en despojarse de todo, en hacerse pequeño y humilde para ponerlo todo en común. ¡Así es Jesús! «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su único Hijo». El mal, el sufrimiento y la muerte han sido absorbidos en el amor de Dios. O sea, que todo ha sido asumido en su inmenso amor. No existe declaración más grande que la de Pablo a los filipenses: «Dios le exaltó; le dio el nombre que está sobre todo nombre» (Flp 2,9), es decir, que el Padre le ha dado el misterio de la profundidad de su amor infinito.

La vida de Jesús no se explica más que por este amor que llega hasta la cruz. Jesús, al dársenos del todo, nos ofrece la salvación, esa vida bienaventurada que ahora se encuentra en germen, pero que un día se consumará en la alegría eterna. No existe la menor duda: Jesús encarna el amor de Dios que escandaliza a los justos (Mt 11,19): el Hijo pródigo es abrazado y festejado a su retorno, mientras que el hijo mayor, que ha permanecido siempre en casa junto al Padre, no tiene ningún derecho a estar celoso de él (Lc 15,11-32). Por ser bueno, Jesús va a buscar a la única oveja perdida, y las otras noventa y nueve deben estar contentas de que las haya dejado solas, puesto que la alegría de Dios por esa única oveja encontrada es mayor (Mt 18,12ss).

El evangelio nos invita hoy a mirar ese corazón que perdona las grandes deudas y que espera que el corazón del hombre se sienta inclinado a hacer lo mismo en pequeño (Mt 18,23-35).

Comentario del Santo Evangelio: (Lc 15,1-10), para nuestros Mayores. El amor de Dios no cesa jamás.
¿Cómo se comporta Dios con los hombres que se han hecho culpables ante él? En cuanto pecadores, ¿qué podemos esperar de él? ¿Quiere todavía tener algo que ver con nosotros? Para poder dirigirnos de nuevo a él, ¿necesitamos haber reparado previamente todo y haber llegado a ser plenamente justos? Tales preguntas están en la base de la controversia entre Jesús y los fariseos. Estos recriminan a Jesús porque «acoge a los pecadores y come con ellos». Ellos se comportan de manera totalmente diversa. Consideran impuros a los pecadores y publicanos y rehúsan todo contacto con ellos. Piensan: Si Jesús quiere realmente anunciar la voluntad de Dios, debe mantenerse a distancia de estas personas (cf. 7,39). Entre un profeta enviado por Dios y los pecadores no puede haber comunión de ninguna índole.

Lo que hay en el fondo de esta diversidad de opiniones sobre la relación con los publicanos y pecadores es una idea diversa de Dios. Jesús y sus adversarios conciben a Dios de modo distinto. Según los fariseos, entre Dios y los pecadores existe una radical oposición. Dios no siente ninguna simpatía por un pecador y no quiere tener nada que ver con él. Para poder presentarse ante Dios, el pecador tiene que hacerse primero justo. El pecador merece sólo desprecio y rechazo de parte de Dios. Jesús afirma, por el contrario, que Dios se ha dirigido y sigue dirigiéndose al pecador con gran misericordia y con indecible amor. Esta relación de amor y de misericordia nunca queda interrumpida por Dios. De aquí su constante interés por el pecador y su inmensa alegría por un pecador que se convierte y vuelve a él. Dios condena el pecado. Pero el pecador puede retornar a él en todo momento, puesto que el amor de Dios hacia él no cesa jamás.

Jesús quiere que sus adversarios compartan con él esta idea de Dios. Por eso no les ataca directamente ni les impone un examen de conciencia en público. Por otra parte, no minimiza la culpa de los pecadores. También para él los pecadores siguen siendo tales hasta que no se convierten y hasta que Dios no perdona su culpa. Para justificar su comportamiento, Jesús no apela siquiera a una genérica cortesía y benevolencia humana; apela exclusivamente al comportamiento de Dios, que él ha anunciado e intenta hacerlo comprender a través de dos parábolas.


Estas parábolas presentan dos situaciones de la vida ordinaria: el pastor que ha perdido una oveja y la mujer que ha perdido una moneda. En ambos casos se puede experimentar y percibir que, cuando una cosa se pierde, no por ello deja de existir ya toda relación y vinculación con ella. El pastor no renuncia a su oveja, y la mujer no pierde el interés por su moneda. Lo perdido no pasa a ser para ellos algo exento de valor. Lo demuestra el esfuerzo que hacen por buscar el objeto perdido y el gozo que acompaña a su hallazgo. El gran interés y la vinculación afectiva se han mantenido vivos a pesar de la pérdida y se han reavivado con ella.

Estas experiencias cotidianas deben contribuir a despertar la comprensión de la actitud de Dios. El hecho de que los pecadores rompan la comunión con Dios y se separen de él no significa que pierdan valor a sus ojos. El los ha creado con amor y los ha acompañado en el camino de su vida. Incluso en el más grave pecado, ellos siguen siendo para él personas queridas y amadas. Los fariseos consideran sólo el pecado de estas personas y, basándose en ello, afirman la ausencia total de valor. Jesús quiere abrir sus ojos sobre el hecho de que el amor y la misericordia de Dios permanecen vivos. Ellos deben acoger esta actitud de Dios con la misma seriedad y concreción con que sienten y reconocen verdaderas las relaciones descritas en la parábola. Como de costumbre, también aquí pretenden las parábolas comunicar un hecho real, simple y vivo, recordando experiencias evidentes e inmediatas.

El amor y la misericordia de Dios se dirigen a cada hombre, incluido el pecador. La alegría de Dios va dirigida al pecador que se convierte. Su amor por el pecador, que no puede ser entendido como aprobación del pecado, debe estimular a la conversión. El pecador ha de saber que siempre será bien acogido por Dios. Jesús, que come con los pecadores y les ofrece su compañía en la mesa, quiere hacerles sentir hasta qué punto se interesa Dios por estar en comunión con ellos. Quiere también impulsar a la conversión; quiere mostrar que Dios no es duro, que no repudia, que no rechaza, que es bueno y misericordioso. Pero es preciso convertirse a este Dios. Quien se adhiere al pecado, no puede estar al mismo tiempo en comunión con Dios. La alegría va dirigida al pecador que se convierte.

El amor de Dios va dirigido también al justo. Cuando se dice que Dios se alegra más por un pecador que se convierte, lo que se pretende indicar es su gran interés por el pecador y la alegría singular por su retorno. Pero con esto no se quiere decir que su amor por los justos sea menor. Una madre se alegra de modo particular por la curación de un hijo enfermo, sin que ello signifique que no ame a los hijos sanos y no se alegre por ellos.

Quien no tiene ningún interés por Dios, quien no quiere abandonar el camino errado, no es obligado por Dios a la conversión. Pero todos nosotros, como pecadores, debemos saber que Dios no nos rechaza, que sigue volcado hacia nosotros con su amor. No tenemos necesidad de grandes méritos ni de grandes prestaciones para ir hacia él. Siempre encontramos acogida en él; siempre encontramos a un Dios benévolo. Basta únicamente que nos dirijamos a él.

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 15,1-32, de Joven para Joven. La misericordia de Dios.
La liturgia nos propone este domingo una bellísima y larga meditación sobre la misericordia de Dios, con tres lecturas que desarrollan el tema. La primera nos presenta a Moisés pidiéndole al Señor que se muestre misericordioso, y el Señor asiente. Pablo recuerda en la segunda lectura la misericordia que él mismo recibió del Señor, y explica que esto es un ejemplo que debe infundir ánimo a todos. El evangelio es todo un largo capítulo de Lucas, que habla de la misericordia de Dios con tres parábolas: la de la oveja perdida, la de la dracma perdida y la del hijo pródigo o, mejor, del padre misericordioso.

Por consiguiente, tenemos una enseñanza muy insistente sobre la misericordia del Señor. Nuestro Dios no es un Dios inflexible, rígido, no es un juez despiadado, sino un Padre misericordioso, lleno de bondad, de indulgencia, deseoso de la salvación de todos sus hijos.

La primera lectura nos muestra la situación del pueblo judío después del pecado de idolatría. El pueblo, que se encuentra en el desierto, tras la revelación del Sinaí y la alianza, rompió de inmediato la alianza con un pecado de idolatría, fabricándose un toro de oro. Dice el texto: «Se han hecho un toro de metal, se postran ante él, le ofrecen sacrificios y proclaman: Este es tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto».

Este pecado merece de por sí un castigo divino muy severo. Y el Señor expresa su indignación ante esta gravísima infidelidad: «Veo que este pueblo es un pueblo de dura cerviz. Por eso déjame: mi ira se va a encender contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo».

Dios propone a Moisés destruir el pueblo y crear otro pueblo grande como descendencia de él, pero Moisés no acepta esta propuesta y suplica con fuerza al Señor: « ¿Por qué, Señor, se va a encender tu ira contra tu pueblo, que tú sacaste de Egipto con gran poder y mano robusta?».

Moisés recuerda a Dios, a renglón seguido, las promesas que hizo a los patriarcas: «Acuérdate de tus siervos, Abrahán, Isaac y Jacob, a quienes juraste por ti mismo diciendo: Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea por siempre».

En este punto, el Señor abandona su propósito de dañar a su pueblo. En realidad, deseaba la intervención de Moisés, y éste correspondió a su intención, de suerte que su misericordia se pudo revelar en una medida extraordinaria.

Pablo reconoce en la segunda lectura que no merecía ser apóstol, porque era un blasfemo, un perseguidor, un violento.

Esto lo sabemos también por otras de sus cartas, donde afirma que perseguía a la Iglesia de una manera tremenda, excesiva, y por el relato de Lucas en los Hechos de los Apóstoles.

«Pero —dice Pablo— Dios tuvo compasión de mí, porque yo no era creyente y no sabía lo que hacía. Dios derrochó su gracia en mí, dándome la fe y el amor cristiano».

A continuación, remacha: «Podéis fiaros y aceptar sin reserva lo que os digo: que Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero».

La misericordia de Dios se ha revelado en el hecho de enviar a su Hijo unigénito, que tomó sobre sí los pecados de todos los hombres, obteniéndoles el perdón y la abundancia de la gracia divina. Pablo se benefició de esta misericordia de un modo particular.

Ahora bien, la experiencia del apóstol debe servir de ejemplo a muchos: «Y por eso se compadeció de mí: para que en mí, el primero, mostrara Cristo toda su paciencia, y pudiera ser modelo de todos los que creerán en él y tendrán vida eterna».

En el evangelio es el mismo Jesús quien nos habla de la misericordia divina con las tres parábolas del capítulo 15 de Lucas.

La primera es la del pastor que tiene cien ovejas y se le pierde una. ¿Qué hace este pastor cuando la pierde? Deja a las noventa y nueve en el desierto y va en busca de la perdida; después, cuando la encuentra, se siente lleno de alegría. Y Jesús concluye: “Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.

De modo semejante, en la segunda parábola aparece una mujer que tiene diez dracmas y pierde una. ¿Qué hace? Enciende una lámpara, barre la casa, busca cuidadosamente; y, cuando ha encontrado la dracma perdida, llama a sus amigas, les dice que se alegren con ella y celebra una fiesta. Y Jesús concluye también en este caso: «Os digo que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

La parábola del hijo pródigo es muy sugestiva; demuestra toda la profundidad y la generosidad de la misericordia divina.

El padre ama a su hijo pequeño, pero éste no comprende el amor de su padre; busca sólo su propio interés. Por eso le dice a su padre: «Padre, dame la parte que me toca de la fortuna». El padre respeta su libertad, y divide sus bienes entre sus hijos.

Al marcharse de casa, el hijo menor derrocha sus bienes viviendo de una manera disoluta. Al final se encuentra en una situación de gran necesidad: no le queda nada, y tiene que ponerse al servicio de uno de los habitantes del país, que le envía al campo a cuidar cerdos. Esto nos hace comprender la miseria a la que el pecado reduce al ser humano, que pierde su dignidad y su razón de ser.

El hijo menor tiene una suerte peor que la de los animales: «Le entraban ganas de llenarse el estómago de las algarrobas que comían los cerdos; y nadie le daba de comer».

Frente a esta suerte miserable, recapacitó, pensó en su padre y en la situación de su casa, y de este modo tomó la decisión de volver y confesar su propio pecado. Se dijo para sus adentros: «Me pondré en camino a donde está mi padre, y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”».

El hijo se pone en camino hacia la casa de su padre, pero, cuando todavía estaba lejos, lo vio éste. Eso significa que el padre esperaba el regreso de su hijo. En vez de maldecirlo y abandonarlo a su suerte miserable, deseaba su regreso, lo esperaba con ansia.

Y cuando lo vio, su padre, conmovido, corrió a su encuentro, se le echó al cuello y le besó. En vez de regañarle, como tenía derecho a hacer, le manifiesta únicamente ternura, afecto y amor.

A renglón seguido, cuando el hijo confiesa, ni siquiera le deja terminar, y hace todo lo contrario de lo que el hijo esperaba. El hijo le dice: «Ya no merezco llamarme hijo tuyo», pero el padre ordena, en cambio, a los criados que le traigan a su hijo el mejor traje, que le pongan un anillo en el dedo y sandalias en los pies: signos de la dignidad filial.

De este modo, el padre devuelve al hijo infiel y pecador toda su dignidad. No sólo le ofrece el perdón, sino que, con una delicadeza y generosidad extraordinarias, le honra, organiza una fiesta para él. Piensa sólo en la salvación: «Este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».

Estas tres parábolas de Lucas sirven para convencernos de la infinita misericordia de Dios y para poner en nosotros una profundísima confianza en ella: aunque hayamos sido infieles, el Señor nos espera con toda la generosidad de su corazón.

Sin embargo, llegados aquí, debemos hacer también otra observación: estas tres parábolas no tienen sólo el objetivo de convencernos de la misericordia de Dios, sino también el de convertir nuestro corazón y unirlo a la misericordia de Dios.

Jesús las dijo, efectivamente, para responder a los fariseos y a los letrados, que murmuraban contra la misericordia que él manifestaba con los publicanos y los pecadores, hasta el punto de decir: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».

Pensaban que esa conducta era reprobable; Jesús, en cambio, les invita a compartir la alegría que proporciona a Dios hacer uso de la misericordia.

Se repite en las tres parábolas, como un estribillo, el verbo «felicitar», «alegrarse»: « ¡Felicitadme! —dice el pastor—, he encontrado la oveja que se me había perdido»; « ¡Felicitadme!—dice la mujer—, he encontrado la moneda que se me había perdido»; «Deberías alegrarte —dice el padre a su hijo mayor—, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado».

Jesús quiere abrir así nuestro corazón a la misericordia de Dios, no sólo de una manera pasiva, es decir, haciéndonos disponibles para acoger esta misericordia, sino también de una manera activa, a saber: practicando también nosotros mismos la misma misericordia, en unión con Dios.

El hijo mayor de la tercera parábola representa a los fariseos y los letrados, que son fieles a Dios, pero no comprenden su misericordia con los pecadores; les parece injusta. Jesús les invita, sin embargo, a abrir su corazón a esta misericordia.

Jesús insistió siempre en que practicáramos la misericordia, y puso en el Padre nuestro como condición para recibir el perdón divino el que nosotros estuviéramos dispuestos a perdonar a nuestros hermanos.

Pidamos, pues, al Señor la gracia de corresponder a su deseo y de acoger en nosotros esta alegría de la misericordia divina, no sólo para con nosotros mismos, sino también para con aquellas personas que nosotros consideramos indignas de recibirla, pero a las que, en realidad, el Padre celestial, que quiere la salvación de todos, ama.

Elevación Espiritual para este día.
El hijo mayor, que no ha recibido ninguna distinción particular, podría sentirse incomprendido con la respuesta del padre: «Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Para él, la justicia es la máxima de todas las virtudes; sin embargo, para el padre, «la misericordia es la plenitud de la justicia» (Tomás de Aquino), de suerte que «la misericordia saldrá siempre victoriosa en el juicio» (Sant 2,13). Si el justo hubiera podido comprender la actitud interior del padre, habría comprendido que había sido amado y preferido al hermano, porque le pertenecían a él no sólo ciertas cosas del padre, sino todo. Dios no tiene necesidad de hacer milagros particulares a los que le son fieles; la cosa más milagrosa de todas consiste en el hecho de que nosotros podamos ser sus hijos y en que no retiene para él nada de lo que es suyo. Los milagros se hacen en los márgenes, para recuperar a personas que se han marchado, para hacer signos a los que se han alejado, para festejar a los que vuelven. Sin embargo, la realidad cotidiana de la fe no tiene necesidad del milagro, porque tener parte en los bienes del padre ya es suficientemente maravilloso. Al creyente no le está permitido separar entre lo mío y lo tuyo, porque a los ojos del amor paterno ambas cosas son una sola. No se narra la impresión que las palabras del padre produjeron en el «justo». Corresponde ahora a cada uno de nosotros seguir adelante para contar la historia hasta el final.

Reflexión Espiritual para el día.
Hagamos de modo que cuando el Señor nos mire al corazón y a los ojos, no tenga que volverse hacia otro lado, sino que pueda complacerse en nosotros. «Mira el rostro de tu consagrado», imploramos con el salmo 83. Que, al mirarnos, Dios pueda, verdaderamente, ver el rostro de su Cristo en nosotros, que pueda complacerse en nosotros al encontrar en nuestro rostro los rasgos apacibles y puros de su Hijo amado. El Padre nos reconocerá, en efecto, al final, en el gran juicio, y nos dirá: «Venid, benditos...» si puede ver en nosotros la imagen de su Hijo, precisamente porque en él nos ha creado de nuevo a su imagen. El «amor ardiente» que, al decir de san Benito, deben cultivar los monjes se expresa en concreto en ser siempre los primeros en honrar al otro, en honrar en el otro al Señor. Esta actitud nace del espíritu de fe. Si no se tiene fe, no se llega a «honrar» al Señor en el otro: se le puede respetar, pero el respeto es menos que el honor. Honrar al otro significa ponernos a nosotros mismos a sus pies, postrarnos ante él admirando lo que es.

El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Manasés y Efraín
En la tradición popular ha recibido un título que hasta ha llegado a convertirse en una expresión corriente, «el hijo pródigo». Verdaderamente la estupenda parábola del capítulo 15 de Lucas, que la liturgia propone para este domingo, tiene como protagonista al padre «pródigo de amor», y sobre todo, presenta a dos hijos. Es precisamente del primogénito, fiel a las reglas de la familia, pero también tacaño y egoísta, de donde vamos a partir para proponer dos antiguas figuras bíblicas, tan antiguas que sus contornos históricos están muy difuminados e idealizados.

Lo que queremos trazar es el retrato de otra pareja de hermanos, describiendo su historia que cambia completamente el estatuto jurídico. Primero hagamos avanzar al primogénito: José, el hijo de Jacob vendido por sus hermanos en Egipto y convertido allí en visir del faraón, tuvo de su mujer Asenat, una princesa egipcia de Heliópolis, un niño, y le había llamado Manasés, nombre que la Biblia interpreta como «el que hace olvidar» dolores y preocupaciones (Gén 41,50-5 1). Después había venido al mundo otro niño y José le había impuesto el nombre de Efraín, relacionado con el verbo hebreo frh (prh), que significa «ser fecundo, dar fruto», en recuerdo del bienestar que había obtenido su padre en Egipto (41,52).

Por lo tanto, estamos en presencia de una clara sucesión hereditaria: Manasés es el primogénito y obtendrá todos los honores y los derechos patrimoniales que comporta su estado, mientras que Efraín quedará marginado. Pero ahora llega un cambio sorprendente: José quiere que sea su padre, el patriarca Jacob-Israel, el que decrete oficialmente la sucesión. Jacob, viejo y enfermo, recibe a la cabecera de su cama a los dos nietos, el mayor a su derecha, es decir, en el puesto de honor, el otro a su izquierda. Ahora sólo quedaría que él impusiera las manos sobre los dos pronunciando las respectivas bendiciones del primogénito y del segundo.

Pero, según relata el capítulo 48 del Génesis, Jacob cruza los brazos y pone su derecha sobre Efraín, cambiando así el derecho de sucesión. José se da cuenta de esto tan extraño e intenta poner las manos de su padre en la posición normal: la derecha sobre Manasés, la izquierda sobre Efraín. Pero el anciano Jacob se niega y exclama: «Lo sé, hijo mío, lo sé. También él llegará a ser un pueblo y será también grande, pero su hermano menor será más grande que él y su posteridad será una muchedumbre de pueblos» (48,19).

Es verdad que en la base de este relato está el deseo de justificar la importancia de la tribu de Efraín, que, a partir del siglo X a.C., será jefe de un reino secesionista respecto al de Judá y Jerusalén, el llamado reino de Israel o de Samaría. Sin embargo en este gesto de Jacob volvemos a encontrar una elección casi constante de Dios que prefiere al «segundo» o al último, es decir, al que no tiene derechos. Después de todo el propio Jacob había sido elegido en lugar de Esaú, el fuerte primogénito de Isaac. Y también en la parábola de Lucas es precisamente el hijo menor, débil pero sincero, el que se antepone —a los ojos de Cristo— al altivo y tacaño hermano mayor. +


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