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jueves, 23 de septiembre de 2010

Lecturas del día 23-09-2010

23 de Septiembre 2010 , JUEVES DE LA XXV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 1ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A LA SAGRADA BIBLIA. SAN PIO DE PIETRALCINA, presbítero, Memoria obligatoria. SS. Zacarías e Isabel es, Lino pp. Beatos Cristobal, Antonio y Juan mrs. 

LITURGIA DE LA PALABRA


Eclesiastés 1, 2-11. Nada hay nuevo bajo el sol
Salmo responsorial: 89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Lucas 9, 7-9. A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?

PRIMERA LECTURA.
Eclesiastés 1, 2-11
Nada hay nuevo bajo el sol
¡Vanidad de vanidades, dice Qohelet; vanidad de vanidades, todo es vanidad! ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol? Una generación se va, otra generación viene, mientras la tierra siempre está quieta.

Sale el sol, se pone el sol, jadea por llegar a su puesto y de allí vuelve a salir. Camina al sur, gira al norte, gira y gira y camina el viento.

Todos los ríos caminan al mar, y el mar no se llena; llegados al sitio adonde caminan, desde allí vuelven a caminar.

Todas las cosas cansan y nadie es capaz de explicarlas. No se sacian los ojos de ver ni se hartan los oídos de oír.

Lo que pasó, eso pasará; lo que sucedió, eso sucederá: nada hay nuevo bajo el sol.

Si de algo se dice: "Mira, esto es nuevo", ya sucedió en otros tiempos mucho antes de nosotros. Nadie se acuerda de los antiguos y lo mismo pasará con los que vengan: no se acordarán de ellos sus sucesores.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 89
R/. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Tú reduces el hombre a polvo, diciendo: "Retornad, hijos de Adán." Mil años en tu presencia son un ayer, que pasó; una vela nocturna. R.

Los siembras año por año, como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca. R.

Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato. Vuélvete, Señor, ¿hasta cuándo? Ten compasión de tus siervos. R.

Por la mañana sácianos de tu misericordia, y toda nuestra vida será alegría y júbilo.Baje a nosotros la bondad del Señor y haga prósperas las obras de nuestras manos. R.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 9, 7-9
A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas?
En aquel tiempo, el virrey Herodes se enteró de lo que pasaba y no sabía a qué atenerse, porque unos decían que Juan había resucitado, otros que había aparecido Elías, y otros que había vuelto a la vida uno de los antiguos profetas. Herodes se decía: "A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? Y tenía ganas de verlo.

Palabra del Señor.


Comentario de la Primera lectura: Eclesiastés 1,2-11.  Nada hay nuevo bajo el sol
«Todo es vanidad» (v. 2), responde el libro del Eclesiastés al preguntarse por el sentido de la vida. «Vanidad», en hebreo hevel, es una palabra que puede significar muchas cosas, pero todas relacionadas con la imagen del soplo, de la niebla, del humo, de algo, en suma, inconsistente: tal vez de lejos te encanta, pero cuando lo tienes entre las manos te decepciona. Así es la vida del hombre: una realidad engañosa, caduca y absurda. Qohélet se muestra verdaderamente drástico y provocador. ¿Cuáles son las razones de una afirmación tan negativa? Por ejemplo, el estridente contraste entre la precariedad del hombre y el permanecer de la naturaleza: « Una generación pasa, otra generación viene, y la tierra permanece siempre» (v. 4).

Todos dicen que el hombre es más importante que las cosas; sin embargo, el hombre desaparece, mientras que las cosas permanecen. Y, además, si miras más allá de las apariencias, te das cuenta de que el hombre está como dentro de un círculo en el que se debate impotente sin comprender la razón. Todo se mueve, pero, en realidad, todo sigue igual. Todo vuelve al punto de partida, como el movimiento del sol, del viento y del agua de los ríos.

También el afán del hombre (“Todos sus días son sufrimiento, disgusto sus fatigas, y ni de noche descansa”:
1,23) es un dar vueltas sobre sí mismo, un hacer y un deshacer, sin llegar nunca a un atracadero definitivo. El mundo nuevo que el hombre se esfuerza en construir huye continuamente de sus manos, y así cada generación comienza desde el principio.

Quizás Qohélet esté pensando sin más en la esperanza mesiánica de los profetas y la contesta. Se trata de una esperanza religiosa, aunque siempre terrestre. Pero, entonces, ¿cómo se puede hablar verdaderamente de novedad? Siempre estará el límite de la muerte, el ojo del hombre continuará sin saciarse de ver y el oído sin cansarse de oír, y siempre se le escapará al hombre el sentido del conjunto.

Así pues, ¿todo es vanidad? El Nuevo Testamento nos brindará una precisión esencial: todo es vanidad, pero no la caridad.

Comentario al Salmo 89. Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
 
Es una mezcla de salmos de tipo sapiencial y de súplica. Teniendo en cuenta la serie de peticiones que presenta (12-17), nosotros lo consideraremos como un salmo de súplica colectiva.

El pueblo está atravesando serias dificultades y, por eso, clama a Dios.

Presenta tres partes (1b-6; 7-11; 12-17) y está cuajado de imágenes. En la primera parte (lb-6), encontramos una profesión de fe en el Dios que siempre ha protegido al pueblo (1b), manifestándose como Dios eterno. Es un Dios que existe desde siempre (2). Se presenta la creación mediante la imagen del parto (2). Todo lo que vemos a nuestro alrededor (montes, tierra, mundo) son realidades salidas del seno de Dios, son su creación. La eternidad de Dios contrasta con los pocos días que vive el ser humano. Nacidos del polvo (Gén 2,7), los hijos de Adán regresan al polvo (3). Esta es la primera imagen de la fragilidad humana. Dios no mide el tiempo como nosotros. Aunque viviéramos mil años, esto no representaría para él más que unas pocas horas. Es una imagen que muestra la fugacidad de la humanidad: la vida transcurre muy aprisa. Otra imagen, la de la siembra (5-6), compara al ser humano con la hierba del campo: una vez sembrada, crece deprisa y desaparece más deprisa todavía. Tenemos aquí otra imagen de la fugacidad de la vida humana.

En la región de Palestina, hay hierbas que nacen, crecen y mueren en pocos días.

En la segunda parte (7-1 1), hacen su aparición dos temas nuevos: el pecado de la gente y la ira de Dios. Desde el principio (7a) hasta el fin (11a) se habla de la cólera de Dios. La muerte no se considera como una consecuencia de vivir, sino como resultado del pecado, como un castigo divino. Dios tiene delante los pecados de la humanidad; lo que más ocultamos (secretos) se encuentra al desnudo y con toda claridad ante su presencia (8). Aparece una nueva imagen de la fragilidad del ser humano: la vida es como un suspiro (9b). En aquella época, la esperanza de vida alcanzaba los setenta años, ochenta para los más vigorosos (Pero, ¿qué es esto ante la eternidad de Dios? La vida no es más que un vuelo pasajero. Entonces, ¿qué podemos hacer?

Encontramos la respuesta a esta pregunta en la tercera parte (12-17), que se presenta en forma de súplica. ¿Qué es lo que aquí se pide a Dios? Básicamente, cuatro cosas. La primera es un corazón sensato (12). Dicho de otro modo, aceptar que la vida humana es frágil y caduca, temiendo a Dios, que posee eternidad.

Actuando así, la gente adquiere sabiduría, es decir, encuentra el sentido de la vida. Después, se le pide a Dios que se vuelva y que tenga compasión (13). Todas las cosas proceden de él (2). ¿No va a compadecerse de los que él mismo ha engendrado y puesto en el mundo? En tercer lugar, se pide poder disfrutar de la vida para compensar las pérdidas (14-16). Así es como este salmo entiende la compasión de Dios. Con otras palabras, el pueblo pide que su vida no consista solamente en sufrir y padecer desgracias. Que tenga motivos para celebrar y olvidarse de los momentos amargos: «Alégranos, por los días en que nos castigaste, por los años en que sufrimos desgracias» (15). Finalmente, se pide que el trabajo que realiza el pueblo sea fecundo: «Venga sobre nosotros la bondad del Señor, y confirme la obra de nuestras manos» (17). De hecho, según el Qohélet, lo mejor que le puede suceder a alguien es disfrutar del trabajo de sus propias manos. Y la peor de las desgracias, no poder hacerlo (Qo 2,24).

Este salmo revela algunas tensiones y conflictos propios de los textos sapienciales. Está presente el tema de la fragilidad y la fugacidad de la vida. También se habla de la búsqueda de un «corazón sensato», es decir; de la búsqueda de la sabiduría que llena de colorido, y da sentido y sabor a la vida y a las cosas. Detrás de esta búsqueda se oculta el conflicto con los falsos valores. El conflicto es también teológico, pues se afirma que la muerte es fruto del pecado. En cierto modo, por tanto, sería resultado de la ira de Dios que encienden los pecados de la humanidad, Así pues, e salmo habla, en este sentido, de los castigos y desgracias que son enviados por Dios al pueblo (15). Pedir que se pueda disfrutar del propio trabajo significa que hay gente extraña que se está apropiando del fruto de trabajos que no han realizado; esto mismo vale para cuando se le pide a Dios que «confirme la obra» de las manos. Detrás de todas estas peticiones, hay, por tanto, un conflicto en el que están implicados los trabajadores y los que explotan la fuerza del trabajo. Es un tema muy importante en el libro del Qohélet (Eclesiastés) y que también se pone aquí de manifiesto.

Dios se presenta desde diversas perspectivas. Una de ellas, que tiene un aspecto inquietante, lo considera como el Dios que castiga los pecados, que derrama su ira sobre las personas (7-9). Pero también tiene rasgos positivos: Dios ha sido refugio permanente para el pueblo (1b), pues nunca ha dejado de ser el aliado fiel; es la madre que engendra toda la creación (2). Es el ser eterno que, cuando se le invoca muestra compasión por sus siervos (13); es aquel que, por la mañana, sacia al pueblo con su amor, permitiendo que viva con alegría todo el día (14); quiere que el ser humano disfrute del trabajo de sus propias manos; Dios es quien da a las personas un corazón sensato para que puedan descubrir la sabiduría de la vida...

Jesús puso de manifiesto que Dios no quiere la muerte, sino la vida. Fue refugio de todos los que le dirigieron sus clamores; tuvo compasión de todos; denunció las explotaciones, sobre todo, las realizadas en nombre de la fe y de la religión (Mc 12; Mt 23). Mostró que Dios es Padre y que cuida con cariño de todas las criaturas que creó, sobre todo, del ser humano (Mt 6,25-34; 10,29-31).

El 89 es un salmo para rezar ante la fragilidad y la caducidad de la vida; cuando buscamos el sentido de la vida y los valores auténticos; cuando contemplamos la explotación que existe en el mundo del trabajo; cuando sentimos el peso de los pecados, de la edad...

Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,7-9 A Juan lo mandé decapitar yo. ¿Quién es este de quien oigo semejantes cosas? 
Herodes está perplejo: ¿quién es ese Jesús de quien tanto se habla? En la corte se hacen diferentes conjeturas: es Juan, que ha resucitado; es Elías, es un profeta. Como podemos ver, la gente capta algo de la grandeza de Jesús, pero su error fundamental es comparar a Jesús con figuras del pasado, con figuras ya conocidas. Jesús es una novedad y, para comprenderlo, es preciso mirarle a él mismo, no a otro.

Herodes es un hombre culto, práctico. Quisiera reunirse con Jesús e informarse personalmente de quién es. Pero ¿de qué le serviría? Se reunirá con él, en efecto, más tarde, durante la pasión, pero no conseguirá comprender nada de Jesús e intentará comprender e intentará ocultar su propia torpeza recurriendo a un humor vulgar. La fe no nace de semejantes verificaciones ni está hecha para hombres como Herodes.

La amarga página del libro del Eclesiastés depende mucho del momento en el que la leas: si te encuentras en la plenitud de tus fuerzas o estás comprometido con tareas absorbentes, te parecerá muy amarga e incluso inoportuna. Si te encuentras desconsolado o en un momento de hacer balance de tu vida, te parecerá como luz

solar y despiadadamente verdadera. Ahora bien, por encima de los estados de ánimo, se trata de una página realista y necesaria. Y lo es porque fotografía la situación del hombre en el mundo, destinado a pasar, a desaparecer, a no dejar huella. Es una página que tanto poetas como pensadores han retomado de continuo y representado con acentos conmovedores y a menudo desesperados. Sin embargo, para ti, cristiano, es sólo el primer paso, al que no debe dejar de seguir el segundo: la seguridad de que es a partir de esta nada como se puede construir el todo, si lo aceptas de Dios, silo orientas a él, si lo usas como quiere la voluntad que lo ha creado y lo puede y lo quiere conservar.

Estamos, pues, ante una doble meditación sobre la nada y sobre el todo. Sobre el cómo no dejarse absorber por la nada y, por consiguiente, deshacerse en humo, y sobre el cómo dar consistencia a estas apariencias tan frágiles. Una doble meditación en la que están comprometidos a fondo el realismo de la razón y el realismo de la fe, en la que un realismo presupone el otro, en la que uno completa al otro. El libro del Eclesiastés es un libro necesario para la formación de la conciencia cristiana, con tal de que no sea el único. El misterio pascual, fundamento de la fe, empareja muerte y resurrección, derrota y victoria, fracaso y reconocimiento de la perennidad de quien permanece fiel a Dios.

Comentario al Santo Evangelio: Lc 9, 7-9, para nuestros Mayores. ¿Quién es este de quién oigo hablar tantas cosas?
Curiosamente, la pregunta de Herodes se inscribe entre el relato de la misión de los Doce y el de la multiplicación de los panes.

"¿Quién es, pues, éste de quien oigo tales cosas?”. Herodes se interroga: ¡han nacido tantos movimientos sediciosos en esa Galilea que le ha tocado gobernar! Sin embargo, su pregunta tiene otra profundidad; efectivamente, coincide con la de todos los que se sienten interpelados por la persona de Jesús y por el testimonio de los discípulos. ¿Quién es ese hombre que envía emisarios y que conmociona los espíritus?

Se hablaba de él, se contaban mil cosas sobre El, se ponían en sus labios palabras que sin duda eran inverosímiles, se le atribuían hechos que eran exagerados por el entusiasmo popular y el fervor de las pasiones... A Herodes le picaba la curiosidad. Y aquel poderoso, que debía el trono al favor de los ocupantes, quería ver a aquel individuo un tanto exótico en una Galilea demasiado provinciana.

La sabiduría popular dice que hay curiosidades malsanas... Cuando permiten abusar de un poder que ellas mismas han atribuido injustamente. Cuando alimentan el escándalo que ellas mismas explotan. Cuando se detienen en lo accesorio, erigiéndolo en lo esencial. Herodes quería ver a Jesús para exhibirlo en su corte como se exhibe un bufón: ¡ah, si pudiera ver un milagro! (cf. LCD 23, 9). Sin embargo, la curiosidad es, quizás, el primer paso para el encuentro y para la fe. El asombro, la sorpresa, la provocación son el pórtico que nos introduce en el descubrimiento de los laberintos de la casa y que nos inicia en el misterio de una morada. Curiosidad es sinónimo de descubrimiento; es tensión hacia un objeto entrevisto, deseado. ¡Ay del amor si no es curioso! el fuego que no se aviva, está ya muerto.

¿Sentís curiosidad por Jesús? De la fe se ha dicho que es fuerte si es certeza y seguridad. Se la ha reducido a confesar unas definiciones sin alma y a reconocerse en unos dogmas fríos y secos. La fe es curiosidad, es decir, asombro que compromete a arriesgarse en la aventura, en un encuentro entrevisto y, en consecuencia, deseado. La fe es curiosidad, de forma que la duda le es indispensable. La incertidumbre y la incomprensión no son la cara contradictoria de la fe, el otro aspecto que se opondría a ella como se opone el negro al blanco. La incertidumbre y la incomprensión pertenecen al terreno de la fe como el hueco que espera ser llenado, como la espera que aguarda el encuentro, como el hambre que se alimenta con lo que pueda satisfacerla.

Dios de eterna juventud, aviva en nosotros la sed de conocerte y el deseo de descubrirte. Haznos sentir curiosidad por tu palabra: que ella nos inicie en tu misterio sin agotar el gozo del encuentro siempre nuevo, incluso en los siglos sin fin.

-Herodes, príncipe de Galilea, se enteró de lo que pasaba acerca de Jesús. La fama de Jesús crece y se extiende.

Los fenómenos de opinión pública han adquirido hoy mucha importancia con la radio, la televisión, la prensa.
Esto es un hecho. ¿Les prestó atención?

-Y estaba perplejo.

Ante todas las informaciones que llegan a nosotros, también nos encontramos a menudo perplejos. La opinión pública aporta lo mejor y lo peor, como un río que trae a la vez el agua vivificante y los venenos de la polución. Para todo lo referente a la vida de la Iglesia, en particular, las informaciones sólo pueden darnos lo exterior de las circunstancias; por lo tanto, cada vez más, los cristianos deben habituarse a saber elegir y a interpretar con prudencia los acontecimientos.

Herodes, ante el barullo de voces que circulaban acerca de Jesús, "estaba perplejo".

-Porque unos decían: "Es Juan Bautista que ha resucitado de entre los muertos." Otros decían: "Es Elías que ha aparecido de nuevo." Y otros: "Es uno de los antiguos Profetas que ha vuelto a la vida."

El pueblo es fácilmente crédulo; acepta sin dificultad lo maravilloso.

Además, entre los judíos de entonces, la espera del tiempo escatológico era intensamente vivida, de modo que interpretaban fácilmente los hechos como signos precursores del Mesías. Ese pueblo, sorprendente en tantos aspectos, no podía prescindir de los profetas, esos hombres "que hablan en nombre de Dios". Y como no los había, desde mucho tiempo, se esperaba con avidez que Dios rompiera su mutismo y se pudiera oír su potente Voz de la boca de algún hombre inspirado. De ahí el clamor de: ¡Que se levante un nuevo Moisés, un nuevo Elías! Esto nos muestra al menos que para sus contemporáneos Jesús apareció primero como un profeta... un portavoz de Dios... alguien que comenta los acontecimientos para sacar de ellos el sentido divino que contienen.

La Iglesia primitiva conoció ese "don de profecía" (Mateo, 7, 22; 10, 41; Hechos, 11, 27-28; 13, 1; 15, 32; 21, 9; 1 Corintios, 12, 29; 14, 1). Y San Pablo llegará incluso a recomendar a sus fieles "que aspiren al don de profecía" (1 Corintios, 14, 39). La Iglesia, en efecto, prolonga la actividad profética de Jesús en cuanto que, como El, habla verdaderamente en nombre de Dios e interpreta los "signos de los tiempos".

¿Presto atención a los profetas que Dios continúa enviando? ¿Soy dócil a las palabras proféticas y a los actos inspirados de la Iglesia de nuestro tiempo?

-Y Herodes decía: "A Juan yo le hice decapitar. ¿Quién es éste de quien oigo semejantes cosas?"

Una de las maneras de hablar de Dios, es la "voz de nuestra conciencia". Herodes no tenía la conciencia tranquila: una voz del fondo de sí mismo le recordaba su pecado. Señor, ayuda a todos los hombres a escuchar su conciencia; es el verdadero camino de salvación para muchos paganos y descreídos. "Cuando los paganos, que no tienen Ley hacen espontáneamente lo que ella manda, aunque la Ley les falte, son ellos su propia Ley... y muestran que llevan escrito en su corazón el contenido de la Ley cuando la conciencia aporta su testimonio". (Romanos 2, 14).
-Y tenía ganas de ver a Jesús.

Un sincero remordimiento, un cuidado de seguir su conciencia... puede conducir a Jesús. Un día la ocasión se presentará (Lucas 23, 7), y Herodes verá a Jesús: será durante la Pasión, cuando Pilato le envía a Jesús en posición de condenado.

Entonces Herodes no lo reconocerá, dejará pasar la ocasión que se le ofrecía.
¿Cuántas veces faltamos al encuentro con Dios?

Comentario del Santo Evangelio: Lc 9,7-9, de Joven para Joven. Herodes, intrigado por la figura de Jesús.
Los ricos vacíos. En Palestina circulan de boca en boca los comentarios sobre el extraño profeta de Nazaret, que arrastra a mucha gente, hace milagros, denuncia la corrupción de los guías religiosos y se rodea de gentes de malvivir. El pueblo está exasperado por la opresión romana. La profecía está extinguida desde hace mucho tiempo y se espera que Dios rompa finalmente su mutismo enviando un nuevo Moisés (Dt 18,15) o un nuevo Elías (Mal 3,23) que prepare los tiempos mesiánicos. Por eso la presencia de Jesús despierta expectativas. Muchos creen que es el profeta precursor: para unos Elías, que había sido arrebatado al cielo en un carro de fuego; para otros, uno de los antiguos profetas; y para algunos, Juan Bautista redivivo.

En realidad, Jesús ha hecho signos que acreditan su mesianismo. Cuando Juan le envía emisarios para saber a qué atenerse, les ha invitado a ver realizados los signos anunciados para los tiempos mesiánicos: se “anuncia la buena noticia a los pobres, la liberación a los cautivos, la vista a los ciegos...” (Lc 4,18). Con todo, es sorprendente que hayan sido tan pocos los que en realidad lo reconocieron como Mesías. Apenas si llegan a un puñado de personas que, de verdad, llegaron a reconocerlo como tal después de su resurrección. ¿Por qué? Porque se inventaron un mesías a la medida de sus ambiciones, triunfador, no el Mesías realmente prometido, el siervo sufriente, el liberador radical e integral. Y porque no tenían un corazón sencillo y sincero para acogerlo.

Herodes se pregunta: “Quién es éste, de quien oigo semejantes cosas”. “Y tenía ganas de verlo”. Esta misma afirmación hace Lucas cuando Pilato se lo remite maniatado por encausado. Quiere verlo, pero no para dejarse interpelar ya que no soportó el reproche profético de Juan. Incrédulo y frívolo, tiene ganas de verlo porque espera encontrar a un prestidigitador o mago que hace prodigios de encargo.

“A los ricos los despide vacíos” (Lc 1,53) es la verdad que, una vez más, se pone de manifiesto en este pequeño texto evangélico, en el que Herodes simboliza a todos los satisfechos. Son los “poderosos”, tanto religiosos como civiles, los que se sitúan hostilmente frente a Jesús, porque tenían mucho que perder. Estaban llenos de sí; por eso Dios no les cabía en el corazón.

A los hambrientos los colma de bienes. Así se expresa María como creyente. Y este pequeño pasaje evangélico recoge también una evidencia: la gente sencilla descubre algo extraordinario en Jesús. No sabe si es Juan Bautista redivivo, Elías u otro profeta, pero descubre en él a alguien que les habla en nombre de Dios, que es un enviado suyo, mientras que los dirigentes lo tachan de blasfemo, transgresor de la ley, endemoniado, borracho y comilón.

Es evidente que los sencillos y sinceros descubren algo especial en Jesús (Mt 11,25). Esto se pone de manifiesto en las prostitutas y los publicados, que precederán a los escribas y fariseos en el Reino (Mt 21,31), en el relato de la pecadora acogida por Jesús (Lc 7,36-50), en la curación del criado del centurión (Lc 7,1-10) y del ciego de nacimiento (Jn 9,1ss).

Porque el anciano Simeón y la profetisa Ana, Nicodemo, José de Arimatea y Zaqueo, los griegos que querían ver a Jesús (Jn 12,20-21) tenían hambre de verdad y de verdadera sabiduría, el Señor “los colmó de bienes”. Todos los buscadores sinceros están simbolizados en los magos (Mt 2,1-12). Quienes, más tarde, se agregan a las comunidades porque han reconocido a Jesús como Salvador, son proletarios en su gran mayoría, gente sin relieve social. En este sentido, son significativas las palabras de Pablo a los corintios, que parece ser que empezaban a jugar a sabios: “Fijaos a quiénes llamó Dios: al desecho para confundir a los autosuficientes, de modo que ningún mortal pueda envanecerse ante Dios” (1 Co 1,26-27). Con esto se confirma la verdad de la oración de Jesús: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla” (Mt 11,25).

El que busca, halla. No lo reconocieron ni Herodes, ni los escribas y fariseos, porque representaba para ellos un “peligro”: para el trono de Herodes (creía él) y para su vida licenciosa; y en el caso de los escribas y fariseos, porque el reconocimiento de Jesús supondría un cambio radical de su vida, renunciar a unos privilegios y estar al servicio del pueblo, en lugar de ser sus amos aprovechados; por eso no reconocieron al Bautista ni a Jesús (Lc 7,31-35).

La ambición de poder, el orgullo y el egoísmo ciegan. Jesús, por otra parte, no se impone, no deslumbra; prefiere que los testigos de su vida y los oyentes de su palabra lo reconozcan y se adhieran a su causa por la fe asumida libremente; por eso prohíbe a los agraciados con sus milagros y a los apóstoles revelar su identidad mesiánica, “decírselo a nadie” (Mc 8,30). “El que busca, encuentra” (Mt 7,8), ha dicho. Para el que busca, todo es mensaje. “He buscado y he encontrado” se titula un libro de C. Carretto, un hombre que de verdad buscó y encontró; mejor, fue encontrado, porque Jesús es siempre el primero que sale al encuentro.

El Señor se deja encontrar por los que le buscan. A pesar de saber tantas cosas sobre él, tal vez nos reproche a muchos cristianos lo mismo que a los apóstoles en la persona de Felipe: “¿Tanto tiempo con vosotros y todavía no me conoces?” (Jn 14,9). Lo que ocurre a veces es que muchos, consciente o inconscientemente, temen el encuentro con Jesús. ¿Por qué? No hagamos como Pablo que no cesaba de dar coces contra el aguijón (Hch 26,14). Es preciso seguir buscando a Jesús con sencillez de corazón, con profunda humildad y apertura de espíritu; no como Herodes o los dirigentes religiosos de Israel, sino como los “pobres de Yavé”.

Elevación Espiritual para este día.
¿Qué te aprovecha disputar altas cosas de la Trinidad, si careces de humildad, por donde desagradas a la Trinidad?

Por cierto, las palabras subidas no hacen santo ni justo, mas la virtuosa vida hace al hombre amable a Dios.
Más deseo sentir la contrición que saber definirla.

Si supieses toda la Biblia a la letra y los dichos de todos los filósofos, ¿qué te aprovecharía todo sin caridad y gracia de Dios?

«Vanidad de vanidades y todo vanidad» (Ecl 1,2), sino amar y servir solamente a Dios.

Suma sabiduría es, por el desprecio del mundo, ir a los reinos celestiales.

Vanidad es, pues, buscar riquezas perecederas y esperar en ellas.

También es vanidad desear honras y ensalzarse vanamente.

Vanidad es seguir el apetito de la carne y desear aquello por donde después te sea necesario ser castigado gravemente.

Vanidad es desear larga vida y no cuidar que sea buena.

Vanidad es mirar solamente a esta presente vida y no prever lo venidero.

Vanidad es amar lo que tan presto se pasa y no buscar con solicitud el gozo perdurable.

Acuérdate frecuentemente de ese dicho de la Escritura: “No se harta la vista de ver ni el oído de oír” (Ecl 1,8).
Procura, pues, desviar tu corazón de lo visible y traspasarlo a lo invisible, porque los que siguen su sensualidad manchan su conciencia y pierden la gracia de Dios.

Reflexión Espiritual para el día.
La existencia humana está sostenida, en sus dimensiones esenciales, por una desconocida fuerza ascensional, es decir, por una tensión del espíritu que tiende hacia valores todavía lejanos. Eso es lo que los antiguos filósofos definieron como extensio animi ad magna y nosotros quisiéramos llamar «esperanza primordial».

La conciencia del hombre está hecha para el futuro. El momento presente está todavía sumergido en la oscuridad. Lo que vivimos ahora es, por lo general, decepcionante. La vida humana sigue siendo, por tanto, siempre preludio de otra. El hombre sigue creándose siempre nuevos deseos; sus expectativas no se aplacan nunca, sino que se proyectan infaliblemente hacia el futuro, hacia el Reino del «todavía no». Y, efectivamente, existe en él un impulso imposible de suprimir que le impulsa hacia un «buen fin». Esta esperanza en un futuro mejor echa sus raíces en el deseo de ser feliz propio de la naturaleza humana. Estamos, como es evidente, frente al «motor» de todo pensamiento y actividad, de todo sueño y de toda aspiración del hombre. En consecuencia, el «nacimiento» del hombre está continuamente en devenir, hasta el momento de su muerte. Esta «esperanza primordial» se resuelve, por lo que respecta a la concepción cristiana de la vida, en la esperanza del cielo, El hombre se ha sentido atraído siempre por lo desconocido como por una realidad más bella y digna de conquistar. La realidad última, hacia la cual tendemos, en medio de las múltiples expresiones de la esperanza primordial, es la «patria», el «instante pleno y completo». Según la expresión de Abelardo, es «aquella comunión en la que el deseo no previene a la cosa, ni el cumplimiento se revela inferior a la expectativa».

El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Qo. "El teólogo cuasi-escéptico". 
Nada hay nuevo bajo el sol; nada merece la pena en esta vida. A esta conclusión casi nihilista llega este autor, en el cenit de su vida, tras haber reflexionado mucho sobre múltiples facetas de la vida: "...mi mente alcanzó mucho saber. Y a fuerza de trabajo comprendí que la sabiduría y el saber son locura y necedad" (/Qo/01/16-17); "entonces me dije: vamos a ensayar con la alegría y a gozar de placeres, y también resultó vanidad" (2,1); "hice obras magníficas..., adquirí esclavos..., acumulé también plata y oro..., tuve un harén de concubinas para gozar como suelen los hombres...; después examiné todas las obras de mis manos y la fatiga que me costó realizarlas: todo resultó vanidad y caza de viento, nada se saca bajo el sol" (2, 4-11).

Qohelet es un autor inconformista que perteneciendo a la escuela de la sabiduría la somete a crisis tras serena reflexión.

Texto: La evaluación de toda su reflexión la expone al comienzo y final de su obra: "¡vanidad de vanidades... todo es vanidad!" (1,2;12,8).

Este es el mensaje que predica a la asamblea: duración de la vida, sabiduría, trabajo..., todo es decepción y desilusión. Pero Qohelet no es un nihilista, ya que Dios dirige el sentido de la historia; todo es don divino, hasta el comer, beber y disfrutar de su trabajo (2,24), pero el hombre no sabe captar este sentido profundo de la historia.

"¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?" (1,3;2,22). En 2, 21-23 Qohelet nos recuerda que existen hombres para quienes su única ilusión es trabajar: de día sufren y penan, y por la noche su mente no descansa. ¡No tienen tiempo para disfrutar! Y la gran ironía de la vida es que su trabajo no les reporta ningún provecho, otros lo disfrutan. Trabajar para otros, sin disfrutar, es una de las clásicas maldiciones de la ley y los profetas (Lv/26/16; Dt 28-30-33...).

Reflexiones: Es muy triste, dirá Qohelet, que haya hombres que trabajen para que otros lo disfruten. Actitud muy frecuente en nuestras vidas aunque envuelta en píldoras auto-convincentes como "así les dejo un porvenir a mis hijos", "sólo me importa el futuro de los míos..." y siguiendo con el cuasinihilismo del Qohelet les decimos: ¡Vuestros hijos lo dilapidarán, y vuestros nietos serán pobres de solemnidad! Peligro en nuestras vidas de subordinar todo al trabajo y a las ganancias.

Es la clásica auto-esclavitud de subordinar el "tener" al "ser" que diría E. Fromm. En este aspecto empalmaría este texto con la lectura evangélica de hoy: "...guardaos de toda codicia. Pues aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes" (Lc/12/15).

Esta conocidísima expresión, "vaciedad de vaciedades", que ha pasado a todas las literaturas, tiene un valor de superlativo (como "Cantar de los Cantares"). Podríamos traducir por el "total sin-sentido". Esta palabra se emplea 37 veces en el libro del Eclesiastés y el tema central del libro se encuentra expresado en ella: una reflexión sobre lo limitado de la vida, hasta llegar al desengaño. De una fuerza destructora impresionante, y de un realismo que nadie puede contestar, esta reflexión sobre la inutilidad de nuestras utilidades llegará hasta el final del libro (cf. 12,8).

Es ésta una realidad que ocurre a diario. Además recordemos que trabajar y no disfrutar, trabajar para otros, es una de las maldiciones clásicas de la ley y los profetas (Lev 26, 16;Dt 28, 30-33). Piensa el autor que hay hombres que se condenan a sí mismos a semejante maldición. Aunque el Qohélet no se lo llega a plantear así, estas palabras muestran la necesidad de una trascendencia, de una apertura hacia algo más que la limitación del hombre.

La vida del hombre cerrada sobre sí misma es un imposible. Qohelet quiere comprender el sentido de la vida, da vueltas en torno a ella ("como el viento", en 1, 6), pero se estrella siempre ante el muro de la muerte (1,4). Por eso su grito desconsolado: "todo es fatiga".

Hay una sed en el hombre que, como lo intuye muy bien el autor, tiene que tener otra forma de apagarse que la menudencia del actuar diario. El Predicador pide a gritos una voluntad de sentido, un motivo de actuación de cara a lo más hondo del hombre. No tiene sentido una actividad cuyo fin es la misma actividad.

Porque o el hombre, ocupado en el esfuerzo de acumular, no tiene tiempo para disfrutar (cf. 1, 18;8, 16; Si 40, 5), o bien es un egoísmo cerrado que no ayuda a nadie. Una de las formas de salir de este círculo opresor será el de apagar nuestra sed fundamental ayudando a apagar con nuestro mayor bien, que es la vida, la sed de los demás. Todo este modo de pensar, oscuro e imperfecto, se aclarará con la luz que aporta el hecho de Jesús. La vida adquiere nuevo sentido en la fe de Jesús.

"Todo es vaciedad". Esta afirmación no es un eslogan, sino el tema o tesis de todo el libro. Su repetición quiere subrayar la vaciedad o nulidad de todas las acciones humanas. El autor no habla aquí únicamente de su desconfianza, sino que se hace eco de todos los hombres. Con datos que cada uno puede comprobar, presenta la problemática de toda acción humana. Con ello demuestra que no sólo el hombre queda defraudado por el fruto de su trabajo sino que puede llegar a dudar del sentido de todas sus actuaciones. En este punto se aparta de la concepción del Antiguo Testamento, según el cual el trabajo tenía sentido en la descendencia. El autor va más al fondo.

Parece radicalmente convencido de que su existencia es un caminar sin sentido. Toda tentativa por superar el vacío con las propias fuerzas está destinada al fracaso. Todo trabajo por significativo que sea en el fondo es inútil. No ve como una alabanza que le pongan como epitafio: "se dedicó toda la vida al trabajo". Esto significaría que había sido un esclavo toda su vida.

Lo que llamamos éxito es algo tan relativo que hay que poner en duda su valor. El concepto de "éxito" supone que continuamente hay que luchar y trabajar. Además no se puede hablar de éxito desde el momento en que el hombre no puede dominar a la muerte. Sólo el dominio sobre la muerte sería un verdadero éxito y daría sentido al trabajo. Ahora, ¿quién sabe quién heredará el fruto de su trabajo? En este grito de pesimismo se puede descubrir un aviso importante. El autor recuerda que hay que tomarse en serio el sentido de la vida y del trabajo.

El hombre se erige con frecuencia en la medida de la cosas y olvida que la existencia se le escapa. Se refugia en seguridades ilusorias. Sólo si sabe mirar de frente la realidad encontrará un modo de vivir con rectitud.

El nombre de este libro procede de las palabras que lo encabezan: "Palabras del Cohélet, hijo de David, rey de Jerusalén" (1,1). La palabra hebrea Cohélet, que el griego y las versiones que le siguen traducen por Eclesiastés, significa predicador, o también hombre de la asamblea o, también, portavoz del pueblo. Parece, en efecto, como si un autor anónimo, francamente contestatario, se hubiese alzado contra las recetas dogmáticas y morales de los sabios de Israel y hubiese querido plantear, con toda crudeza, casi con insolencia, y en todo caso con muy poco respeto hacia la tradición, el problema del mal y de la retribución de buenos y malos. Este era el problema que más preocupaba -y preocupa- a la gente y que más ocupaba los discursos y escritos de los sabios de Israel. Partiendo de unos apriorismos teológicos, los sabios afirmaban optimísticamente que los piadosos y honrados son benditos de Dios, y que si parece que de momento a veces sufren, Dios no tarda en socorrerlos y sacarlos de todas las dificultades. El Cohélet, en nombre de la experiencia, impugna implacablemente las falsas seguridades que los sabios predican. Para presentarse como si fuera más sabio que los sabios recurre al artificio literario -que no va a engañar a ningún lector- de decir que es el hijo de David, el rey sabio, Salomón. Es un libro que presupone la crítica de Job.

Pero mientras éste se preocupa por el justo que sufre, el Cohélet -algo más tarde; quizás un siglo- se inquieta por los impíos que, a pesar de su vida pecadora, viven llenos de prosperidad. A partir de este hecho innegable, que muchos pecadores viven mucho más tranquilos y felices que muchos justos, el Cohélet, revisa las nociones tradicionales de felicidad y bienestar y el sentido de la vida inculcado por los convencionalismos imperantes. Afirma la vaciedad de todo lo que los hombres afanosamente persiguen como si de ello les dependiera la felicidad y la suerte eterna. Tal es la sentencia más famosa del Cohélet, que encabeza el libro y el fragmento que hoy leemos: "Vaciedad sin sentido; todo es vaciedad". "Vaciedad" es una palabra que literalmente significa vapor o aire, como una de las imágenes -sombra que se alarga, agua que se desliza- con que la Biblia subraya la caducidad de las cosas humanas. La forma literal del texto, "vaciedad de vaciedades", que el leccionario traduce "vaciedad sin sentido", es un superlativo típico en hebreo: significa por tanto "vaciedad absoluta" y en sentido figurado, que es el que aquí prevalece, "decepción suprema". El hombre se encuentra, después de todo decepcionado por todo aquello por lo que había luchado o trabajado.

Con todo, este predicador no es sistemáticamente escéptico, y mucho menos agnóstico. Cree sinceramente en Dios, proclama que no le podemos exigir cuentas de sus decisiones (3,11.14; 7,13), que hay que obedecer sus mandatos y reverenciarlo (5,6; 8,12-13) y que, como decía Job, hemos de aceptar tanto las alegrías como las penas que vienen de su mano (7,14). Exhorta a disfrutar moderadamente de las alegrías de la vida, dando a Dios gracias por ello, pero sin poner en ellas demasiado entusiasmo, por cuanto son fugaces y no procuran la verdadera felicidad. He aquí la actualidad del mensaje del Cohélet; hace revisar las motivaciones, las aspiraciones y el sistema de valores de la sociedad de consumo en que estamos inmersos. Así, aunque no proclama el camino de la vida eterna y de la plena bienaventuranza que un día enseñará Jesús, prepara la revelación evangélica.

Cohelet describe extensamente lo que él llama la vanidad de las cosas y el pasaje de este día aplica este análisis al sentido del trabajo del hombre.

Vanidad adsurda: La vanidad consiste en la distancia existente entre el ideal del hombre y las realizaciones a las que llega. El corazón del hombre experimenta un deseo de absoluto que nunca llega a satisfacer.

Esto no es una consecuencia del pecado, sino simplemente la expresión de la limitación humana. Hoy se llama a la vanidad el absurdo o la ambigüedad. Tomar una decisión y no poder darle la solución mejor; buscar y no poder asir jamás la verdad absoluta; trabajar para el futuro y verlo en manos de los que vienen detrás quienes destruyen aquello que se les había ofrecido, ¿no es todo esto algo propio de la condición humana? La vanidad se convierte en la falta del hombre que desconoce los límites y equívocos que se imponen a su esfuerzo. La vanidad es la locura humana que no cuenta con la muerte y se encuentra, de esta manera, brutalmente ridiculizado por ella.

¿Cómo se puede salir de esta vanidad absurda? Cierto que no se sale de ella haciendo que se la ignora: sería esto una locura que Cohelet denuncia con gran vigor. Tampoco se puede salir de ella recurriendo a un más allá: el autor se opone clarísimamente a todo mesianismo y escatologismo. Nadie puede escapar al absurdo humano.

La única solución es vivirlo plenamente en toda su caducidad y su muerte misma. Solo un hombre ha vivido esta experiencia. El ha podido salir victorioso uniéndose íntimamente con su Padre y así, en la muerte misma, encontró la vida.

Así dice el autor del libro del Eclesiastés, el libro más pesimista de toda la Biblia. ¿Para qué sirve la vida? ¿Qué queda después de la alegría y de la fiesta? ¿Qué es el hombre? ¿Por qué nacemos, por qué morimos, para qué vivimos? ¿Por qué sufrimos? ¿Qué sentido tiene la vida? Son preguntas que se las hacen todos los hombres. Todos los pueblos de la tierra se han hecho estas preguntas. Todas las religiones de la antigüedad, todas las filosofías, todas las culturas han sentido la angustia de la pregunta y han aventurado una respuesta balbuciente.

"¿Por qué? ¿Para qué? No vale la pena. Todo es absurdo". ¿Os habéis hecho alguna vez estas preguntas?
Tarde o temprano, en una u otra ocasión, el hombre topa con estas preguntas. Unas veces, cuando se ve asediado por la soledad. Otras, cuando el dolor inunda su vida. O cuando todo se vuelve absurdo. O cuando después de unos momentos alegres nos queda un sabor amargo. O cuando la muerte muerde a alguno de nuestros seres más queridos. O cuando un gran amor que prometía una felicidad inmensa se rompe para siempre.
Qo 1,01-18.

Tras el nombre de «Eclesiastés» se oculta la función del hombre que dirige la palabra de la ekklesía a la comunidad para hacerle pensar. Se le llama también «hijo de David», porque Salomón podía representar la experiencia y la sabiduría que exige este tipo de reflexión. El autor vive en una Jerusalén judía, pero con pinceladas culturales griegas, en una ciudad codiciosa de cosas inauditas y de visiones, pero también embrutecida por la rutina. La primera virtud pedagógica del autor es invitar a sus destinatarios a pensar por sí mismos: es necesario aceptar con lucidez y libertad las incertidumbres y contradicciones de la vida, así como su finitud. Las creencias comunes o recibidas por herencia que no soportan un examen de la razón, iluminada o no por la fe, han de rechazarse.

El Eclesiastés es un hombre más viejo en doctrina y conocimientos humanos que en años, tan creyente como sincero, enemigo de visionarios y apocalípticos, distanciado de la secta de los esenios, los monjes soberbios, intransigentes y provincianos de Qumrán. No se entrega a especulaciones, sino a experiencias. Su honestidad lo lleva a mirar cara a cara a la realidad, y rehúsa violentarla para meterla en las coordenadas "seguras" de una moral o de una teodicea.

El v 2 enuncia lo que constituye el tema central del libro: “¡Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés, vanidad de vanidades!”. “¡Todo es vanidad!”. La forma repetida «vanidad de vanidades» es el superlativo hebreo con valor extensivo e intensivo. Todo el libro está vertebrado por esta fórmula. La vanidad de que habla el Pseudo-Salomón es la inconsistencia, la caducidad y la falacia que hay en todas las cosas, en todos los asuntos, en todos los trabajos. Absolutizar las cosas, dirá en el v 14, es intentar cazar el viento. Son las palabras que inspiran a Dante cuando, en el canto inicial de Francisco de Asís, exclama: «¡Preocupación insensata de los mortales!» (Paraíso 11,1s).

Desde el principio se invita al lector a participar activamente en las inquietudes de esta vida con la pregunta retórica, que espera una respuesta negativa: « ¿Qué saca el hombre de todas las fatigas que lo fatigan bajo el sol?» (V 3). La naturaleza, con los ciclos de sus generaciones, con sus elementos (ríos y mares, sol y viento), es símbolo de la inconsistencia cósmica; la historia humana, con el paso de las generaciones, con el fatal olvido de los hombres y de sus obras, es símbolo de inconsistencia; la misma sabiduría, con su esfuerzo por entender todo, ha significado dolor e inconsistencia. El Eclesiastés es siempre noble, pero no le falta la grandeza de los espíritus fuertes; por eso decide ensayar la necedad.

Este libro paradójico entró en el canon de la comunidad creyente de Israel y de la Iglesia porque la fe no exige sacrificar la inteligencia, sino el fanatismo.

Qo 02,01-26 insatisfecho por la experiencia sapiencial, que le ha reportado mucho esfuerzo y poco resultado, nuestro autor describe ahora con gran vivacidad el cuadro que ha significado ensayar un nuevo método: «Entonces me dije: vamos a ensayar con la alegría y a gozar de placeres, y también resultó vanidad» (v 2). Los placeres de la mesa, de la comida y la bebida, de las riquezas y de toda sensualidad mundana, que salomónicamente se concede, son controlados con atención "sapiencial". La vida es tan inconsistente que sólo los locos pueden reír. Denuncia la antítesis y la vanidad del exceso y de lo absoluto: los grandes ágapes; las grandes obras salomónicas (grandes propiedades con toda clase de decoración, jardines, piscinas, bosquecillos, árboles frutales, mezcla de sueños y de bienes paradisíacos); un ejército de esclavos y de sirvientas; gozo ilimitado de toda clase de placeres. Ha llegado el momento de confrontar la sabiduría y la necesidad: el uso de las cosas sólo tiene sentido si se hace según Dios.

Nada es indiferente para el Pseudo-Salomón; por eso, tampoco él puede dejarnos indiferentes. Aparece como un aristócrata del espíritu, por eso tiene la rara grandeza de saber abajarse para disimular una elevación que no capitula. Es posible que en una cena de Jerusalén haya escuchado el arpa de Babilonia, que cantaba la última oportunidad del rey sin esperanza: Tú, Gilgamés, llena el vientre.

Diviértete noche y día. Haz fiesta cada día, regocíjate día y noche.

Pero a cada grito y a cada deseo de posesión suceden otros de desasimiento. Quien sabe vivir según Dios, sabe vivir con mesura. Pero le repugna el cerebro sin la vida, la santidad sin la humanidad. Si es cierto que el Eclesiastés es un hombre que razona, no lo es menos que introduce la duda sobre la razón, no tanto en lo que se refiere a su funcionamiento cuanto en lo que toca a su significado último: «Y me dije: la suerte del necio será mi suerte, ¿para qué fui sabio?..., y pensé para mí: también esto es vanidad» (v 15).

El Pseudo-Salomón introduce en su lenguaje un hálito ardiente que purifica las necedades, destierra las metáforas fascinantes, los razonamientos unilaterales, las soluciones falaces. Cuando se relativiza todo, aparece el sentido de su seguridad: "Y aun esto he visto que es don de Dios" (v 24). Dios ha hecho al hombre limitado y lo ha colocado en un mundo que siempre constituirá para él un misterio. Pero también es verdad que Dios ha puesto en el hombre un insaciable afán de penetrar este misterio. Por tanto, el que ironiza no es sólo el Eclesiastés, sino también Dios. +

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