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viernes, 24 de septiembre de 2010

Lecturas del día 24-09-2010


24 de Septiembre 2010 , VIERNES DE LA XXV SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. (Ciclo C) 1ª semana del Salterio. AÑO SANTO COMPOSTELANO. MES DEDICADO A LA SAGRADA BIBLIA. NUESTRA SEÑORA DE LA MERCED. SS. Gerardo Sagredo ob mr, Antonio González pb mr. Beato Dalmacio Moner pb.


LITURGIA DE LA PALABRA

Eclesiastés 3, 1-11 Todas las tareas bajo el sol tienen su sazón
Salmo responsorial: 143 Bendito el Señor, mi Roca.
Lucas 9, 18-22 . Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho


PRIMERA LECTURA.
Eclesiastés 3, 1-11
Todas las tareas bajo el sol tienen su sazón 

Todo tiene su tiempo y sazón, todas las tareas bajo el sol: tiempo de nacer, tiempo de morir; tiempo de plantar, tiempo de arrancar; tiempo de matar, tiempo de sanar; tiempo de derruir, tiempo de construir; tiempo de llorar, tiempo de reír; tiempo de hacer duelo, tiempo de bailar; tiempo de arrojar piedras, tiempo de recoger piedras; tiempo de abrazar, tiempo de desprenderse; tiempo de buscar, tiempo de perder; tiempo de guardar, tiempo de desechar; tiempo de rasgar, tiempo de coser; tiempo de callar, tiempo de hablar; tiempo de amar, tiempo de odiar; tiempo de guerra, tiempo de paz. ¿Qué saca el obrero de sus fatigas? Observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres para afligirlos: todo lo hizo hermoso en su sazón y dio al hombre el mundo para que pensara; pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin.


Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 143
R/. Bendito el Señor, mi Roca.
Bendito el Señor, mi Roca, mi bienhechor, mi alcázar, baluarte donde me pongo a salvo, mi escudo y mi refugio. R.



Señor, ¿qué es el hombre para que te fijes en él?; ¿qué los hijos de Adán para que pienses en ellos?  El hombre es igual que un soplo; sus días, una sombra que pasa. R.

SANTO EVANGELIO.
Lucas 9, 18-22
Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho 

Una vez que Jesús estaba orando solo, en presencia de sus discípulos, les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy yo?" Ellos contestaron: "Unos que Juan el Bautista, otros que Elías, otros dicen que ha vuelto a la vida uno de los antiguos profetas". El les preguntó: "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?" Pedro tomó la palabra y dijo: "El Mesías de Dios". El les prohibió terminantemente decírselo a nadie. Y añadió: "El Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser desechado por los ancianos, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar el tercer día".


Palabra del Señor.



Comentario de la Primera Lectura: Eclesiastés 3, 1-11. Todas las tareas bajo el sol tienen su sazón 
Qohélet está particularmente impresionado por el misterio del tiempo. Cada cosa tiene su duración y todo tiene su momento; todo sucede en el tiempo fijado, para cada cosa hay un momento oportuno. ¿Pero cómo conocer estos tiempos oportunos y cómo garantizárnoslos? Parece ser que el hombre no puede intervenir en el engranaje del tiempo. Este último tiene sus ritmos. En el fondo, la vida es sencilla, está hecha de unas cuantas actitudes básicas que continuamente se repiten: nacer y morir, amar y odiar, sufrir y gozar, unirse y separarse, callar y hablar, salvar y destruir, y otras así. El hombre, con todos sus afanes y sus deseos, está encerrado dentro de estos elementos, combinados de diferentes modos. La vida humana está como dentro de un círculo que el hombre no consigue romper.


Ciertamente, habrá un sentido (“Todo lo hizo hermoso a su tiempo”), pero el hombre no lo comprende. Dios ha puesto en el hombre la exigencia del conjunto y la necesidad de interrogarse sobre la existencia más allá de cada momento particular. Sin embargo, es una necesidad que queda insatisfecha. El hombre —apenas sale de cada momento— advierte la contradicción. El presente no siempre corresponde al pasado. En efecto, a un pasado de justicia puede sucederle un presente de fracaso, y viceversa. El hombre anticipa el futuro, lo sueña y desearía alcanzarlo, pero le huye. Saliendo de él de vez en cuando y conectando el presente con el pasado, el hombre descubre que las cuentas no salen. ¿La conclusión? No nos queda más que fiarnos de Dios (en esto consiste el temor de Dios, según Qohélet), aunque es una medida de prudente sabiduría no perder el presente, el único tiempo que posee el hombre.


Comentario del salmo 143.  Bendito el Señor, mi roca. 
La asamblea de Israel entona, agradecida, este himno de acción de gracias a Yavé Él es Rey, y despliega su poder regio sobre su pueblo con la característica de un doble sello identificador: amor y fidelidad. Por eso Israel canta a Yavé, su Rey; se siente amado, protegido y, sobre todo, acompañado en su historia y su caminar. Es consciente de que su experiencia es única; no hay pueblo de la tierra que pueda ensalzar a sus dioses con la fuerza de su propia historia, Israel sí. «Yo te ensalzo, Dios mío, mi Rey, y bendigo tu nombre por siempre jamás. Todos los días te bendeciré y alabaré tu nombre por siempre jamás... Hablarán del poder de tus terrores, y yo cantaré tu grandeza. Difundirán la memoria de tu inmensa bondad, y aclamarán tu justicia».


La belleza del salmo se asemeja al estruendo solemne provocado por un río que desciende impetuoso por entre las rocas de las montañas. Da la impresión de que Israel clama amorosamente con los mismos gritos con que la naturaleza alaba al Creador. Todo el salmo es una exultación ante las obras de Dios. De hecho, la narración de las maravillosas obras de Yavé se repiten en el himno como si fuese un estribillo: «Una generación pregona tus obras a la otra, proclamando tus hazañas... Que todas tus obras te den gracias, Señor, y que te bendigan tus fieles... El Señor es fiel a sus palabras, bondadoso en todas sus obras».


En pleno delirio poético, cuando la aclamación de las obras de Yavé parece que ha alcanzado su culmen, de pronto nos parece ver al salmista como recogido sobre sí mismo y, balbuciendo algo así como un susurro, nos comunica atónito la obra cumbre de Dios: su relación de amor con el hombre-mujer, salidos de sus manos. Si Yavé es bondadoso en y con todas sus obras, su amor se convierte en presencia y cercanía con todo hombre que le invoca, que se acoge a El en el dolor. Yavé es rey, es creador, y —de ahí viene e asombro del salmista— es también oído abierto que escucha el clamor del hombre: «El Señor es justo en todos sus caminos, y fiel en todas sus obras. El está cerca de todos los que lo invocan, de todos los que lo invocan sinceramente».


¿Por qué el salmista puede escribir algo tan bello y profundo? Más aún, ¿cómo es que el pueblo se apropia de la oración poética del autor y hace resonar sus voces llenando el templo de música, fiesta y bendición? Israel puede hacerlo porque, junto a la inspiración del salmista, es testigo de una historia de salvación, de cuidados por parte de Dios; lleva en su seno unas promesas que, más allá del tiempo y del espacio, nunca han dejado de estar en el corazón de Dios. Por ello siempre las ha cumplido, aunque haya tenido que cerrar los ojos ante los pecados de su pueblo.


Lo impresionante de Dios es que no sólo cierra sus ojos ante la infidelidad de Israel, sino que anuncia su salvación y liberación. Sus ojos se recrean, se deleitan hasta el punto de llegar a exclamar: mi pueblo es precioso para mí. «Dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo» (Is 43,4).


Preciosos a los ojos de Dios somos todos los hombres; a fin de cuentas, todos somos obra de sus manos. Preciosos hasta el punto de enviar a su Hijo al mundo, quien se hizo uno como nosotros.


Recordemos aquel día en que los ojos de Jesús se posaron sobre la muchedumbre que había acudido a escucharle. Sintió un doble movimiento en su alma. Por una parte vio que, como ya habían anunciado los profetas, todos los hombres y mujeres eran preciosos a sus ojos; por otra, la tristeza profunda al verlos abatidos y quebrantados como ovejas que no tienen pastor: «Y al ver a la muchedumbre, sintió compasión de ella, porque estaban vejados y abatidos como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9,36).


Ante esta dramática escena, se dijo a sí mismo: yo seré su Pastor, yo los rescataré de su abatimiento, del sin sentido de sus vidas. Sí, yo daré mi vida por ellos; han nacido de las manos de mi Padre para tener vida eterna y no lo saben. Daré mi sangre para que la posean en propiedad, ya que todos ellos son preciosos a mis ojos y a los ojos de mi Padre. «El ladrón no viene más que a robar matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas» (Jn 10,10-1 1).


Jesucristo es la piedra angular anunciada por los profetas. Piedra sistemáticamente rechazada por el mundo pero sumamente preciosa a los ojos de Dios, su Padre. Inestimable como es a los ojos de su Padre, hace de sus discípulos piedras, también rechazadas por el mal del mundo pero sumamente apreciables a los ojos de Dios. Así lo anuncia gozosamente el apóstol Pablo a los cristianos: «Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo» (1Pe 2,4-5).


Comentario del Santo Evangelio: Lucas 9,18-22. Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre tiene que padecer mucho
Lucas vuelve al tema del evangelio de ayer. La pregunta es la misma. Sin embargo, ahora es el propio Jesús quien la dirige a sus discípulos. ¿Quién es Jesús? La respuesta de la gente es múltiple: en ellas se manifiesta la conciencia de un cierto «misterio», pero no van más allá de los esquemas religiosos comunes. Tampoco la respuesta de los discípulos es completa: por lo menos, puede ser entendida mal, y por eso Jesús «les prohibió terminantemente que se lo dijeran a nadie» (v. 21). No basta, en efecto, con reconocer que Jesús es el Mesías. ¿Qué Mesías? Es la cruz lo que suprime todos los malos entendidos. Estamos aquí en el centro de la fe: creer en un Mesías que será crucificado. El «es necesario» del texto es muy significativo: la cruz no es un incidente; es algo querido, forma parte del plan de Dios. Esta es la novedad inesperada, escandalosa para muchos. La presencia de Dios se manifiesta en el camino de la cruz, es decir, en la entrega de sí mismo, en el rechazo de toda imposición, en el amor que acepta ser contradicho y aparentemente derrotado. A buen seguro, si el don de sí mismo siguiera siendo inútil y quedara derrotado, no podría ser en modo alguno el signo de Dios; lo es, no obstante, porque el camino de la cruz conduce a la resurrección. Es precisamente en la entrega de sí mismo, que no se echa atrás ni siquiera frente a la muerte, donde está encerrada la victoria de Dios.



Qohélet prosigue su reflexión sobre la vanidad de las cosas aplicándola a la vanidad del hacer. Con la suerte de los hombres pasa como con los columpios: unas veces está arriba y otras abajo, un día se encuentra en la prosperidad y al siguiente en la desventura. Un día, exaltado; al otro, olvidado. Las pantallas de la televisión son el gran escenario de este tipo de vanidad: personajes aplaudidos y envidiados se ven echados al fango de un momento a otro. Los rostros aparecen y desaparecen. Los nuevos rostros hacen olvidar, y olvidan de buena gana, a los rostros viejos, que, probablemente, les han preparado el camino. De vez en cuando se oye que ha muerto algún personaje importante: uno o dos minutos de «conmovida» conmemoración y, a continuación, prosigue el espectáculo. El que asiste se pregunta si valía la pena aparecer tanto para desaparecer después con tanta rapidez. El circo de los medios de comunicación necesita mitos para exaltar y para olvidar: personajes siempre nuevos e interesantes, que respondan a los gustos del momento, y necesita cambiarlos cuando los gustos cambien. La movilidad del sentir marca asimismo la movilidad de la fortuna del que acaricia este sentir. Al volver a ver fragmentos evocadores del pasado, caemos en la cuenta de la falta de sentido del ridículo de muchos ídolos que habíamos admirado. Así ocurre con los otros, así ocurre conmigo, con mis actitudes y con mis poses del pasado. Sólo espero que, el día del juicio, no se me condene a volver a ver la película de mi vida, con mis vanidades y mi autocomplacencia.


Efectivamente, es bueno reflexionar sobre la fragilidad y fugacidad de las vicisitudes humanas, para aproximarnos un poco a la sabiduría del corazón.


Comentario del Santo Evangelio: Mt 16. 13-19 y concordados Mc 8, 27-30; Lc 9, 18-22, para nuestros Mayores. Tú eres el Mesías el Hijo de Dios.
La región en que tiene lugar la escena se encuentra al noreste de Galilea de los paganos. Sin ser totalmente una tierra extranjera, la región participa mucho de esta condición. Si a esto se añade el contexto precedente que habla de la prevención contra la enseñanza específicamente religiosa judía, tendremos que concluir que Mateo está presentando y escribiendo en clave y perspectiva de una nueva realidad religiosa.


Esta nueva realidad va a recibir en este texto el nombre de Iglesia de Jesús (v.18). Es la primera vez que el término Iglesia aparece en el evangelio de Mateo para designar la comunidad de discípulos de Jesús, es decir, la comunidad de creyentes en él.


El término griego empleado es el mismo que la traducción griega del Antiguo .Testamento, llamada de los Setenta, emplea para traducir pueblo, asamblea, congregación.


En el texto de hace dos domingos escuchábamos de labios de los discípulos el reconocimiento de Jesús como Hijo de Dios (Mt 14. 33). Es el mismo reconocimiento que escuchamos hoy de labios de Simón. Este reconocimiento distingue al discípulo de la gente.


"¿Quien dice la gente... quién decís vosotros que soy yo?" Mateo sigue operando con la división claramente introducida a partir del capítulo de las parábolas.


Pedro/Piedra: El reconocimiento de Simón adquiere la condición de fundamento o cimiento sólido. A esta condición debe Simón su sobrenombre de Pedro. Algo del juego de palabras del texto griego puede percibirse también en castellano: Pedro-piedra.


Sobre este cimiento, consistente en el reconocimiento de la identidad divina de Jesús por el hijo de Jonás, se levanta la comunidad o pueblo creyente. Por tratarse de un cimiento sólido, el edificio construido sobre él ofrece totales garantías. Esto es lo que quiere expresar la imagen recogida en la frase "el poder del infierno no la derrotará". El edificio es inexpugnable a la destrucción y a la muerte. Esta misma idea de la consistencia de un edificio construido sobre cimientos sólidos la ha expresado Jesús con otra imagen diferente en /Mt/07/25: "Vinieron las lluvias, se desbordaron los ríos y los vientos soplaron violentamente contra la casa; pero no cayó, porque estaba construida sobre un verdadero cimiento de piedra".


Infierno/Hades: A decir verdad, el término "infierno" no es la traducción más adecuada del término "hades" empleado en el texto griego. En la mitología clásica el hades es la mansión de los muertos, el lugar de la muerte, equivalente al "sheol" de los judíos.


A propósito del v. 19 hay que hacer notar que en él no se identifican Iglesia y Reino de Dios. Recuérdese que la expresión Reino de los cielos es la formulación judía de la expresión Reino de Dios. A su vez, Reino de Dios no se equipara tampoco con el cielo del más allá. Lo mismo que en el v. 18 se habla de la Iglesia como de un edificio, el v. 19 concibe también el Reino de Dios como un edificio. Ambos edificios son diferentes, pero están comunicados entre sí. El cauce de comunicación es el reconocimiento de la identidad divina de Jesús por el hijo de Jonás. Probablemente es así como hay que interpretar la imagen de las llaves. Ese reconocimiento confiere el poder de perdonar, del que Pedro es garantía en su condición de cimiento del edificio.


Comentario. El discípulo que Mateo va poco a poco diseñando tiene su núcleo en la respuesta a una pregunta sobre Jesús. "¿Quién decís que soy yo?". La pregunta es la misma ayer y hoy. La respuesta a ella dará la medida del discípulo.


La superioridad de Pedro en la respuesta a esta pregunta no estriba en la respuesta en sí. La respuesta en efecto, es la misma que la dada por los demás discípulos hace dos domingos (ver Mt 14. 22-23). La superioridad de Pedro reside más bien en conferir garantía de solidez a lo que los demás descubren. Por ello mismo el modelo de Iglesia que el texto de hoy sugiere, leído el texto en el contexto global del evangelio de Mt, es tal vez el inverso al habitualmente practicado.


Mateo no solamente muestra interés por el tema cristológico, que sin lugar a dudas es el central, sino también por la Iglesia. Nos habla de ello en términos explícitos y quiere llamar nuestra atención sobre su pertenencia a Cristo ("mi Iglesia") y sobre su perenne estabilidad. La Iglesia es una casa construida sobre roca, aunque se apoya en la fragilidad de los hombres. Por tanto, una estabilidad atormentada, inquieta. El destino de la Iglesia es como el de Cristo: un camino en la contradicción. Y no se trata solamente de enemigos externos; dentro de la Iglesia habrá siempre pecadores; por eso la Iglesia tiene necesidad de "atar y desatar"; continúa el pecado; por eso debe continuar el perdón. Dentro del motivo cristológico y del motivo eclesial es como se han de entender las palabras dirigidas por Jesús a Pedro.


Son palabras afines a otros dos textos célebres: Lc 22. 31ss. y Jn 21. 15-17. Por lo demás, el evangelio entero de Mt muestra interés por Pedro. No importa aquí saber si se trata o no de una inserción redaccional del evangelista. El hecho es que estos versículos están aquí y que su presencia confiere un significado particular a nuestra perícopa. La función de Pedro se define con tres metáforas: la piedra, las llaves, atar y desatar. Para comprender la primera expresión podemos recurrir a otro texto de Mt (7. 24-27): Pedro es la roca que mantiene firme a la Iglesia. En otras palabras, es el punto alrededor del cual se constituye la unidad de la comunidad. La segunda metáfora es todavía más clara: dar las llaves significa confiar una autoridad verdadera y plena.


Finalmente, la tercera metáfora (atar y desatar) tiene el sentido de permitir y prohibir, de separar y perdonar. En conclusión, el texto atribuye a Pedro títulos y prerrogativas que a lo largo de la Biblia se atribuyen al Mesías. Es como decir que la autoridad de Pedro es vicaria; él es imagen de otro, de Cristo, que es el verdadero Señor de la Iglesia. Más precisamente porque es imagen de Cristo, la autoridad de Pedro es plena e indiscutible. No obstante, hay todavía otro punto que hemos de observar con particular atención; no es ciertamente casual la presencia en el mismo fragmento de dos aspectos aparentemente en contraste: la fe de Pedro y su incomprensión del misterio de Jesús: la autoridad confiada a Pedro y el reproche que le hace Jesús. El tema es de fondo, hasta el punto de que recorre todo el fragmento bajo la forma de contraste entre debilidad y gracia. También los otros dos textos citados (LCD 22. y Jn 21.) evidencian el mismo contraste; por una parte, la debilidad de Pedro; por otra, su carácter de punto de referencia. Luego, los evangelistas subrayan intencionadamente este contraste para acentuar que por gracia, en virtud de una elección divina y no por dones naturales, es Pedro la roca sobre la cual funda Cristo la Iglesia.


El relato se encuentra centrado en torno al doble intercambio de títulos entre Jesús y Pedro. Este aplica al primero el título de Mesías; aquél responde atribuyendo al segundo el título de Piedra y confiriéndole los poderes mesiánicos de las llaves. Pedro rehúsa aplicar a Cristo el título de Siervo paciente, Cristo replica atribuyéndole el título Piedra de escándalo.


Contexto. Desde 15, 21, Mateo ha dotado a la dialéctica Jesús-viejo Pueblo de una delimitación geográfica. Desde entonces demuestra interés por situar a Jesús en territorio no típicamente judío. De esta manera Mateo recalca la existencia de un nuevo Pueblo de dimensiones universales y que no deberá reproducir la doctrina de fariseos y saduceos (cfr. Mateo 16, 12). En los versículos del cap. 16 inmediatamente anteriores al Evangelio de hoy, Mateo centra su atención en la principal línea dirigente del viejo Pueblo.


Texto. El autor ya no estructura el texto partiendo de Jesús solo, para después ir dando entrada a unos y otros. El texto de hoy está estructurado desde el comienzo a partir de Jesús y sus discípulos conjuntamente. Se trata de una novedad importante en la técnica de composición de Mateo.


En consonancia con esta novedad, la forma literaria es coloquial desde el comienzo. La conversación gira en torno a la persona de Jesús (¿quién es Jesús?). El tema es también una novedad en lo que llevamos de evangelio.


La conversación adquiere su momento culminante en el diálogo entre Pedro y Jesús. En lo que llevamos de obra es la segunda vez que Pedro aparece como personaje activo. La primera fue hace dos domingos (Mt. 14, 22-33). En aquella ocasión la actuación de Pedro fue negativa. Mateo lo resaltaba no haciéndole partícipe del reconocimiento que el resto de discípulos hizo de Jesús (cfr. Mt. 14, 32-33). Es en esta segunda actuación cuando Pedro hace el reconocimiento que entonces no hizo. Este reconocimiento le vale la felicitación de Jesús y el reconocimiento a la recíproca por parte de Jesús: Tú has dicho de mí que soy el Mesías; yo digo de ti que eres la Piedra.


Sentido del texto. La novedad en la técnica de composición pone de relieve al nuevo Pueblo de Dios al margen del viejo. A partir de ahora, el autor quiere dedicar su atención a esbozar un modelo positivo de Pueblo de Dios. Hasta ahora ha desarrollado más bien un modelo negativo: el del viejo Pueblo. Y lo ha hecho con una finalidad didáctico-preventiva: el nuevo Pueblo no deberá reproducir ese modelo, pero tiene el peligro de hacerlo. Con el texto de hoy Mateo comienza su tarea de esbozar un modelo positivo de Pueblo. El Pueblo de Dios debe nutrirse de la búsqueda y del encuentro con Jesús; del hallazgo fascinado y fascinador de su persona.


Búsqueda sosegada, contemplativa, hecha de silencios activos, de aperturas disponibles, de docilidad dolorosa, de pasión indeficiente. El encuentro tendrá lugar. Imprevistamente, imprevisiblemente, cuando a lo mejor el esfuerzo de la carne y de la sangre menos lo podía imaginar. ¡Tú eres el Hijo de Dios! En el momento tal vez en que veamos horrorizados cómo, pese a todos nuestros esfuerzos, no sólo no nos hemos aproximado al fin, sino que incluso parezca que nos hemos alejado de él, tal vez en ese mismo instante experimentaremos la fuerza del Padre. ¡Tú eres el Hijo de Dios! El Pueblo de Dios debe nutrirse de este encuentro, debe vivirse desde él, pero no debe decirlo, no debe alardearlo (v. 20). Esto está bien para el proselitismo, pero el Hijo de Dios no es vendible como un producto (cfr. Mt. 23, 15).


Este Pueblo así nutrido es la Iglesia de Jesús. Y esta Iglesia tiene en Pedro su fuerza, su autoridad. La autoridad de confesar quién es Jesús, y en cuanto tal confesor es refrendado por el mismo Dios. Ciertamente Mateo nos presenta un Pedro incuestionable (cfr. exégesis de hace dos domingos a propósito de Mt. 14, 22-33), pero ciertamente presenta un Pedro imprescindible.


Saliendo de Betsaida (Mc 8, 22) y remontando el valle del Jordán, Jesús se retira con los "doce" a la región de Cesárea de Felipe, al pie del monte Hermón. El Maestro quiere disponer de tiempo y de un lugar tranquilo para iniciar a sus discípulos en el misterio de su persona. Para introducir el tema, Jesús comienza preguntando qué han oído ellos sobre su persona y su misión, de la gente.


Y cada uno de los discípulos dice lo que ha oído al respecto. Según sus respuestas, hay que pensar que la gente se había formado un concepto ciertamente elevado de Jesús: pero no había reconocido en su persona al Mesías prometido, al parecer porque no veía nadie que su comportamiento se ajustase a los prejuicios mesiánicos populares.


Jesús no hace ningún comentario y no valora la encuesta sobre la opinión de la gente; pues lo que realmente le importa en estos momentos es conocer hasta dónde le han comprendido sus discípulos y qué piensan éstos de él.


Todos han respondido a la primera pregunta según lo que han oído a la gente; pero a la segunda responde únicamente Pedro según lo que ha sido revelado por el Padre. Nadie puede penetrar en el misterio de la persona de Jesús sin la ayuda del Padre (cf. 25ss). Algunos comentarios ponen en duda que la confesión de Pedro sobre la divinidad de Jesús fuera ya tan explícita en esta ocasión.


Adviértase que Mateo sigue ordinariamente el esquema del evangelio según Marcos, y que éste en el lugar paralelo no menciona las palabras "Hijo de Dios vivo". Tampoco las menciona Lucas (9, 20; cfr. Mc 8, 29). Es muy posible que Mateo anticipe aquí lo que sólo sería un hecho después de la experiencia pascual de la resurrección: la fe en la divinidad de Jesús y el reconocimiento de que él es el Señor.


Que el conocimiento que Pedro tenía de Jesús no superara con mucho a la opinión de la gente en aquella ocasión, parece probable si tenemos en cuenta su comportamiento en la escena inmediata (vv. 21-23). Pedro confesaría entonces que Jesús era el Mesías; pero la idea que tenía del Mesías estaba sin duda viciada con todos los prejuicios de sus paisanos galileos.


La solemne bienaventuranza que pronuncia Jesús en favor de Pedro enlaza con la confesión de éste de que Jesús es "el Hijo de Dios vivo". Estas palabras de Jesús y la promesa del primado que hace seguidamente, se encuentran, por otra parte, sólo en el texto de Mateo. Por esta razón parece que deben situarse igualmente en un momento posterior a la Resurrección. En general, Mateo se interesa más por una ordenación temática que cronológica.


Roca: Jesús conoce la misión que va a encomendarle a Simón; por eso le da también el nombre apropiado. Se llamará Pedro, es decir, "roca". En el A.T se llama "roca" a Yavé, también a Abrahán (Is 51, 1ss). Yavé es roca por su fidelidad, porque no le falla al creyente que funda en él su vida. Abrahán y Pedro sólo pueden ser roca por su fe y por su confianza en Dios.


Jesús elige a Pedro como fundamento de su iglesia. Jesús quiere construir algo nuevo desde el fundamento; su iglesia no es un apaño del viejo Israel. Y esta iglesia que Jesús edifica es suya, no de Pedro y de sus sucesores.


Las "puertas del infierno" o "poder del infierno" son, para los judíos, el poder de la muerte, que retiene sin vida a los difuntos. Es el poder de la destrucción. Jesús promete que su iglesia sobrevivirá, no obstante las fuerzas de la destrucción y de la muerte. Poseer "las llaves" en sentido bíblico significa tener autoridad suprema en la casa, en este caso, dentro de la Iglesia. "Atar y desatar" se refiere a la potestad de interpretar auténticamente una ley o una doctrina; pero, sobre todo, a la de expulsar y admitir en la comunidad eclesial. Todo ese poder debe ejercerse con un espíritu de servicio, sin olvidar que la iglesia es de Cristo, y que el fundamento de cualquier fundamento es, en definitiva, el Señor.


-Lo que la gente opina de Jesús
Y yo, ¿que es lo que digo de Jesús? La pregunta sobre Cristo es la más actual, la más importante. Los contemporáneos de Jesús no llegaban a abarcar totalmente su misterio y habitualmente se equivocaban sobre su profunda identidad.


Para llegar a ese descubrimiento de toda la hondura de su ser-región inaccesible a nuestras investigaciones humanas. Se precisa una lenta, frecuente y perseverante relación. Una persona enamorada no descubre en un solo día todas las cualidades de la persona amable. ¿Cuánto tiempo paso cada día con Cristo? "Nadie puede decir Jesús es Señor sino en el Espíritu Santo".


¿Quién es éste a quien obedecen el viento y el mar? ¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre? Jesús pregunta qué opinión tienen los hombres de él. El interrogante que Jesús abre en esta ocasión sigue abierto para todos los hombres de todos los tiempos. ¿Y vosotros, quién decís que soy yo? La respuesta solamente puede darse desde dos puntos de vista.


El punto de vista de los hombres, la apreciación humana sobre este personaje de la Historia, y el punto de vista de Dios, el de la revelación y el conocimiento sobrenatural. Pedro personifica la confesión cristiana de la fe; el Mesías, el Hijo de Dios.


Pero esta confesión cristiana "no procede de la carne ni de la sangre", es decir, no es posible llegar a través de la lógica y de la razón humana, Se hace posible únicamente gracias a la revelación del Padre. Sí, la fe viene de fuera. El hombre, por muy inteligente que sea, es radicalmente incapaz de acceder a lo que es dominio misterioso de Dios.


"Mi Padre te lo ha revelado." Mi Padre: esa relación fundamental de Jesús con ese otro a quien llama Padre, esa unión esencial con el Padre: "mi Padre y Yo somos uno", y al mismo tiempo esa distinción. Nos deja entrever el abismo infinito de su persona.


a) En un primer momento, Cristo quiere obtener una confesión de los Doce sobre su mesianidad. Por boca de Pedro, los apóstoles llegan a confesarla, después de haber descartado las demás hipótesis posibles.


Pero esta mesianidad es equívoca en la medida, en que entraña, en el espíritu de los contemporáneos, la idea del restablecimiento del Reino por la violencia y por un juicio de las naciones.


También Cristo impone antes que nada el silencio a los suyos, sugiriéndoles que no habrá mesianidad sino a través de la muerte y la resurrección.


En un momento dado de su ministerio Jesús ha tomado, pues, conciencia de las modalidades en las que iba a ejercerse su mesianidad y ha hecho compartir esta convicción a los suyos. Se advertirá que esta luz le ha sido dada (v. 18) en el curso de un tiempo de oración. En su deseo de responder lo más perfectamente posible a la voluntad de Dios, Jesús quiere que su mesianidad no tenga nada de político ni de desquite (cf. Mt 8, 4-10), sino que sea toda de dulzura y de perdón. Esta opción no es fácil de tomar ni de mantener. Numerosas oposiciones se dirigen contra Jesús, y este no tarda en darse cuenta de que tal elección le conducirá a la muerte (v. 22).


Cabe imaginarse el drama de conciencia de Cristo: se sabe encargado de cumplir con una vocación mesiánica, entiende que ha de cumplirla en la dulzura y con medios pobres y se da cuenta de que no podrá conducir a buen término su obra al intervenir la muerte antes de su realización. ¿Entonces? Sin duda Dios quiere que sea más allá de la muerte cuando Jesús complete con éxito su misión mesiánica. ¡Dios no le abandonará, sin duda, en la muerte! De esta manera Cristo llega a pensar en su resurrección y a proclamarla (v. 22).


b) Lucas muestra a Cristo en oración cada vez que va a tomar una decisión importante o va a comprometerse en una nueva etapa de su misión (cf. Lc 3, 21; 6, 12; 9, 29; 11, 1; 22, 31-39). Lucas es, en este caso, el único que menciona la oración de Cristo (v. 18) antes de obtener la profesión de fe en los suyos y de anunciarles su Pasión. Así cabe pensar, como en cada una de las demás circunstancias mencionadas por Lucas, que Jesús reza por el cumplimiento de su misión, cuyos contornos no ve más que en la oscuridad. No basta explicar esta actitud de oración en Jesús por el deseo único de dar ejemplo a sus apóstoles. Jesús no ora simplemente con fines edificantes. Si reza es porque realmente el objeto de su oración no le parece cierto: los teólogos que atribuyen a Jesús un conocimiento perfecto del futuro no pueden dar un contenido real a la oración implorante de Jesús: no se reza para que la ley de la gravedad produzca sus efectos.


Si Jesús reza es que el futuro, como es el caso de todo hombre, no está en sus manos, y que la incertidumbre sobre lo que va a pasar reina en su conciencia. La voluntad humana, que es la suya, no tiene en sí misma el poder de realizar su misión; también El pide a Dios luz y ayuda.


La oración de Jesús, es, pues real: significa que El afronta el misterio de la muerte que se perfila en el horizonte de su ministerio en la oscuridad de la conciencia y del saber humano.


Si la oración de Jesús demuestra la realidad de su humanidad, no deja de ser un signo de su divinidad. La oración es, en efecto, imposible para el hombre, ya que no es un discurso que se dirige a Dios como un objeto. Tiene a Dios por sujeto, que conoce esta profundidad en nosotros que debemos obtener para orar, pero que no podemos alcanzar si no es con la ayuda de su Espíritu (Rom 8, 26-27). Que Jesús pueda reunir en su oración la profundidad de su persona, donde se establece su vocación mesiánica es el índice de que dispone del Espíritu de su Padre.


¿Quién es Jesús? Inquieto por el revuelo suscitado en su provincia por aquel hombre, Herodes plantea la cuestión. Es verdad que no es un miembro de la Iglesia, pero su pregunta encuentra eco en el corazón de los discípulos. También ellos se interrogan: ¿quién es ese Jesús en quien han puesto su fe? Pedro responde: "El Mesías de Dios".


Pero con ello no todo queda resuelto, ya que la fe no se limita a una adhesión intelectual, sino que suscita un compromiso personal. ¿Quién es ese Jesús por el que yo me comprometo? El evangelio responde con el anuncio de la pasión. Jesús es el hombre nuevo, totalmente entregado a la voluntad del Padre: tiene que llegar hasta el fondo el compromiso tomado en la sinagoga de Nazaret. Para Jesús, obedecer es ser hijo, sin condiciones.


"¿Quién soy yo para ti?". Para ti, no para la gente. Para ti, personalmente, por encima de las respuestas hechas. Una pregunta delicada. Nos gustaría hacérsela a otros, pero vacilamos. ¿No vas a encerrarme en una definición demasiado rápida, a darme un nombre que apenas comprendes o malentiendes, a reducir el misterio de mi riqueza, del que quizá ni siquiera yo conozco toda su profundidad? Me responderás:"Tú eres mi hijo..., mi amigo..., mi dueño..., mi amor...". Y lo soy. Pero soy también algo más, otra cosa distinta.... Sí, es difícil conocer al otro sin herirle.


"¿Quién soy yo para vosotros?" Jesús se arriesga a interrogarnos.


Las respuestas abundan. Se han escrito libros enteros para darlas. ¿Jesús? Un profeta asesinado, el Sagrado Corazón, verdadero Dios y verdadero hombre,... Jesús impone silencio... Es difícil conocer a Dios sin herirle.


Jesús estaba en oración cuando planteó esta cuestión. En la verdad de su ser y de su existencia, El puede decir que conoce a Dios. "¡Padre, Abbá!". Puede decir ese nombre sin herir a Dios, porque El se deja herir por ese nombre: "¡Padre, hágase tu voluntad!". En el Calvario Jesús mostrará hasta dónde le ha llevado su respuesta. En la hora de su pasión será cuando pueda decir de verdad: "Padre, les he dado a conocer tu nombre".


Conocer a Dios es una pasión; un amor inmenso y un profundo sufrimiento a la vez. Conocer a Dios es una vocación, una llamada: "El que quiera venir en pos de mí, que renuncie a sí mismo". Hacerse discípulo es una cuestión de opción y de obediencia.


Es una opción. Será discípulo el hombre que se haya visto tocado en su corazón por una palabra que lo desborda. La vocación es una prueba, ya que la llamada quema como una urgencia, es radical como un juicio. Ser discípulo es abrirse a una pregunta, dejarse cuestionar. Sin más seguridad que la gracia para salir vencedor de la prueba.


Y es una obediencia. Será discípulo aquel que se entusiasme con el don recibido. A todos los que tienen sed de Dios, del Dios de vida, Jesús les da su Espíritu: por el bautismo nos hemos revestido de Cristo; nosotros le pertenecemos. Nuestra vocación es una iniciación.


Conocer a Dios será siempre un nuevo nacimiento. Pedro no podrá decir de verdad el nombre de Jesús más que después de su negación y de la Pascua: "Tú lo sabes todo; tú sabes que te amo". Aquel día, en vez de imponerle silencio, Jesús le alentará en su vocación de afianzar a sus hermanos.


"¿Quién soy yo...?". ¿Quién nos dirá, pues, el nombre de Dios, sino la herida que El mismo ha abierto en nuestro corazón con el deseo de conocerle?


-Un día, mientras Jesús estaba orando en un lugar solitario, estaban con Él los discípulos...
Jesús se pone en oración siempre que va a suceder algo importante, cada vez que un viraje decisivo asoma en su vida humana.


Estamos siempre tentados de no tomarnos en serio esa oración, porque más o menos decimos: "pero, vamos a ver, era el Hijo de Dios ¿qué necesidad tenía de orar?..." O bien minimizamos la densidad de esa oración, reduciéndola a ser sólo un modelo para nosotros: "Jesús oró para enseñar a sus discípulos a hacerlo..." En fin nos aventuramos a refugiarnos en la "visión beatifica" y decimos: "siendo Hijo de Dios vivía continua y fácilmente en la contemplación íntima de su Padre, estaba en constante oración.....


Ahora bien, los momentos en los que Lucas afirma que Jesús oró, son, evidentemente, todos ellos momentos de gran tensión humana: la oración de Jesús era, humanamente, una oración real... pedía efectivamente la ayuda de su Padre a fin de tener la fuerza humana necesaria para poder realizar su misión... no representaba una farsa, realmente buscaba luz y valor.


-Les preguntó: "¿Quién dice la gente que soy Yo?" Contestaron ellos: "Juan Bautista.
Otros, en cambio, que Elías, y otros un profeta de los antiguos, que ha resucitado." Encontramos de nuevo los mismos fenómenos de opinión pública.


-Jesús les preguntó; "Y vosotros, ¿quién decís que soy?"


Jesús les pide una respuesta personal. ¡Hay que tomar posición! Pues no basta ir repitiendo las opiniones oídas, si uno no se compromete personalmente.


Jesús oró en primer lugar por esto: se encontraba ante la incertidumbre respecto de sus amigos. ¿Lo seguirían verdaderamente? ¿Vacilarían solamente, no dirían "ni sí ni no", como tantos contemporáneos?
-Pedro contestó: "El Mesías de Dios."


Se podría traducir por: "el Ungido de Dios", "el Cristo de Dios". Esto era lo que Jesús había ya afirmado al principio de su ministerio, cuando leyó, en la sinagoga de Nazaret, el pasaje de Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí porque me ha conferido la unción para llevar la buena nueva a los pobres" (Lucas 4, 18). Ahora Pedro, después de estar un año viviendo con Jesús, lo reconoce en nombre de los Doce. Sobre Jesús, sobre su persona, sobre su identidad profunda, sólo podemos atenernos a lo que El nos ha revelado de sí mismo.


Señor, dinos "quién eres". Y concédenos tener plena confianza en ti.


-Pero Jesús les prohibió terminantemente decírselo a nadie.


Lo hemos visto en San Marcos, los sueños populares sobre el Mesías eran demasiado políticos y revanchistas. Jesús no quería representar el papel de Mesías potente y victorioso.


Pide que no se diga que El es el Mesías... antes de la Pasión y Resurrección. Y nosotros, ¿qué papel pedimos a Jesús? ¿Estamos dispuestos a seguirlo desinteresadamente?


-Y añadió: "Es preciso que el Hijo del hombre padezca mucho, sea rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los letrados, sea ejecutado y resucite al tercer día."


Jesús ha rezado también por todo esto: siendo consciente de que iba a desempeñar ese papel de "mesías sufriente" veía perfilarse su muerte sobre el horizonte de su juventud.


Si habló de ello este día, inmediatamente después de la profesión de Fe de Pedro fue porque lo había estado pensando más en la oración que precedió al diálogo. En fin, probablemente Jesús oró también para que sus apóstoles no se quedaran demasiado vacilantes ante ese anuncio dramático. Señor, que esté seguro de que continúas orando por nosotros, para que nuestra Fe no vacile. Gracias.


Comentario del Santo Evangelio: Lc 9,18-22, de Joven para Joven. Tú eres el Mesías de Dios. El Hijo del hombre que tiene que padecer mucho.
¿Quién es Jesús? Los contemporáneos de Jesús tienen una visión equivocada o deficiente de su persona. Están, por una parte, los escribas y fariseos, que lo consideran un embustero: un endemoniado, que actúa influido por el príncipe de los demonios. Están, en segundo término, los que creen que es simplemente un profeta. Como existía la creencia de que antes del Mesías vendría un profeta, Elías, Jeremías o algún otro, piensan que es uno de ellos. Por otra parte, están los discípulos, que consideran que es el Mesías, pero un Mesías temporal, revanchista, victorioso, que aniquilará a los enemigos de Israel y hará de su pueblo una nación hegemónica.


La pregunta de Jesús: “¡¿Quién decís que soy yo?!” sigue pidiendo respuesta a cada generación creyente. Naturalmente, no basta con afirmar verbalmente unos dogmas, cuyo contenido e implicaciones se ignoran, ni con estar dispuestos a creer lo que la Iglesia enseña. Es esencial que cada uno se pregunte quién es, de hecho, Jesús para él.


También hoy muchos “cristianos” tienen una imagen desfigurada de Jesús. Para unos es el Jesús sentimental de las cuitas, de los consuelos en las horas bajas; para otros es el Jesús del gran poder de las situaciones extremas; para otros es el Jesús legislador y promulgador de una moral... ¿En qué Jesús creemos? La respuesta es vital porque nuestra fe en él ha de ser determinante para nuestra vida.


Pedro y sus compañeros creían en un Jesús triunfalista, revestido de poder temporal, que dominara por la fuerza y a golpe de milagro. Por eso es lógico que Pedro lo agarrara y regañara para que no siguiera por el camino del martirio (Mt 16,21-22), ya que de este modo se truncarían todos sus planes...


Creer en Jesús. Jesús invita a poner el centro de atención en su persona: “¿Quién dice la gente y quién decís vosotros que soy yo?”. Porque él proclama: “Yo soy el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). La fe de muchos cristianos no se funda, por desgracia, en el encuentro con la persona de Jesús, sino en unas “creencias” que se han aceptado desde la infancia con mayor o menor convicción. De esta manera, la fe cristiana pierde toda su originalidad y se convierte en simple afirmación de un credo religioso. En vez de creer a Jesús y descubrir desde su persona el sentido último de la vida, se adhieren más o menos conscientemente a una “doctrina” que existe sobre Jesús, a unos ciertos ritos “mandados” por la Iglesia y a unas cuantas normas morales “que los cristianos hemos de guardar”.


Muchos ni siquiera sospechan que lo más original del cristianismo consiste en creer a Jesucristo. Son bastantes los cristianos que entienden y viven su religión de tal manera que probablemente nunca podrán tener una experiencia un poco viva de lo que es encontrarse personalmente con Jesús. Ya en la niñez y en la adolescencia se han hecho una idea deficiente de él, cuando todavía no se habían planteado las cuestiones a las que Jesucristo puede responder. Después no se han preocupado de profundizar en su vivencia cristiana, y de este modo su fe en él resulta vaga y superficial; se reduce a un conjunto de afirmaciones sin ninguna relación e incidencia en sus preocupaciones, problemas o intereses; por tanto, al margen de la vida.


Sin embargo, creer en Jesús es, ante todo, encontrarse con él y descubrir poco a poco que es el único capaz de dar una respuesta definitiva a nuestros anhelos, necesidades y esperanzas. Creer en Jesucristo es aprender a vivir desde él, descubrir desde él cuál es la manera más humana de enfrentarse a la vida y a la muerte, descubrir desde él qué es ser hombre y atrevemos a serlo hasta el final.


Cristianismo de seguimiento. J. B. Metz nos habla de un desafío grave en Europa: Decidirnos entre una religión burguesa o un cristianismo de seguimiento. El seguimiento consiste en hacer de Jesús el eje único de nuestro vivir diario y ponernos decididamente al servicio del Reino de Dios. Este seguimiento implicará con frecuencia ir “contra corriente”, en actitud de rebeldía y ruptura frente a costumbres, modas y opiniones que no concuerdan con el estilo de vida de Jesús. Además, exige no dejarse domesticar por una sociedad superficial y consumista, y oponerse a los amigos y familiares cuando quieren llevarnos por caminos contrarios al Evangelio. En consecuencia, seguir al Jesús en quien creemos implica estar dispuestos a la conflictividad, a la cruz, a compartir su suerte aceptando libremente el riesgo de una vida crucificada como la suya, aunque sabiendo que nos espera la resurrección: “Si morimos con él, viviremos con él” (2 Tm 2,11).


Frente a la fe en un Cristo “Señor”, que ha resucitado, pero cuya muerte ignominiosa se silencia, porque es “un escándalo para unos y una locura para otros”, Pablo anuncia a un Jesús, que para los “llamados” es el Mesías, portento de Dios (1 Co 1,23-24). Y afirma taxativamente: “No conozco sino a Cristo, y a éste crucificado” (1 Co 2,2). Frente a los que buscan la forma de rehuir la ignominia de la cruz, testifica: “Lo que es a mí, Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (Gá 6,14).


A la pregunta de Jesús: “¿Quién decís que soy yo?”, hemos de responder como Casaldáliga: “Es el hombre que ama, sufre y muere, perseguido y condenado por el poder de los hombres, y resucitado por el poder de Dios”. Éste es el Jesús del Evangelio.


Elevación Espiritual para este día.
Gran cosa es el amor; bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado y lleva con igualdad todo lo desigual.
Pues lleva la carga sin carga y hace dulce y sabroso todo lo amargo.


El amor noble de Jesús nos impulsa a hacer grandes cosas y nos mueve a desear siempre lo más perfecto.


El amor quiere estar arriba y no ser detenido de ninguna cosa baja.


El amor quiere ser libre y ajeno a toda afición mundana, porque no se impida su vida interior ni se embarace en ocupaciones de provecho temporal o caiga por algún daño.


Nada hay más dulce que el amor, nada más fuerte, nada más alto, nada más ancho, nada más alegre, nada más cabal ni mejor en el cielo ni en la tierra, porque el amor nació de Dios y no puede aquietarse con todo lo creado, sino con el mismo Dios.


El que ama, vuela, corre y se alegra, es libre y no detenido.


Todo lo da por todo, y todo lo tiene en todo, porque descansa en un sumo Bien sobre todas las cosas, del cual mana y procede todo bien. No mira a los dones, sino que se vuelve al Dador sobre todos los bienes.


El amor muchas veces no guarda modo, mas se enardece sobre todo modo.


El amor no siente la carga ni hace caso de los trabajos; desea más de lo que puede, no se queja de que le manden lo imposible, porque cree que todo lo puede y le conviene.


Para todo, pues, sirve, y muchas cosas cumple y pone por obra, en las cuales el que no ama desfallece y cae.


El amor siempre vela, y durmiendo no se duerme; fatigado, no se cansa; angustiado, no se angustia; espantado, no se espanta, sino como viva llama y ardiente antorcha, sube a lo alto y se remonta con seguridad.


Reflexión Espiritual para el día. 
Señor, a cada uno de nosotros puede pasarle que no vea con claridad, que deje de sentir la seguridad de una referencia, porque todos los va ores que nos rodean vacilan y pierden consistencia.


Señor, si un día todo me parece insensato, si ya no sé dónde echar la cabeza, a quién escuchar y dónde encontrar apoyo, dame la fuerza de dirigirme a ti como por un instinto visceral.


A mí alrededor todo es misterio, y yo mismo lo soy en primer lugar. Pero tu misterio, Señor, es tan grande como satisfactorio en todas sus dimensiones. Lo que tú me ofreces supera por completo lo que los hombres pueden ofrecerme con sus ideologías, sus gnosis, sus sincretismos. Además, creer no supone comprenderlo todo: tu amor, tu perdón, tu mensaje, tu pasión, tu muerte, tu vida.


Todo puede desaparecer; basta con que tú permanezcas. Sólo tú das sentido a todo y, en primer lugar, a mí mismo. Sólo tú tienes palabras de vida eterna. Y sé que es verdad porque lo he visto en tu vida y en la vida de los que viven de la tuya. Sin ti, yo no existiría. Que yo esté contigo, en ti.


El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia: Qo 3, 1-11. La razón de todas las tareas bajo el sol.
Este libro imposible de datar (dos o tres siglos antes de Jesucristo) y cuyo autor es desconocido, es el libro de la melancolía. El autor parece haberse sometido al pie de la letra a la secularización que conocemos actualmente y haber tratado realmente de vivir las realidades terrestres sin referencia a una explicación exterior a las mismas. Pero, aparentemente, la historia humana misma pierde su "sentido".



El poema de este día recoge el tema del Ecl 1, 4-11 sobre los ritmos del mundo. El autor enumera veintiocho acciones opuestas que someten a ritmo la vida del hombre según una ley, unas veces de necesidad y otras de imprevisibilidad. El hombre está solamente seguro que a una acción sucederá su opuesta, pero no es dueño del instante en que la inversión de las situaciones se realice y no domina esta alternación que somete a ritmo el tiempo.


Así, pues, el hombre es incapaz de actuar siempre en el mismo sentido; está conducido a contradecirse sin cesar, a empezar de nuevo siempre. Las cosas tienen su tiempo; una vez transcurrido este tiempo, desaparecen y dejan lugar necesariamente a otras. Algunas por su misma naturaleza se llaman según un ritmo y una periodicidad ineludibles.


Esta alternación es engañosa, ya que hace imposible toda continuidad en el esfuerzo; constituye, sin embargo, una fuente de felicidad, ya que permite liberarse de acciones pasadas y olvidar lo que ha motivado disgusto (vv. 9-11).


Sí, el tiempo pasa, pero esta incesante desaparición del tiempo no solo es muerte, es también nacimiento. El hombre se separa en todo momento y dolorosamente del presente, pero esta necesidad no es puramente negativa. Revela, por el contrario, que la inserción del hombre en el tiempo mortifica en él una exigencia espiritual de su "ego" más profundo.


Ciertamente, está sometido a la universal movilidad y cada una de sus acciones es arrastrada por el flujo de la historia, pero el hecho de sentir esta movilidad extrema como un dolor demuestra que está hecho para una posesión eterna e inmutable de sí mismo y de las cosas.


Esto no significa que se pueda alcanzar esta posesión estable evadiéndose de la afluencia del tiempo. Por el contrario, es precisamente viviéndola como una muerte incesante y consintiéndola, la fluctuación del tiempo se transforma en el terreno del misterioso alumbramiento de un tiempo nuevo y permanente en el mismo corazón de la descomposición del tiempo presente.


El tiempo tiene, pues, finalmente un sentido, un significado que no le llega del exterior o de un más allá alienante, sino de sí mismo; al ofrecer a cada uno su condición provisional, le propone al mismo tiempo un consentimiento de la muerte que es conversión y participación en el misterio pascual.


La Iglesia, en este «Leccionario Semanal», sólo nos propone tres cortos extractos del Libro del Eclesiastés, pero vale la pena de tomar la Biblia completa y leer todo el libro: se trata de un libro a la vez breve y fascinante.


-Todo tiene su momento, y cada cosa su tiempo bajo el cielo: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para arrancar lo plantado, un tiempo para matar y un tiempo para sanar, un tiempo para destruir y un tiempo para edificar, un tiempo para llorar y un tiempo para reír, un tiempo para gemir y un tiempo para bailar, un tiempo para abrazarse y un tiempo para abstenerse, un tiempo para rasgar y un tiempo para coser, un tiempo para amar y un tiempo para odiar, un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz...


¿Qué provecho obtiene el que trabaja por toda su fatiga?


El autor cita de ese modo, en un hechizo poético y monótono, veintiocho acciones humanas, opuestas y contradictorias, que siguen el ritmo de la vida del hombre: ¡hacer y deshacer! En efecto, si reflexionamos de veras, vemos que el hombre tiene amenaza constante de contradecirse... de empezar siempre de nuevo. Esta alternancia es decepcionante, porque hace más difícil la continuidad en el esfuerzo. ¿Por qué construir una pared para derribarla luego? ¿Por qué lavar los platos para volver a usarlos y a lavarlos y así indefinidamente?


Pero el hombre es el único ser de la creación que siente el dolor de su fragilidad: ¿no nos prueba esto que su fin es otro?, que es la posesión eterna e inmutable de sí mismo.


-Considero la tarea que «Dios» ha asignado a «los hombres». Ha hecho todo lo apropiado a su tiempo...


"El" ha puesto también el deseo de infinito en su corazón...


El autor del Eclesiastés no es un ateo, aun cuando repita a menudo el análisis lúcido de ciertos ateos modernos.


Para él, en medio del flujo y reflujo del «tiempo», está lo «infinito» que se va construyendo. La fluctuación monótona y deprimente del tiempo que pasa es el terreno misterioso de una eternidad naciente en el seno mismo de la descomposición del tiempo.


¡El tiempo, finalmente, tiene pues un sentido! pero no en sí mismo, sino en Dios, en la eternidad de Dios. Y sin embargo no se trata de buscar el sentido del tiempo solamente en el más allá y el después, como si fuera necesario refugiarse en el cielo y huir de lo temporal para descubrir el sentido de lo eterno.


Recordemos el texto ¡fue «en su corazón» donde puso Dios la infinitud del tiempo! La eternidad ya ha comenzado, es concomitante con el tiempo. «No has comprendido nada, mientras no hayas comprendido que hoy es el día del Juicio»... Hoy se desarrolla la eternidad, estás inmerso en ella, y todo lo que haces, minuto tras minuto, toma una densidad eterna en Dios. En efecto algo de lo «permanente» se construye en el núcleo mismo de lo que fluye y pasa. «Incluso si en mí el hombre exterior se va arruinando, el hombre interior se construye día a día», decía san Pablo, que próximo a la muerte, era consciente de ir hacia la vida, una vida que ya había comenzado.


Qo 3,01-23: Sorpredente: La reflexión permanente del Eclesiastés le permite distanciarse de todas las concepciones fosilizadas. Para descubrir el sentido de la vida es preciso descartar las falsas ilusiones que suplantan a Dios y lo hacen innecesario o lo domestican, convirtiéndolo en un ídolo del que puede disponer el hombre: apego a ideas, sentimientos, sistemas religiosos que ofrecen un camino «seguro» para llegar a Dios y adueñarse de él en vez de permitir la irrupción de su iniciativa salvadora. Eso es lo que parece decirnos el Pseudo-Salomón con estas reflexiones sobre las diversas actividades humanas (1-8), sobre el triunfo de la iniquidad (16-17) y sobre la semejanza entre el hombre y la bestia (18-22).


La visión que el autor tiene del tiempo y del cosmos parece participar tanto del "panta rei" («todo fluye») de Heráclito como del eterno retorno de los estoicos: «Todo tiene su tiempo y sazón» (v 1). Pero estos tiempos sucesivos son contradictorios en su contenido y se anulan recíprocamente en sus efectos: nacer-morir, plantar-arrancar, matar-curar, demoler-construir, llorar-reír, arrojar piedras-guardarlas, desgarrar-coser... Se trata de alternancias fundamentales entre las que se halla prisionero el hombre. Pero nuestro autor no comparte el fatalismo cósmico e histórico de la filosofía griega. Todo fatalismo y determinismo queda superado por su fe religiosa en un Dios que es Señor de la historia, aunque trascendente en el secreto de su acción en el tiempo: «observé todas las tareas que Dios encomendó a los hombres... Todo lo hizo hermoso en su sazón..., pero el hombre no abarca las obras que hizo Dios desde el principio hasta el fin» (10s).


La injusticia y la iniquidad ocupan gran espacio en el desarrollo de los acontecimientos humanos, sobre todo la injusticia y la iniquidad de las clases dirigentes y de los poderosos. Pero tampoco esta situación escandalosa escapa al control de Dios, que juzga tanto al justo como al injusto (17).


En el cuadro de la impenetrabilidad de los misterios de la vida hay una última meditación sobre la realidad, evidente y misteriosa, de una extraña semejanza entre el hombre y la bestia. El hombre debe habituarse a aceptar lo que es inevitable y a vivir con lo que no puede cambiar; no tiene más opción que aceptar el mundo en que ha nacido. Dios no ha admitido al hombre a compartir los secretos de la creación y de la providencia. Pero esto no debe llevarlo a una postura trágica. La ironía del Pseudo-Salomón es una invitación a tomar la vida con toda su ambigüedad. La soberanía de Dios y la finitud del hombre abren la puerta a un temor lúcido y sano que nos permite gozar de una vida que, al fin y al cabo, no es totalmente nuestra. En este sentido el Eclesiastés es un auténtico maestro de sabiduría. +

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